Esa noche Por Ernesto Tiffenberg 6t636m

Horas despus los caceroleros volvieron a sus casas borrachos de poder, calor y vagas esperanzas. Haban echado a un ministro y acorralado a un presidente. No saban que tambin haban conjurado los demonios del estallido social ni que estaba por comenzar la batalla por Plaza de Mayo.

El telfono del ministro, ese que slo conocan los realmente importantes, son justo a la hora en que el da empieza a deshilacharse. Mand el ejrcito, entends! Mandalo ya!, escuch el ministro. Tard en reaccionar pero, al recomponerse, slo balbuce incoherencias. Y segua balbuceando cuando el empresario, uno de los pocos que no necesita dar rdenes para que se cumplan, cort la comunicacin.
El empresario vive con su familia en una mansin del Gran Buenos Aires y estaba convencido de que las hordas iran por l. Los miserables, que todo el da haban corrido de un supermercado al otro despanzurrando gndolas, se preparaban para el asalto final. Despus de aos de humillacin silenciosa, esa noche, esa precisa noche del 19 de diciembre, haba llegado la hora de la venganza.
Cuando el ahora ex ministro lo cuenta la voz vuelve a balbucear. Sabe que poco antes Fernando de la Ra haba dictado el estado de sitio. Sabe que ya sumaban decenas los muertos en todo el pas, pero tambin sabe que en ese momento le parecan pocos, que crea que con la noche un ejrcito de sombras avanzara sobre los barrios de clase media y alta ubicados como enclaves de ocupacin en el territorio de la miseria. Saba que los guardias privados encargados de la defensa estaban armados y saba que entonces s, esa noche, todos conoceran la revulsiva experiencia del terror.
El entonces ministro saba todo eso. Pero no saba qu hacer para evitarlo.
En ese momento son la primera cacerola.
Curiosamente fue en un barrio alejado del centro, tanto, que cuando volvi a sonar el celular oficial ya haban pasado unos cuantos minutos. Ahora el sonido creca en todas las casas, se apropiaba lentamente de las calles y avanzaba en ola sobre Plaza de Mayo. El ministro slo pensaba en los ejrcitos de sombras y en su familia, tambin acorralada en el Gran Buenos Aires, y en los saqueos y en los muertos. As que el ruido de las cacerolas slo le produjo un arranque de furia. Tampoco saba que era justamente ese ruido el que evitara la masacre.
La gente se apoder de la noche. Tanto, que no qued espacio para los rumores, esos que anunciaban asaltos y carniceras. Dejaron de sonar los celulares de los ministros y la polica acuartel a sus hombres. Todo el escenario de la poltica qued ocupado por una multitud convertida en marea que desafiaba los demasiado familiares ritos de la muerte. Los gritos de protesta acallaron los de miedo y la postergada revancha se convirti en el recuerdo de algo que nunca ocurri.
Horas despus los caceroleros volvieron a casa borrachos de poder, calor y vagas esperanzas. Haban echado a un ministro y acorralado a un presidente. No saban que tambin haban conjurado los demonios del estallido social ni que estaba por comenzar la batalla por Plaza de Mayo.
En los calientes das que siguieron muchos soaron que esas fragorosas jornadas callejeras del 19 y 20 de diciembre renovaran de una vez y para siempre la poltica nacional. Que el que se vayan todos era algo ms que un grito de desesperacin por las ilusiones y los ahorros perdidos. Preferan ignorar que del miedo slo surge ms miedo, que la angustia no construye alternativas. Un ao y medio despus, esos sueos parecen quebrados. Los parasos artificiales se disuelven en sufridos purgatorios.
Pero esa noche el ruido de la gente tap el ruido de las armas y evit la excusa que esperaba ms de uno para desatar sus fantasmas. La conjura imposible que ahogara los restos institucionales en los desesperados reclamos de orden. Es cierto, esa noche no naci la Argentina soada, pero se evit que desbarrancara la tambaleante Argentina democrtica.
Nadie, nunca, podr decir que fue poco.