Mira hacia donde hasta ayer estaba el muelle del frigorífico. Recuerda a María, sentada junto al muelle riendo mientras él pesca, molesto porque le espanta los pejerreyes. Porque ella siempre reía. Cuando jóvenes, para María nada era problema. Cualquier situación se enfrentaba con una sonrisa, y se seguía adelante. Él, eterno malhumorado, no comprendía cuál era el mecanismo que disparaba esa alegría en momentos difíciles. A veces sentía celos de esa felicidad privada, que la depositaba en lugares que él no podía visitar, pero aceptaba ese sentir como propio porque sabía que estando juntos eso era la felicidad para él. “¡Cambiá esa cara gordo, lo vamos a arreglar!”, le decía ella, abrazándolo, sonriente. Y él se dejaba abrazar, y se dejaba convencer, protegido por el aura irrompible del amor de su compañera. Y así armaron su vida juntos, momento a momento, risa a risa. No tuvieron hijos, pero se tuvieron a ellos, sus viajes, y con el paso de los años, sus recuerdos.
Pero llegó la enfermedad. Al igual que el agua, lenta y constante como una fina lluvia, comenzó a desdibujar la memoria de María. “Pequeñas lagunas” decía ella, y se reía. A él le pareció normal, ya estaban grandes, podía pasar. Olvidaba nombres de amigos, o qué estaba haciendo. Y ante cada olvido, se golpeaba la frente riendo y decía: “Ay gordo, ¡que distraída!”. Pero llegó el momento en que todo se precipitó y la mente de María se derrumbó.
Una mañana de febrero, al volver del reparto del flete, la encontró en el jardín, bajo el sauce, abrazada a su tronco, llorando desconsolada. Desesperado, sin saber qué hacer, se agachó frente a ella y la tomó por los hombros. Ella lo miró y gritó desesperada:
"¡Señor, ayúdeme a encontrar a mi mamá!".
Luego de una internación y algunos estudios, los médicos diagnosticaron demencia senil. Durante la internación, su María aparecía a veces, con su sonrisa, retándolo entre risas por su aspecto desaliñado, pero mayormente lo confundía con algún tío, con su padre o su abuelo.
“¿Ella me olvidó?”, con esa pregunta se levantaba todas las mañanas cuando iba a visitarla a la clínica. No era capaz de preguntarse: “¿Hoy me recordará?”. Sin ella, sin su risa, no tenía posibilidad de pensar en cosas buenas.
Todo llegó al límite el día que ella no quiso recibirlo. Dijo que él la inquietaba y que no hablaría con extraños sin su madre presente. Eso fue demasiado para Juan. El médico y las enfermeras lo llevaron prácticamente por la fuerza al jardín de la clínica.
—No podés dejarme solo, ¡no podés olvidarme!
El médico intentó explicarle lo irreversible del caso. En vano trató que Juan entendiera que no lo olvidaba sólo a él.
—Juan –dijo el médico– la memoria no es un río, donde los sucesos discurren del pasado hacia el presente, en una sola dirección. Para que lo entiendas, nuestra mente es como un lago inabarcable donde pasado y presente forman su contenido. María, por alguna razón, quedo flotando en un remanso ubicado en su infancia. Tal vez nunca salga de allí, pero eso no quiere decir que no te haya amado.
Juan no quiso escuchar más. Volvió a General Cerri furioso. Furioso con los médicos, furioso con María por olvidarlo. Furioso con él mismo por no entender.
Esa noche fue la tormenta. Y una vez más, el agua marcó el camino.
Ahora hace ya dos días que Juan habita el techo de su casa –que es toda su casa, porque el resto se hundió hace tiempo– y mira el horizonte. Observa el imprevisto mar que lo rodea. Unos cipreses, mástiles de naves malogradas y la proa maltrecha de algún tejado, son los restos visibles de un gran naufragio. Su propio naufragio. Piensa en María. Y se pregunta en qué remanso estará atrapada, si estará en alguna parte de este enorme océano de tristeza, si el agua vino hasta él para que él la busque.
Se para en el borde. Abre los brazos, cierra los ojos y se deja caer.
Bajo el agua, inspira hondo y recuerda.
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