En la novela de 2012, Dante, acompañado del remisero Virgilio, funcionaba como el hilo que ligaba las historias de la tan mentada Villa, y el centro de la novela era la representación de la marginalidad y la delincuencia, la tensión entre clases en este punto geográfico, y también una reflexión acerca de la relación entre poesía (o sea, el arte) y la sociedad. Las entradas de Cámara Gesell combinaban largos fragmentos narrativos con oraciones pequeñas, casi epigramas o versos de un poema que parecía construirse a contrapelo de una historia trágica que pasaba, para decirlo rápidamente, antes de la llegada de la temporada, en los tiempos donde no hay veraneantes en la ciudad costera. En Arderá el viento, lo que tenemos es un relato organizado en dos partes, un “Nosotros” inicial que es el “mito” de la novela, un dramatis personae en cuatro páginas, y un “Ellos” que despliega el relato en sí en capítulos cortos, que siempre terminan en una frase inteligente, contundente como las piñas que nos vamos a comer nosotros, lectores, al llegar a cada final de párrafo, a cada descubrimiento de la oscura trama. Ese poema elusivo de Cámara Gesell se mezcla aquí con el relato, haciendo un todo más armónico, cuya forma resulta más invisible, para decirlo de algún modo.

Saccomanno recuerda con este procedimiento de reescritura, en algún sentido, lo que hacía el propio Bolaño en su literatura: reescribir para afuera, agotando las posibilidades de un argumento en más de una obra. Moni, la poeta, está en Cámara Gesell, pero en Arderá el viento es una escritora que se cree genial y que usa la sexualidad como herramienta. Están también los hippies que se comieron el verso natural de la Villa, están los mismos burócratas corruptos, está La Virgencita, y está también Dante (y su Virgilio), los únicos con el mismo rol, como si fuesen la piedra en donde se apoyan las dos novelas. De ahí que se pueda inferir que la brutalidad y delincuencia de Cámara se troca aquí por una cuestión más metaliteraria: varios son los artistas arruinados, frustrados, que se reencuentran con la belleza de lo imposible en las páginas de Arderá el viento. Dante es un periodista que no puede dejar de escribir sobre lo que ve, lo que sabe, por más que ponga en riesgo a su diario y a su propia vida al hacerlo: ¿no hay allí una ética del escritor? Hecho pelota por el cigarrillo, sin un mango, tratando de estar más allá de sus deseos más bajos, sin embargo, publica la verdad, escribe lo que todos callan. El contrapunto de Dante es Elsie, la hija del ferretero Tomasewski, una pianista frustrada porque la bestia de Lazlo le cerró la tapa del piano sobre sus dedos en una de las clases privadas que daba para esta elite venida a menos del hotel. Elsie trata de luchar contra la imposibilidad de tocar, Dante está condenado a ver y contar lo que ve, Elsie crea desde el límite algo que es más verdadero que los chismes publicados. Los dos, como Moni, o Esterházy, o Lazlo y sus aspiraciones supremacistas, o Greco y el proyecto inmobiliario caído, tratan de construir algo que los podría redimir, pero se les escapa de las manos, como si fuesen Tántalo con sus manzanas en el inframundo de la Villa, como si armasen, obsesivamente, castillos de arena. Y no pueden dejar de hacerlo. Son personajes atrapados por la ambición de los perdedores. De ahí que Arderá el viento termine siendo una novela (por momentos, poética, por momentos, teórica, como toda buena novela) que, en condensadas, ajustadas páginas, define el verdadero motor de lo que nos empuja: lo inalcanzable.

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