La democracia me esper como una novia Por Miguel Bonasso o1l17

Suelo llegar tarde a todos lados; tambin llegu tarde a la democracia. Recin pude regresar a la Argentina en marzo de 1988, cuando el gobierno de Ral Alfonsn ya llevaba cuatro aos e ingresaba en el ocaso. El exilio impuesto por la dictadura haba durado siete aos, los otros cuatro eran una yapa que deba a la teora de los dos demonios y a una causa judicial iniciada por los militares y continuada en tiempos civiles por el juez Miguel Pons y el fiscal Juan Martn Romero Victorica, un cazador de guerrilleros que luego se rejuntara con el finado Rodolfo Galimberti en el oscuro trmite judicial donde la familia Graiver tuvo que desprenderse de unos cuantos millones de dlares para devolvrselos a Jorge Born.
En esos cuatro aos de ostracismo prorrogado, mis hijos crecieron lo suficiente como para optar por quedarse en Mxico (donde continan), yo decid prolongar mi alejamiento del pas durante algunos aos y a mi primera compaera, Silvia, la nostalgia se le convirti en el cncer que la llevara a la tumba. Cuando regres con ella al pas, en aquella corta visita del 88, me sobresalt una noche el alevoso perfume de las glicinas: caminbamos por la calle Sucre y me volv para decirle a mi mujer en dialecto argenmex:
Estos hijos de la chingada nos robaron cuatro aos de vida.
Peor te hubiera ido si te metan preso como a (Ricardo) Obregn Cano fue su sensata respuesta.
Obregn Cano, el ex gobernador justicialista de Crdoba en 1973, se haba pasado cuatro aos en Devoto (igual que Osvaldo Lovey), por ser uno de los demonios a los que no le alcanzaron los beneficios de la Obediencia Debida y el Punto Final. Mi corto regreso se deba a los buenos oficios de mi valeroso abogado, el Negro Gidice Bravo, y a una campaa internacional, liderada por Gabriel Garca Mrquez, para que los jueces me otorgaran el beneficio constitucional de la eximicin de prisin que ya le haban otorgado en enero a Juan Gelman.
En 1985, durante una visita de Estado que Alfonsn hizo a Mxico, le pregunt cara a cara si crea que cualquiera de nosotros constitua un peligro para la renacida democracia. Me dijo usted no (porque seguramente me consideraba un demonio bastante amable y civilizado), pero explic que l haba asumido personalmente la decisin de juzgar a los comandantes y deba ser equitativo, repartiendo un gomazo judicial sobre el otro bando. No nos pusimos de acuerdo. Es curioso, creo no haber estado casi nunca de acuerdo con Alfonsn.
No estuve de acuerdo, por ejemplo, con su casa en orden y sus infaustas Pascuas, que mir de lejos, a siete mil kilmetros de distancia, arropado por ese Mxico agresivo y dulce como el higo de tuna. En aquella poca no haba Internet y mi nexo regular con el pas (amn de cartas y viajeros) eran los diarios. Durante mucho tiempo los clarines, que llegaban por Aerolneas dos veces por semana y me restituan el paisaje de Buenos Aires: sus lejanas ochavas y las nalgas porteas de Pampita, diseadas con justificada lujuria por el genio de Horacio Altuna.
Hasta que una tarde lluviosa de abril me lleg por Federal Express un paquete de fotocopias tamao tabloid alargado: el nmero cero de un nuevo diario que se iba a llamar inslitamente Pgina/12, al que me invitaban a sumarme. A partir de ese momento, aquel demonio herbvoro que era yo en aquellos aos pudo nutrirse de una nueva visin sobre la cotidianidad perdida, hecha de primicia y desparpajo, de informalidad coloquial para los ttulos, como gancho imprescindible para sumergirse en la seriedad de una informacin con valor agregado.
A partir de ese momento empec a mirar el pas lejano desde el atalaya de Pgina/12. Y el pas se acerc considerablemente. Adems, recuper la prosa de colegas y amigos con los que haba trabajado antes de la tormenta y sent la profunda emocin de encontrar mis propios artculos all, junto a los suyos. Era una manera de regresar, en letra de molde, a compartir el desayuno de los flamantes lectores. Un anticipo del retorno en carne y hueso. A poco de haber nacido el diario, me publicaron aquel controvertido reportaje al coronel Al Mohamed Seineldn que alguien an no identificable le haba hecho en un corto viaje a Mxico y me lo haba pasado para que fuera yo el que detonara la bomba. Entonces empec un nuevo dilogo con el terruo, que con los aos se hara rutinario: la comunicacin con las radios argentinas que ignoraban la diferencia horaria y me llamaban, alegremente, a las seis de la maana.
Hasta que un buen da, mucho tiempo despus, llegu a Ezeiza como en un sueo y la democracia que me haba perdido estaba all, esperndome, un poco ajada y trucha, pero con indudables encantos.