âSi la clase dominante ha perdido el consentimiento, o sea, ya no es âdirigenteâ, sino solamente âdominanteâ, detentadora de la mera fuerza coactiva, ello significa que las grandes masas se han desprendido de las ideologÃas tradicionales, no creen ya en aquello en lo cual antes creÃan. La crisis consiste precisamente en que muere lo viejo sin que pueda nacer lo nuevo, y en ese interregno ocurren los más diversos fenómenos morbosos. En este capÃtulo hay que situar algunas observaciones sobre la llamada âcuestión de los jóvenesâ, determinada por la âcrisis de autoridadâ de las viejas generaciones dirigentes y por el impedimento mecánico opuesto a quienes podrÃan dirigir para que no realicen su misión.â En esas lÃneas escritas por Antonio Gramsci cabe una década. El estribillo permanente y constante de una lejana desobediencia se reactualiza con la transparencia que pocas veces ofrece la historia. Una identidad moral construida a sangre y fuego se siente violentada por la paulatina construcción de una fuerza social cuya traducción material revierte dÃa a dÃa los postulados sobre los que se fundó el orden neoliberal, al que puso fin la crisis orgánica de la valorización financiera que estalló en diciembre de 2001. 1h4s47
No se trata de una mera cuestión económica. Se pierde en un ejercicio estéril quien lo aborde por el atraso cambiario, el control a la compra de dólares, la escasa competitividad que alegan los favorecidos por el terrorismo de Estado, el âpolémico Morenoâ o la traba a las importaciones. Lo que está en juego es ni más ni menos que la lucha por la hegemonÃa polÃtica, entendiendo por ésta no sólo el proceso constituyente por medio del cual una fracción social de la estructura económica tiene la potestad de universalizar sus intereses particulares, sino también expandiéndola a la normalización de una extensa diversidad de comportamientos sociales que sólo se vuelven observables cuando la profundidad de la confrontación alcanza los más recónditos rincones sociales.
No hay resquicio que deje de importar. Cada frase, cada gesto, cada iniciativa impulsada por quienes ejercen legÃtimamente el gobierno del Estado se decodifica en virtud de una extensa contabilidad que la derecha glosa, ante el público masivo de sus trescientas licencias, como un ataque a âla Repúblicaâ, âLa Democraciaâ, âLas Libertades Individualesâ y un sinfÃn de slogans publicitarios que se neutralizan solos, sin esfuerzo ajeno, en boca de las más diversas personificaciones del genocidio.
Y éste es el punto central: esos universalismos son los canales que nos conectan con la posibilidad de volver observable la crisis de una identidad moral que vive como una agresión la disputa por la conducción intelectual, polÃtica y moral de la sociedad. Una identidad propietaria y poseedora que, en pleno âconflicto con el campoâ, se expandió con la violencia material y simbólica que les está vedada a fracciones de las clases subalternas (y que incluso fuera traducida como gestos patrióticos de resistencia a la voracidad de un gobierno por hacer âcajaâ). Identidad moral cuya fuerza y vocación hegemónica alcanzó incluso a plasmarse en la adhesión mansa y obediente que concitaron en fracciones importantes de la izquierda ârevolucionariaâ.
A decir verdad, la crisis de hegemonÃa que con absoluta nitidez quedó cristalizada desde la 125 en adelante es inescindible de la crisis orgánica que provocó el estallido de la convertibilidad en diciembre de 2001 y que aún tiene un final abierto. Sin embargo, diciembre de 2001 produjo una grieta en la hegemonÃa neoliberal al escindir el funcionamiento objetivo del orden social capitalista de las múltiples determinaciones individuales sobre las que se pretendió instalar una responsabilidad absoluta en el destino de cada quien. Golpe directo al plexo epistemológico del neoliberalismo, difÃcilmente reversible por el momento: el capitalismo se rige por leyes que es mejor enfrentar colectivamente antes que de forma individual y el gobierno del âEstadoâ es el espacio estratégico por antonomasia para traducir esa certidumbre en acciones concretas. En tal sentido, el paulatino tránsito de la noción de âasistencia socialâ a âderechos adquiridosâ configura un nuevo entramado social que pone de relieve un salto cualitativo en la disputa contra los postulados del neoliberalismo. El latiguillo clasista del âclientelismo polÃticoâ no hace más que poner en palabras la angustia de los neoliberales ante los evidentes signos de una hegemonÃa resquebrajada.
La recomposición paulatina, permanente y constante de los poderes colectivos expropiados por la iniciativa genocida puso en crisis la democracia tutelada que sufriera en carne propia el amnésico alfonsinismo. Resignado, uno de los principales escribas de la derecha le extendió su certificado de defunción en una de sus últimas columnas dominicales. Este aspecto constituye uno de los ejes estructurantes para comprender cuál es el centro de gravedad de los modelos de paÃs contrapuestos en el debate público actual. La construcción de una territorialidad social que se fue edificando pacientemente desde la recuperación de la iniciativa estatal, intentando independizarla de los poderes fácticos y confrontando con éstos, traduce no sólo la voluntad polÃtica de construir una nueva fuerza social, sino de expresarla materialmente a medida que se avanza. Como nadie, la derecha sabe que el âEstadoâ es el estado de la correlación de fuerzas y que la lucha por la hegemonÃa trasciende holgadamente el terreno de la estructura económica y de las traducciones automáticas que de allÃ, supuestamente, se derivan en el misterioso mundo de las superestructuras. Y como nadie, recuerdan que el punto de partida fue el impulso de la polÃtica de Memoria, Verdad y Justicia
* Investigador del Conicet/Gino Germani (UBA)
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