Hay algo en el deliberado silencio de Cosas pequeñas como esas, la novela y la película, que da en el corazón del duelo, la complicidad y el terror de tantos años, de siglos en verdad, porque las lavanderías funcionaron en diferentes formas desde fines del siglo XVIII. La información es esencial para restablecer identidades, dar una dimensión del desastre y gritar la violencia que sufrieron las mujeres y las niñas. Pero para hablar del horror y el dolor, la breve novela que ocurre durante la Navidad de 1985 en New Ross, County Wexford, ofrece una tensa devastación sensible. Sin embargo, tanto el final del libro como el de la película no resultan creíbles. La película resuelve mejor, y al decir esto no hay ninguna intención de contar el final. Solo apuntar que parece un sueño, la imaginación de ese hombre que vende carbón y quiere portarse como una buena persona pero tiene miedo de perderlo todo. Escribe Keegan: “Había muchos desafortunados en el pueblo y en los caminos rurales… Una manaña (Bill) había visto a un chico en uniforme escolar tomándose la leche del cuenco del gato, detrás de la casa del cura”. 

Es la década de Thatcher y sus coletazos golpean a Irlanda. Las hijas de Bill van a colegios de la Iglesia: él les vende insumos. ¿Qué pasará con ellas, tanto si habla como si calla? Cosas pequeñas como esas es un ensayo sobre la impotencia que no justifica, sino que expone y pregunta. “Eran tantas las cosas que se veían mejor cuando no estaban tan cerca”, piensa Bill, y hace un esfuerzo para ignorar lo que ya no puede dejar de ver. Esas chicas limpiando el piso en cuatro patas no lo dejan dormir. En el cine, con frustración insomne, los ojos límpidos de Murphy se preguntan sobre el precio de la indiferencia, y por qué casi siempre estamos dispuestos a pagarlo.

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