Desde Cannes 27g65
Desde hace ya más de una década, Cannes Classics es una sección del festival dedicada a volver a poner en valor grandes tÃtulos de la historia del cine, que reaparecen en versiones restauradas. Este año, entre muchas otras, están en la Salle Buñuel del Palais des Festivals, desde Charulata (1964), de Satiajit Ray, hasta Grupo de familia (1974), de Luchino Visconti, junto con films de Yasujiro Ozu, Alain Resnais y Jerry Lewis, que llegó especialmente al festival para una función en su homenaje de El terror de las chicas (1961), llevada a cabo anoche al aire libre, en la pantalla al borde del mar del Cinéma de la Plage. Pero hay otro cine al que se denomina âclásicoâ y que se sigue haciendo hoy en dÃa. Es aquel que âcontra la fragmentación del relato que impuso la modernidadâ suscribe un paradigma establecido esencialmente durante el perÃodo de oro de Hollywood y que institucionalizó un modelo en el cual todos los elementos de un film se subordinan a la narración. En este sentido, tres films eminentemente clásicos aparecieron en el último tramo de la competencia oficial de la edición número 66 del Festival de Cannes.
El más original, el más brillante y âparadójicamenteâ también el más moderno, por su manera de adscribir al modelo clásico desde una lectura eminentemente contemporánea, es Michael Kohlhaas, del director francés Arnaud des Pallières, en su primera aparición en concurso en una de las grandes ligas internacionales, a pesar de tener una importante obra previa tanto en el campo de la ficción como en el del documental. Basado en la novela homónima de Heinrich von Kleist, con un elenco notable encabezado por Mads Mikkelsen, Bruno Ganz, Sergi López y Denis Lavant, Michael Kohlhaas es el ejemplo de cómo hacer cine de época en las antÃpodas de la pelÃcula-museo, un film capaz de narrar episodios de un pasado remoto y hacerlos respirar como si se tratara de tiempo presente, a la manera de un documental del siglo XVI.
Personaje de estatura legendaria, Kohlhaas, un importante mercader de caballos vÃctima de una terrible injusticia por parte de los últimos señores feudales que todavÃa dominan su territorio, se levanta en armas, convirtiéndose en un enemigo de la sociedad. No quiere tomar el poder, aunque está en condiciones de hacerlo: lo único que busca es justicia, reparar una falta, aunque en ello se juegue su vida y la de su familia. Esa madera noble de la que está hecho Kohlhaas, esos principios y esa dignidad esencial que informan todos sus actos, son también, por supuesto, los del héroe clásico. Y con la imponente presencia como protagonista del danés Mads Mikkelsen (una suerte de Clint Eastwood nórdico), el director filma su historia como si fuera el mejor de los westerns: con grandes planos generales, con una atención especial por el paisaje y por los animales y con un concepto de hogar que tiene la impronta del cine de John Ford. Basta con ver la manera en que enfoca a su héroe a contraluz bajo el vano de la puerta de su casa o cómo se presenta frente a la tumba de su esposa para que toda la estética fordiana vuelva a cobrar vida de la mejor forma posible.
Por el contrario, es paradójico que un director eminentemente clásico como el estadounidense James Gray, que ha hecho todo un culto de la herencia del mejor cine de su paÃs, reaparezca ahora en el concurso de Cannes con un film que, sin traicionar esa impronta, se inscribe en cambio en la esfera del melodrama decimonónico europeo, desde DâAnnunzio a Puccini. Se trata de The Inmigrant, su tercer largo consecutivo en competencia en la Croisette después de La traición (2000), Los dueños de la noche (2007) y Los amantes (2008), films todos que lo instalaron como el secreto mejor guardado del cine estadounidense, en la medida en que su cine es tan esquivo al éxito de boleterÃa como al reconocimiento masivo de la crÃtica, que solamente parece apreciarlo incondicionalmente aquà en Francia.
Un poco en la lÃnea que ya habÃa inaugurado en Los amantes, donde dejaba atrás el mundo de la mafia y la familia (o la familia como mafia) para narrar una compleja, dolorosa historia de amor, ahora en The Inmigrant Gray se sumerge de lleno en la tragedia romántica. Hay un triángulo condenado en el centro de esta historia y sus vértices son una inmigrante polaca recién llegada a Nueva York (Marion Cotillard), el proxeneta que se enamora de ella y la ayuda a establecerse en la ciudad (Joaquin Phoenix, actor fetiche del director) y un ilusionista que pretende rescatarla de la perdición y llevársela con él a California (Jeremy Renner). Casi de más está decir que sus destinos están tan entrecruzados como malditos.
Es una pena, sin embargo, que asà como Gray conseguÃa imbuir de una impresionante densidad trágica a pelÃculas que en su superficie podÃan parecer simples policiales (una confusión que sufrió más de una vez aquà en Cannes, donde fue abucheada la espléndida Los dueños de la noche), aquà en The Inmigrant, con materiales más afines, no consiga aquella clase de profundidad. Es como si âa diferencia de Michael Kohlhaasâ la reconstrucción de época y el preciosismo por el detalle y la fotografÃa lo hubieran distraÃdo de lo esencial, hasta perderse en la frontera entre lo auténticamente clásico y lo meramente académico. Tampoco lo ayuda Marion Cotillard, una actriz sobrevalorada si las hay, en la que siempre se ve antes el esfuerzo de composición que al personaje.
A su manera, Nebraska, la nueva pelÃcula del estadounidense Alexander Payne, también se suma a un modelo clásico, en este caso el de la road movie, un género que el director de Los descendientes ya habÃa explorado en Las confesiones del señor Schmidt, estrenada aquà en Cannes hace una década y con la que tiene más de un punto de o. Si el vacÃo de la jubilación empujaba al señor Schmidt a emprender un largo viaje para reencontrarse con su hija, aquà el anciano Woody Grant se escapa una y otra vez de su casa para ir a cobrar un hipotético premio millonario en su ciudad natal, hasta que su hijo menor decide acompañarlo, en una travesÃa que resultará reveladora para ambos.
Y si Schmidt era Jack Nicholson, aquà Woody Grant es su amigo Bruce Dern, otro icono de la generación del Nuevo Cine Norteamericano de los años â70, al que ahora Payne parece mirar con cierta nostalgia. Tanta como que decide filmar en blanco y negro esas rutas interminables, esas granjas derruidas, esos pueblos fantasma que van apareciendo frente a los ojos perplejos de ese viejo testarudo, como si en cada kilómetro recorrido fuera encontrando fragmentos de un pasado que ahora va reconstruyendo al mismo tiempo que reencuentra, finalmente, la relación con su hijo.
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