
Una patota entró en la casa de Tolosa en la que vivían Adriana, su marido y sus dos hijos a eso de las diez de la mañana del 4 de febrero de 1977. Ella aún estaba en camisón cuidando a su hijo de un año y medio, Santiago, que estaba con varicela. La mayor, Martina, se había quedado a dormir –por primera vez– con sus abuelos. Su marido estaba trabajando en la Universidad Nacional de La Plata, donde ambos eran docentes: ella, de Física; él, de Química. Adriana, además, era parte de la comisión directiva de la Asociación de Docentes e Investigadores de la Facultad de Ciencias Exactas (ADIFCE).
Una vecina logró arrebatarle el nene a uno de los represores. A Adriana le ataron las manos y le vendaron los ojos. La tiraron entre los asientos con su panza de seis meses y se sentaron arriba. Primero, la llevaron a la Brigada de Investigaciones de La Plata. A la noche, ya estaba en el Destacamento de Arana. Allí se enteró de que su compañero también estaba secuestrado.
–¿Dónde están los chicos?--gritó con desesperación y recibió un cachetazo de uno de los represores.
En Arana estuvo una semana. Después, la trasladaron a la Comisaría 5ª de La Plata. Allí, asistió el parto de Inés Ortega de Fossati –una chica de 17 años–. El 28 de marzo, le dijeron que la iban a liberar porque no querían otro nacimiento ahí. Sin embargo, la liberación no llegaba.
El 15 de abril, empezó con el trabajo de parto. La subieron a un patrullero. “Ya viene, ya viene”, gritaba ella, pero el auto no se detenía. Su hija, Teresa, nació a la altura del laboratorio Abbott en el cruce de Alpargatas. Después de unos minutos, el auto siguió viaje. Aunque Adriana pedía que se la alcanzaran, la beba seguía caída entre los asientos. Llegaron al Pozo de Banfield. Allí, el médico policial Jorge Bergés le cortó el cordón umbilical, le arrancó la placenta de un solo golpe y la puso a limpiar el piso. Recién después de eso, pudo abrazar a la beba –que estaba sucia y muerta de frío–.
–Esto ya lo no necesitás más –le dijo Bergés y le arrancó la venda de los ojos –como señal de que no iba a salir con vida de ese lugar.
Adriana y Teresa –la que “nació presa”, como decía una poesía que habían hecho los compañeros de cautiverio– fueron liberadas el 28 de abril de 1977. A Miguel también lo soltaron ese día desde La Plata.
Antes de dejarla salir del Pozo de Banfield, un represor le habló a Adriana para decirle que se fueran del país. Le dijo que ya tenían pasajes para Alemania. Era cierto, lo supo después. Sin embargo, después de discutir durante una noche qué hacer con su marido, acordaron quedarse. El único recaudo que tomaron –recuerda Laborde– fue mudarse a Temperley. Entre los dos, se comunicaron con al menos 50 familias de personas con las que habían compartido cautiverio.
Con la llegada de la democracia, sentaron a los tres hijos en la cama matrimonial y les contaron –como pudieron– que habían estado secuestrados y cómo había nacido Teresa. Era la antesala de la declaración ante la Conadep. En el programa Nunca Más, Adriana se conoció con Jorge Watts —sobreviviente de Vesubio—, que la convocó a sumarse a lo que sería la Asociación de Ex Detenidos-Desaparecidos, que se fundó hacia finales de octubre de 1984.
“Rescato de Adriana su valentía de llevar adelante su testimonio en momentos difíciles cuando los integrantes de los grupos de tareas podían aparecer en la sala de audiencias”, dice su compañero de la AEDD Osvaldo Barros. “Y también destaco la perseverancia de no ceder nunca”, agrega.
El 29 de abril de 1985, Adriana se sentó frente a los integrantes de la Cámara Federal. Las caras de los jueces mostraban el agobio mientras ella relataba lo que había vivido en los campos de concentración de la dictadura. Moreno Ocampo y Julio Strassera se acodaban en el escritorio para verle el rostro. Habló del miedo. “A mí lograron aterrorizarme, señor presidente, pero, por suerte, no lograron aterrorizar a todo el pueblo. Hubo Madres, Abuelas, Familiares que los enfrentaron y hoy estoy aquí pidiendo justicia gracias a ellos”, dijo. No hubo preguntas. Pablo Llonto escribió que ese día por largo rato los periodistas que estaban cubriendo el Juicio no pudieron mirarse a los ojos: la conmoción explotaba en forma de lágrimas.
Los recuerdos de esos días son vagos para Martina, Santiago y Teresa. “Me acuerdo de la cantidad de amenazas que recibíamos. Los domingos nos llamaban para amenazarnos de bomba y teníamos que salir con los ravioles corriendo”, grafica Teresa ese cruce entre el terror y lo bizarro.
En los tiempos del Juicio a las Juntas, Santiago estaba preocupado por enganchar en la tele las pocas imágenes que aparecían de las audiencias. Recuerda estar de vacaciones en Mar del Plata con un compañerito y que la madre le cambiara de canal. “Recuerdo que no se televisaban las audiencias y que mamá estaba enojadísima por eso, pero compraba todos los diarios del Juicio. Estaba esperanzada pero, al mismo tiempo, intuía cómo iba a terminar”, dice Martina.
Las prisiones perpetuas a Videla y a Emilio Eduardo Massera no lograron compensar ni las penas bajas ni las absoluciones del resto. “Para mi vieja fue una desilusión terrible. Nosotros la veíamos como que estaba luchando contra molinos de viento”, agrega Martina.
Durante los años de impunidad, Adriana trabajó con la AEDD para romper ese muro. Recopilaron y ordenaron información sobre los compañeros a los que habían visto en los centros clandestinos. Celebró la reapertura de los juicios, organizó un equipo de abogados y abogadas en Justicia YA! e impulsó la condena por genocidio. Fue una de las caras visibles de la denuncia de la desaparición de Jorge Julio López. En las calles y en las aulas, se sublevaba contra las injusticias y tenía en claro que los pibes eran el futuro.
Estaba muy enferma cuando una patota mató a Mariano Ferreyra el 20 de octubre de 2010. Volvía de una sesión de quimioterapia y estalló en llanto. Pidió que la llevaran a la Plaza de Mayo. Falleció el 12 de diciembre de ese año. Es difícil saber si le hubiera gustado protagonizar —en parte— una película mainstream, pero no le habría quitado el cuerpo a ningún debate.
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