--¿Qué deseas comer? 

                            --La cabeza de dos corderos.

                            --No hay.

                            --Entonces, las dos cabezas de un cordero.

                            --No hay.

                            --Entonces no quiero nada...”

                                        “Difícil de contentar”. Ibn Abd Rabbih, Kitabal idq el farid, tomo III.

 

En un almuerzo familiar donde había chicos y adultos, una de las chicas preguntó si éramos felices. La pregunta rodó sobre la mesa y en primer lugar logró una risa sonora grupal que no pude leer como otra cosa más que signo de incomodidad. Imagino que cada quien trató de explicarse qué era para sí la felicidad y dar una respuesta convincente, que no angustiara, principalmente a sí mismo.

Esa noche vi la obra de teatro Viento blanco en la que un chico (excelente actuación de Mariano Saborido ) vive en el sur, en un pueblo perdido, aislado, anclado en un duelo no resuelto y esperando sin saberlo a un amigo, un amor. Cuando éste vuelve, se da cuenta de que ya no es el mismo. Ahora es un cura que lo observa desde la nueva mirada, que lo atraviesa y juzga sus intenciones. Él está feliz con su llegada no solo por el amor que siente por él sino porque piensa que lo ayudará a tramitar su pena por la muerte de la madre. Pero depositar la felicidad en lo que puedan hacer otros tiene sus complicaciones.

Ese otro que creemos estar esperando (¡la felicidad!) podemos ser nosotros mismos en un futuro idealizado, consiguiendo algo que no tenemos, cambiando de vida.

En la película Un hombre diferente, un actor recién iniciado que tiene la cara deformada por una enfermedad inicia un tratamiento experimental para curarse. Mientras tanto, conoce a una dramaturga incipiente, su vecina. Él es un hombre inseguro, miedoso, asustadizo, creemos que producto de las malas experiencias vividas por su apariencia (burlas, insultos) cada vez que se asoma a la calle. El tratamiento funciona excepcionalmente bien y su rostro se ajusta a los cánones de “lo normal” y entonces decide empezar de cero, volver a nacer con esa nueva cara que lo inserta del lado integrado de la vida social. Cuando su exvecina quiere llevar al teatro una obra sobre la base de su vida anterior, se presenta al casting y lo gana, es la obra de su vida, para la que nació. También comienza una relación con ella. Todo lo que su rostro no le había permitido antes. ¡La felicidad, por fin! Sin embargo, las cosas se complican cuando aparece un nuevo personaje, otro hombre con un rostro también deformado, pero que pareciera llevarlo sin problemas. Es extrovertido, carismático, se hace lugar en el grupo de teatro, y finalmente le termina robando el papel y la chica.

¿Entonces el problema, lo que le impedía ser feliz, no era su rostro enfermo sino él mismo? ¿No era la sociedad que lo marginaba sino sus propias limitaciones? ¿Se puede concebir una sin la otra? La película nos muestra lo paradójico de la situación y parece decirnos que lo social no es tan determinante.

Pensar que ese que vuelve para salvarnos o eso que creemos que es lo que llevamos esperando toda la vida, lo que nos hará más felices o mejorará nuestra existencia, es lo mismo que pensar que se puede ser feliz como un logro personal.

De los seis a los dieciséis años, el historiador francés Ivan Jablonka pasó sus vacaciones en “autocaravana” en una combi Volkswagen con la que recorrió con su familia Estados Unidos y la cuenca mediterránea. En su recuerdo, esos veranos están bañados de sol, mar y naturaleza. “Es el momento de mi infancia en el que fui más feliz”, dice. Pero cuando indaga un poco más se da cuenta de que había una presión por ser felices. Su padre les gritaba “¡Sean felices!”, lo que él lee como una obligación por ser todo lo felices que ni su padre ni sus abuelos (que sufrieron la Alemania nazi) pudieron ser. Para que completaran esa falta.

Cuando pienso en presiones, se me vienen todas esas frases leídas o escuchadas por ahí: solo quiero que mi hija sea feliz, cinco claves para criar niños felices, quién quiere ser feliz.

En su libro La promesa de la felicidad, Sarah Ahmed indaga sobre los mandatos de felicidad cada vez más instalados, de la mano del consumo y de la industria del bienestar.

Desde 1972, dice, el gobierno de Bután mide la felicidad de su población, que se traduce en su cifra de Felicidad Bruta Interna. La felicidad como meta es parte de programas de gobierno. Recordemos también el Viceministerio para la Suprema Felicidad Social del Pueblo venezolano.

La búsqueda de felicidad sin duda está enriqueciendo a muchas personas, dice Ahmed. Yo leí “entristeciendo”. Porque hay algo de eso también. Cuando la felicidad es un imperativo, cuando hay que trabajar para alcanzarla, cuando hay todo tipo de recetas para llegar a ella y si no las cumplimos nos sentimos en falta...

Pero por qué hay que ser feliz, quién dijo que eso es lo que debemos buscar y, otra cuestión, de qué se trata alcanzar la felicidad. “Si de antemano se entiende que la felicidad es aquello que se anhela, difícilmente podamos aceptar que preguntarle a alguien cuán feliz se siente constituya una pregunta neutral. La misma no solo le pide que evalúe sus condiciones de vida, sino que las evalúe en función de categorías cargadas de valores”, dice Ahmed.

Además, la obligación de ser feliz suele estar asociada a ciertos modelos “correctos” o “normales” de vida y condena a quienes no encajan o se desvían de esos modelos.

Entonces, qué sacrificamos o qué estamos dispuestos a perder en busca de la felicidad. Y además, qué injusticias quedan sepultadas en esa utopía feliz que tiene a la buena vida como norte y al individuo como timonero empedernido. La literatura lo viene pensando hace siglos. Aldoux Huxley con su Mundo feliz es solo un ejemplo, cuyo título se lo debe a Shakespeare: “¡Oh, qué maravilla!/ ¡Cuántas criaturas bellas hay aquí!/ ¡Cuán bella es la humanidad! Oh, mundo feliz/ en el que vive gente así”.

Este es un contenido original realizado por nuestra redacción. Sabemos que valorás la información rigurosa, con una mirada que va más allá de los datos y del bombardeo cotidiano.

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