Acercarse a la obra de un escritor que acaba de morir, para homenajearla, como una obligación socialmente instalada, parece tan injusto como su muerte misma. Tampoco puede invocarse el âjuicio de la historiaâ para llegar a una valoración: lo justo serÃa no tanto valorar como dialogar y en el momento oportuno, no cuando ya no hay interlocutor. Pero tampoco puede uno negarse a una especie de deseo de saber sobre el que acaba de morir si, como es el caso, lo conoció, lo trató, fue su amigo y, por añadidura, está más o menos obligado por comunidad de prácticas, por ser también escritor y, en consecuencia, supuesto emisor de un juicio útil. Es mi caso y, en la circunstancia, puedo omitir la parte de la historia personal, encuentros e imágenes, empresas en común, para recuperar esa zona de diálogo que por suerte pude llegar a tener con Carlos Fuentes. 1m3b3s
En dos ocasiones escribà sobre sendos aspectos de su obra, aunque lateralmente debo haber hecho algo en cursos de literatura sobre La muerte de Artemio Cruz y Aura, que me siguen pareciendo sus libros más vanguardistas y más compactos y unitarios. Uno de esos aspectos era su relación con el cine, el otro su largo ensayo titulado âEl espejo enterradoâ. Ambos escritos permanecen inéditos: el primero no sé dónde está, el otro lo conservo y una copia debe estar entre los papeles que él dejó. Era una carta en la que intentaba comentar ese ensayo-resumen de una larga y trágica historia, no de la identidad sino del âserâ latinoamericano, motivo de permanente inquietud e interrogación.
Releo la carta, de 1998, nada menos, y lo que redescubro en ese libro me parece cada vez más significativo. En realidad me gustarÃa publicarla entera pero ahora sólo podrÃa destacar un punto: cómo desde una experiencia de narración, variada y prolongada, con una fe inconmovible en las virtudes reveladoras de eso que se llama ânovelaâ, Fuentes logró en ese libro revitalizar lo que el discurso de los historiadores y politólogos fue apagando durante décadas. Y no es sólo que puso en movimiento un saber fáctico, de la remota Contrarreforma a la ominosa conquista o de la presencia ineludible del espÃritu de la lengua española en la latinoamericana, sino una competencia teórica, un saber que podrÃa llamar moderno, agilizado por una inteligencia incesante y renovada.
Sentà al leerlo, y al reflexionar sobre eso, que no es inútil que los escritores se vuelquen a la historia y a la polÃtica pero no desde declaracionismos vacuos sino desde el propio instrumento, desde un irrenunciable ser escritor. Eso hizo Fuentes y haber podido decÃrselo en su momento me gratifica.
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