Las pesadillas y el insomnio eran dos caras de una historia que me impedía conciliar el sueño o me despertaba en medio de la noche, un recuerdo transfigurado que parecía también una premonición aguardándome implacable al final del camino. Cuando luchaba infructuosamente por dormirme no oía los gritos en el caserón, ni me golpeaban las llamas que consumían la sala central, pero sabía que esos cuartos vacíos sin puertas, ventanas ni salida, ese caserón empotrado en un desierto de arbustos y viento, retumbaban detrás de las noticias, el celular, la lectura o la televisión, distracciones que me armaba para neutralizar la ansiedad de la noche, para postergar la inminente pesadilla, un escenario que me recordaba el infierno de El jardín de las delicias de El Bosco, como si fuera un arrabal moderno agregado a esas batallas apocalípticas, a esos monstruosos animales, a los cuerpos desmembrados. El alcohol, los somníferos, el agotamiento terminaban por vencer el hastío de la vigilia y arrastrarme a ese resplandor en medio del desierto, al aire ensangrentado del caserón, al penoso lamento que rompía un enervante silencio de fondo. En algún momento entendía que no era más que una pesadilla, bastaba salir del sueño para recobrar la normalidad, pero no podía, las llamas me atraían hacia un griterío desconsolado, multitudinario, un pedido colectivo de ayuda lanzado al viento, a mí o a cualquiera, solo que yo era el único que parecía escuchar, quizás el único que estaba alrededor.

El psicoanálisis, la neuropsiquiatría, la hipnosis, los remedios homeopáticos, el cannabis y los inciensos, los masajes en las sienes y los ejercicios respiratorios que probé para salir de esa tortura nocturna no dieron resultado. En el mejor de los casos me proporcionaron un alivio pasajero antes de regresar a ese escenario que no sabía si era recuerdo o vaticinio. A veces, entre el insomnio y la pesadilla, elegía el insomnio. Me seguía abrumando con películas, noticias, música, clavaba los ojos en las sombras que las luces de la calle dibujaban en el cielo raso hasta que la luz de la mañana las iba despejando. Llegaba al trabajo con abultadas ojeras y suficientes dosis de café que me permitían enfrentar a los alumnos. Afortunadamente conocía de memoria mis clases de historia, disfrutaba reviviéndolas con nuevas perspectivas, con un dato o personaje que le imprimiera a esas reconstrucciones del pasado una densidad expansiva y profética, la historia tenía que ser eso, una sombra que nos persigue con sus premoniciones, con sus reclamos y vacíos incomprensibles.

Batallé más de un año con esta vida demencial. Dormía los fines de semana durante el día. La luz facilitaba un sueño más o menos apacible que lograba evitar o solo rozaba las fronteras de la pesadilla. Salía de noche, las pasaba como fuera, solo o acompañado, pero sobre todo, despierto. Apenas empezaba la semana no me quedaba más que sumergirme en la marea mientras sostenía con creciente debilidad mis clases y las expectativas de los alumnos que parecían adivinar que la historia que les enseñaba me estaba devorando y pronto se los tragaría a ellos.

Un encuentro azaroso, una conversación que bien podría no haber ocurrido fue la primera luz de ese túnel sin salida. Con el cansancio que tenía, estuve a punto de pasar de largo de la presentación de Edades en Molienda, el libro de un amigo, Leonardo Vidoni. Se me cerraban los ojos y se me doblaba el cuerpo, pero terminé yendo por él, porque me intrigaba lo que podían ser esos “Textos y poesías arqueo-biográficas” y, lo ito, porque postergaba unas horas el regreso del arrabal.

En el vino posterior, Leo me presentó a un antropólogo con el que hablamos sobre los misteriosos vínculos entre el presente y el pasado, esas edades de la humanidad a las que aludía el libro. Una cosa me quedó grabada. Entre las distintas concepciones del tiempo y la historia, me mencionó una tribu que visualizaba esa relación de una manera radicalmente distinta a la nuestra. Nosotros siempre ubicamos el pasado como necesariamente detrás, es lo que atravesamos espacialmente en nuestra marcha del presente al futuro. En cuanto al lugar que ocupa el futuro no nos cabe la menor duda. Está inevitablemente delante, es el horizonte que nos moviliza, sin su existencia estaríamos paralizados. Era curioso que el presente, lo único que realmente existía, fuera un soplo, una nada inasible en permanente transición.

Para la tribu de mi fugazmente conocido antropólogo, esta manera de visualizar las cosas era un sinsentido cognitivo. El pasado estaba lógica y espacialmente delante porque es lo que hemos vivido, lo que podemos ver, recordar, conocer, una especie de gigantesco fresco que contiene lo que efectivamente nos ha ocurrido, los amores, éxitos y fracasos, las derrotas y victorias, las ilusiones y pérdidas. El futuro, en cambio, está detrás, a nuestras espaldas, porque es lo que no vemos, porque por definición es un territorio que nadie jamás ha pisado por más que diariamente le impongamos ritos, hábitos y obligaciones, seguros de que se cumplirán, aunque intuyamos, temamos, neguemos que pueden desaparecer en cualquier momento por la caprichosa rueda del azar: un accidente, una delación, una enfermedad, un robo, un disparo que suena en la oscuridad y enceguece.

 

Empecé a mirar de frente la casa abandonada, a ver el incendio que se repetía cada noche, en el que se consumían tantas monstruosidades como en el infierno de El Bosco, esos conejos que devoraban seres humanos, esas orejas atravesadas por lanzas, las tempestuosas batallas y el arrabal de alaridos que yo escuchaba en una incomprensible y absoluta soledad. Pero al mismo tiempo, a los costados, desplazando de a poco el caserón del centro de la escena, poblando el desierto con otras imágenes, empecé a recuperar mi juventud, el patio escolar, una primera caricia inolvidable a la vera de un río, las risas de mis alumnos, sus sorpresas ante un giro inesperado de la historia, una playa y un océano que no olvidaría nunca más, un mundo que me devolvía secretos y me alejaba de la vigilia de los ojos alertas. Con los días, con ese nuevo paisaje empecé a avanzar, fui conciliando el sueño, fui escapando a la amenaza de la noche. Lo que estaba detrás, el futuro, lo ignoraba, podía tener jardines, olas, risas, podría recordar la felicidad del mar o recrear la casa atrapada en el medio de un desierto inhóspito, el fuego aguardándome en una sala o país abandonados, ya lo sabría, mientras tanto no tenía más alternativas que continuar caminando.

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