Horacio González (entrevista en revista La sonámbula)

No la vi. La serie, digo. Todavía. Hablar así es una inflexión temporal: no hice algo, podré hacerlo. Antes de verla, recuerdo un filme: El sol del porvenir, de Nanni Moretti. El director italiano piensa cómo narrar una historia comunista. O sea, una historia del pasado. Lo que ocurrió con un circo húngaro en un pequeño pueblo cuyo alcalde es del PC. Muchos traspiés personales -una separación, un agobio neurótico- pero también políticos: referidos a qué significa producir un filme y las decisiones que se toman en esa precisa cuestión de las imágenes. La comedia arrecia, amarga, cuando el director se reúne con ejecutivos de Netflix: son dos lenguas inconciliables que se bifurcan en un diálogo de sordos. El sol del porvenir -que haya siempre otro día de sol- exige, para Moretti, en una corrección de la historia acaecida -no la sumisión del alcalde municipal a la línea de la ortodoxia soviética que condenaba a la revolución húngara- y en la disidencia con los modos contemporáneos de filmación. Nada de golpes bajos, nada de violencia obscena, nada de rapidez en el efecto. Introducir de otra manera el tiempo. Dejarlo respirar, para que eso no acaecido -el momento comunista, apenas atisbado- tenga una nueva posibilidad.

No la vi, digo. Aún. Pero no dejo de pensar en los pliegues en los que aparece la figura de El eternauta. Aquel 1957. Hoy, 2025, leo a Martín Oesterheld. Dice: mi abuelo no hubiera imaginado eso sin el bombardeo de 1955. El mal que cae del cielo. Bombas, nieve. ¿Las llamadas fuerzas de una invasión que se despliega aludiendo a lo celeste pero que tiene sus terminales en la modificación tecnológica de las subjetividades? En 2007 nevó en Buenos Aires. Por esos días, en un pequeño local de la Biblioteca Nacional, sobre Avenida Las Heras, colgaba un muñeco eternauta. El tiempo parecía procurar coincidencias felices. Encuentros entre ciertas políticas públicas, apuestas culturales y hasta la bella nevada. Menos desencontrado todo. Desenfocado quizás, pero al modo de la miopía: acercándonos para ver mejor, fruncir los ojos para reconocer. En esa manzana también habían caído bombas en los cincuenta, que materializaban una voluntad criminal que no ha dejado de acaecer.

Más que invasión, las tragedias tienen sabor local. Esos aviones que anticiparon la decisión de atacar a la población, decisión que llevaría a las fuerzas armadas a actuar como un ejército colonial capaz de establecer un régimen de terror. Ellos son tan nuestros que da pavor. El himno nacional también estaba allí, aunque una y otra vez lo reclamemos para cantar nuestra fuerza común. Pero el colectivo social argentino no es el de la unánime resistencia. Más bien es el que pasa del festejo al unísono de una copa de fútbol a una votación en la que una mayoría elige a quien enarbola el ademán de aniquilar y excluir. Pueblo partido, trágicamente atravesado por unos impulsos de destrucción hacia una de sus partes. Ojalá el mal estuviera afuera y de este lado fervor patriótico y tejido comunitario.

No la vi, digo. Y sin embargo ya mis retinas están impregnadas de sus imágenes y la conversación pública que habito concentrada en cómo interpretarla. Guadalupe Marando señala la cercanía entre la escena de un grupo de amigos jugando al truco y aquella de otro grupito que se juntó a escuchar una pelea de box por la radio, cuando fueron interrumpidos por la llegada de la policía, en 1956, en hechos que narraría Rodolfo Walsh en Operación masacre. El mismo que cuenta que ese libro comenzó cuando escuchó que hay un fusilado que vive, pero también mientras jugaba al ajedrez en un café comenzaron los tiros y escuchó morir a un soldado que gritó: no me dejen solo, hijos de puta. El ocio, ese tiempo moroso y acompañado, interrumpido por la tragedia. Unas balas, una invasión, unos asesinatos. Pero quizás el ocio sea lo verdaderamente interrumpido. Ese estar con otres, en el juego, la escucha, la conspiración. ¿De dónde surge una resistencia, una acción pero también una escritura resistente sin ese tiempo ocioso, superfluo, aquietado, no capturado por la economía ni el trabajo? ¿De dónde surge si no podemos expandir la espera, una rumia, una ensoñación? ¿De qué tenacidad, de qué insistencias?

La plataforma de contenidos audiovisuales llena la ciudad de afiches publicitarios. Me han contado que la serie está llena de carteles de publicidad. Se trata de una ciudad real, también de los flujos económicos más concretos. Pero en los afiches que puso Netflix, hubo una secuencia de intervenciones: sobre la publicidad se hizo un ejercicio de memoria con las fotos de Oesterheld y de sus cuatro hijas, todas detenidas-desaparecidas, como su padre. En redes, a esa campaña se sumó la apelación a que las muchísimas personas que están viendo la serie se pregunten por su origen, porque aún hay dos nietxs de Elsa y Héctor que viven alejados del saber sobre su familia. Todo resuena en este presente, también esa posibilidad de que un poquito la historia se tuerza. La fuerza del todavía o del aún, es la de una virtualidad no clausurada. Algo remite al mercado, algo se superpone y hace sobre esa superficie lisa un oleaje que trae otras temporalidades, incluso la de unas vidas que se desconocen a sí mismas. El tiempo está después.

Pero el carácter criminal de un modo de gestión de la vida social no está en el pasado. Reaparece en los llamados bélicos del gobierno, presuroso en formular declaraciones de guerra contra una parte de la población. Contra muchas partes: las feministas, las disidencias sexuales, las existencias trans, quienes trabajan en el Estado o en el periodismo, las personas que hacen ciencia o habitan las universidades, las que tienen discapacidades o ¡están jubiladas! Ahí, el enemigo más vistoso, al que declararon protagonista de los embates represivos, porque cada jubilade con su mero vivir amenaza el déficit cero. Los gobiernos democráticos, en este país de fracturas y crueldades, han sido modos de regular o limitar la violencia criminal de los que se erigen sus dueños. Por primera vez, un gobierno surgido de las democráticas urnas, se pone de parte de esa voluntad, no para limitarla sino para agitarla.

En 2010 murió el Presidente que había buscado la legitimidad del Estado en su capacidad de renunciar a la violencia represiva en el presente y condenar su pasado concentracionario. Un mes y medio antes, había participado de un acto juvenil, en el Luna Park, en el que la estética giraba sobre la superposición entre su imagen y el personaje de Oesterheld. Que lejos de procurar la eternidad, venía a anticipar la despedida. Años antes se había reunido con Carlos Livraga, “el fusilado que vive”. Una década después, un presidente de otro signo político, quiso prohibir la lectura de la historieta que ahora es serie en las escuelas. Ningún símbolo se ausenta del territorio de disputas. Menos ese, tan vivo en la memoria de generaciones lectoras.

No la vi, todavía. No sé cuándo la veré. Por ahora, encandilada con el desperdigar de esas batallas por el sentido. Que tienen en un puñado de imágenes una clave, pero fundamentalmente en cómo hacen resonar a su alrededor otras memorias, capaces -quizás- de activar ensueños resistentes, voluntades colectivas, amistades nuevas, conspiraciones necesarias.

 

 

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