Filmado sistemáticamente a lo largo de un año calendario, ALLENSWORTH invita a reflexionar e imaginar las circunstancias y el contexto de una ciudad fundada en California en 1908 por Allen Allensworth, un esclavo que ganó su libertad durante la Guerra de Secesión. El asentamiento de 20 acres ofreció a los afroamericanos un refugio seguro para vivir, y también se consideró una prueba de cómo la comunidad negra podía construir y istrar una población independiente y próspera cuando se libraban de los grilletes de la intolerancia racial de la época. Intolerancia que, dicho sea de paso, no ha cambiado tanto desde entonces. Por algo existe hoy el movimiento Black Lives Matter.
La particularidad del film de Benning, como el de todos sus otros films, es que el director apenas si provee información sobre lo que el espectador está viendo y escuchando, lo que lo induce a interpretar por su propia cuenta cada uno de los doce planos de cinco minutos –titulados como capítulos con los nombres de cada uno de los meses del año- que constituyen la estructura de la película. Unos árboles raídos, un granero, una humilde casa de madera, un galpón, una iglesia, el modesto edificio de la municipalidad –todos sin una sola figura humana- van desfilando frente a la cámara impasible de Benning, que confirma una vez más su extraordinario talento como fotógrafo, capaz de extraer lo mejor de la luz y el encuadre, pero sin preciosismos de ningún tipo.
El sonido es apenas el del viento o el de algún tren –los trenes de carga son casi una obsesión en Benning- que pasa sin detenerse fuera de cámara, en la distancia. En algunos de esos planos también se escuchan -como si provinieran de una radio lejana- a Nina Simone cantando su himno “Blackbird”, y al trovador negro Lead Belly interpretando su blues “In the Pines”.
Hay algo espectral en todos esos retratos de la desolación, que hablan de un pasado remoto, de un pueblo fantasma, que hoy apenas sobrevive como museo al aire libre, tal como uno se entera en los créditos finales del film, a los que conviene quedarse, porque aportan la información que durante la proyección fue deliberadamente velada para que el espectador pudiera hacer su trabajo.
La discontinuidad más notoria en el nuevo film de Benning ocurre en el mes de agosto (en el que tradicionalmente se lleva a cabo el primer día de clases en los Estados Unidos), que es la primera y única imagen “escenificada” de la película, así como el único momento en que una figura humana ocupa la pantalla. Una mujer negra joven, vestida de época –uno sabrá luego que se trata de una réplica del vestido que la activista Elizabeth Eckford usó en su primer día de clases en la Little Rock Central High School de Arkansas, en 1957, hasta entonces sólo accesible a los blancos- se para frente a un pizarrón de la escuela de Allensworth y lee poemas de Lucille Clifton que evocan poderosamente las adversidades contra las que se enfrentó -y se sigue enfrentando- la experiencia afroamericana.
Con el mes de diciembre llega el bello, melancólico plano final, que no podía ser otro que el del cementerio de Allensworth, apenas unas pocas cruces de madera torcidas, sacudidas por el viento y el polvo, pero que en la mirada de James Benning son capaces de sugerir que la lucha de esos hombres y mujeres no será olvidada.
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