La quinta, de Silvina Schnicer, y El casero, de Matías Lucchesi, fueron las dos películas argentinas programadas en la Competencia Internacional de la última edición del Festival de Mar del Plata. El marco de sus primeras exhibiciones públicas no es lo único en común, ya que ambas presentan puntos de partida similares, con los protagonistas llegando a amplias casas alejadas de las zonas urbanas y con varias comodidades, incluyendo pileta, enormes jardines y entornos naturales para los más chicos. Son, pues, dos relatos acerca del choque entre lo citadino y lo campestre, entre la agobiante pero controlada vida en la ciudad y la un tanto más impredecible dinámica rural. Como ninguna de las dos familias vive allí, quienes están a cargo de cuidarlas durante las ausencias tienen roles centrales en el entramado narrativo, al punto de fungir como disparadores de los conflictos.
Y hasta ahí llegan las similitudes. En el caso del primer largometraje en soledad de Schnicer, codirectora junto a Ulises Porra de Tigre (2017) y Carajita (2021), quien llega a la quinta del título es una familia tipo, con mamá, papá e hijos. Menuda sorpresa se llevan apenas abren la puerta y descubren que un grupo de ladrones ocupó el lugar durante varios días, como demuestra el hecho de que hayan revuelto hasta el último cajón, de donde se llevaron dinero y varios objetos de valor. El viaje de Rudi (Sebastián Arzeno), Silvia (Cecilia Rainero) y los pequeños Martín (Valentín Salaverry), Federico (Milo Zeus Lis) y Silvina (Emma Cetrángolo), que aspiraban a disfrutar un fin de semana largo invernal, se convertirá en algo bastante más ominoso.
Al ver todo dado vuelta, los adultos, especialmente Rudi, disparan los dardos cargados de culpa hacia Tomás (Alejandro Gigena), el casero de ésa y otras casas de un barrio que hasta hace no mucho tiempo era tranquilo, pero ahora empieza a sentir en carne propia los efectos de la inseguridad. Porque no sólo ellos recibieron visitas indeseadas, con varios vecinos afectados por delitos similares. Qué hacer con Tomás –las opciones van desde echarlo hasta acusarlo formalmente, pasando por armarlo para que pueda hacer mejor su trabajo– y de qué manera encarar el problema son asuntos de acalorados debates en los que la ideología de cada dueño genera fricciones y distintos enfoques.
Ajenos a todo esto, los hijos de Rudi y Cecilia y el resto de los chicos aprovechan las bondades de los permitidos de la libertad que implica la lejanía del asfalto y los edificios. Un disfrute que, sin embargo, dará pie al miedo y los juegos de poder, con algunos de ellos encabezando lo que a priori son picardías infantiles, pero luego aumentan su potencial de daño hasta más allá de lo controlable. Una suerte de El señor de las moscas en clave mínima, sin subrayados ni explicaciones, conforman el segundo andarivel narrativo que recorre La quinta.
Todo es sugerente en un film que presenta una atmósfera cada vez más enrarecida, con el fuera de campo utilizado de manera notable como elemento cargado de acechanzas y peligros. Con algo del cine de Lucrecia Martel (la preponderancia del sonido, el aire medio decadente de la casa, el manto de secretos y el misterio) y de Celina Murga (la dinámica entre los chicos recuerda a Una semana solos), La quinta podrá no tener una identidad personal fuerte, pero hay una directora con talento y conciencia sobre las posibilidades de las herramientas del cine que además confía en la inteligencia de los espectadores. Son ellos -y no ella- quienes deben completar las piezas de este rompecabezas atrapante y perturbador.
Este es un contenido original realizado por nuestra redacción. Sabemos que valorás la información rigurosa, con una mirada que va más allá de los datos y del bombardeo cotidiano.
Hace 37 años Página|12 asumió un compromiso con el periodismo, lo sostiene y cuenta con vos para renovarlo cada día.