Por eso también resulta imposible tomar distancia de Argentina, 1985, séptima película del cineasta Santiago Mitre, en la que se recrean las circunstancias que rodearon a aquel juicio. Porque aunque se trata de una ficción basada en hechos reales, su visión ha sido necesariamente recortada y manipulada para cumplir de la mejor forma con sus fines dramáticos, y será difícil para muchos hacerle esa concesión. Es difícil verla de forma aséptica, sin pretender que su relato coincida con el de la propia memoria, porque en ella se muestran hechos que todavía ocupan el núcleo central de lo que significa ser argentinos en 2022. ¿Cómo ver una película que cuenta lo que uno sabe, porque se estuvo ahí para ser testigo?

Es cierto que todo acto de expresión es un hecho político y Argentina, 1985 es, en efecto, una película política a la que resulta oportuno abordar y discutir políticamente. Por eso ya aparecieron, de un lado y del otro, los que buscan usar el trabajo de Mitre para acarrear agua sucia a sus molinos: que el peronismo, que la Conadep, que Strassera en la dictadura, que los dos demonios, que el negocio de los derechos humanos. En ese sentido, la película resulta noble, en tanto se limita a plantear algunas dudas, para concentrarse en el relato de los hechos más duros vinculados con el proceso mismo y la investigación realizada por el equipo que lideraban el propio Strassera y su adjunto, Luis Moreno Ocampo, interpretados con enorme solvencia por Ricardo Darín y Peter Lanzani.

Desde el guion, escrito otra vez junto a Mariano Llinás, Mitre toma la decisión de hacer eje en el hecho jurídico, convirtiendo lo político en un halo que lo envuelve como una burbuja cada vez más asfixiante. Como la realidad misma. Pero Argentina, 1985 no elude plantear situaciones abiertas al debate. De hecho, desde El estudiante, su ópera prima en solitario de 2011, hasta La cordillera (2017), Mitre siempre se encargó de hacer que sus películas dejaran espacios para la charla y la discusión más allá de la pantalla. Pero con la responsabilidad de evitar alzar el dedito, sin ánimos de que su película se convierta en un juicio contra nadie más. Por eso es posible decir que lo que en ella se cuenta (y cómo se lo cuenta) puede resultar oportunamente didáctico para la otra mitad del país. La que integran los jóvenes que no estuvieron ahí para dar fe, para quienes aquellos hechos atroces ya empiezan a fosilizarse en los libros de historia.

Ayuda a eso el hecho de que Mitre, como en casi todas sus películas, utilice el molde y los recursos del cine clásico para contar la historia. Con ello facilita que cualquier espectador pueda conectar con la historia que se cuenta. Ahí se encuentra la razón para no renunciar a utilizar el humor, aun cuando su película aborda los hechos más abyectos de la historia argentina. Por eso no desestima la potencia de géneros como el thriller o el cine de acción, que le dan al relato un marco narrativo del que es fácil apropiarse. Es posible que en ese gesto estético, en esa abierta voluntad popular, se encuentre el mayor acto político de Mitre como cineasta.

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