Conocà a Felipe Pino en la Escuela Nacional de Bellas Artes Manuel Belgrano. Era 1969, y ambos habÃamos ingresado ese año. La escuela funcionaba en una antigua casona porteña, la cual se decÃa que pertenecÃa a la familia Lanusse. TenÃa una enorme recepción que se continuaba en un salón, tapizado del piso al techo con una impresionante boisserie, convertido en salón de actos. Al fondo se extendÃa un gran patio, donde nos juntábamos los recién llegados y los veteranos, mirándonos de lejos. El ambiente correspondÃa bastante a la idea que tenÃamos en esa época, tan vital y turbulenta, de la transgresión y la bohemia. Pero Pino no era bohemio, o al menos no encajaba con esa imagen, ni tampoco con muchos de los ejemplares de la clase media más acomodada que estudiaban arte en esa época. Pino era, como muchos de nosotros, un tipo de barrio, insólitamente de pelo corto (¿o escaso?), bastante prolijo y formal para los parámetros tácitos de ese contexto mezcla de hippy y concheto, pero nada tÃmido, ni excesivamente serio, sino más bien pÃcaro. Asà lo recuerdo yo, parado ahÃ, en la escalera del patio, más alto que el promedio, con silencios socarrones, la mirada siempre filosa y un tanto taciturno en medio del recreo ruidoso. Un Pino siempre proclive al guiño cómplice como a la charla ocasional, y perfectamente dispuesto, apenas uno entraba un poco en confianza, a poner en marcha un surreal sentido del humor, que hoy sigue cultivando con la misma intencionada proclividad al absurdo. Muchos de esos atributos iban a nutrir su innato y arrollador talento pictórico con una agudÃsima capacidad de observación para la sátira, la ironÃa e incluso para la invectiva más frontal. A lo cual habrÃa de sumársele la severidad programática y el recelo militante ante cualquier atisbo de superficialidad para concebir la manera de ser de su pintura. h6r4k
A muchos de nosotros, Pino incluido, el limitado academicismo de la escuela nos servÃa sólo muy parcialmente; lo escasamente provechoso dependÃa de la sapiencia y las ganas de determinados profesores (AÃda Carballo, Svanascini, Pécora, Domingo Bucci, Horacio March) y no de la dudosa utilidad de los planes de estudio. Quien más, quien menos, todos éramos aparentemente dóciles (menos Jorge Gumier Maier, quien tejÃa al crochet en plena clase de pintura, o Carlos Moreira, que escribÃa poemas escondido entre los tableros), pero querÃamos dibujar y pintar cualquier cosa, menos lo que se dictaba en la escuela, sin importarnos el hecho evidente de que sabÃamos poco y nada.
Pino pintaba todo el tiempo y, como se sabe, se ganaba la vida como empleado del Banco Municipal, en la sección Ventas y Remates. Oportunamente nos contarÃa cómo habÃa podido ver de cerca, Ãntimamente, teniéndolos en las manos, los cuadros de grandes maestros de la pintura argentina que, de cuando en cuando, llegaban al banco, y que le aportarÃan el gigantesco aprendizaje que implica el o directo, mejor dicho, el contagio a partir de la proximidad con la pintura, ese ritual que entrena la sensibilidad, multiplica la pasión y que hace que se empiece a pintar tratando de imitar, o incluso copiar, las maneras de los maestros, y no tanto los motivos o los temas.
AsÃ, quizás inadvertidamente, Pino fue conformando un inconfundible estilo; un estilo que lo hizo un grandÃsimo pintor, arrebatado, acuciado por la pintura de otros grandes. Esos modelos iniciáticos, entre los cuales hay que incluir a su mentor y maestro fundamental, Manuel Alvarez, serÃan sus primeros estÃmulos, en una suerte de preámbulo a la relación que enseguida establecerá Pino con el universo de los objetos que lo rodeaban en su trabajo, relación que va a exceder largamente el mero ejercicio de catalogarlos y tasarlos, para convertirlos en un punto crucial de su imagen pictórica.
En esa época, todo estudiante de Bellas Artes que quisiera aventurarse a mostrar algo se encontraba con opciones muy reducidas y difÃcilmente accesibles. HabÃa muy pocas galerÃas, casi no existÃan los llamados âlugares alternativosâ, y eran contados los premios y salones donde un principiante podÃa presentarse. Consecuentemente era muy importante mostrarle al compañero lo que hacÃamos, porque esa respuesta crÃtica nos servÃa de guÃa, de tutela, de enseñanza. En ese aspecto fundamental, e ininterrumpidamente desde ese momento, Pino ha sido para muchos de nosotros una verdadera usina, un ejemplo intachable, pero no sólo de prácticas y saberes pictóricos. Sin ninguna pretensión ni verborragia, desde la tácita pedagogÃa de su pintura, Pino ha enseñado cómo y por qué se pinta, pero además, y muy centralmente, ha señalado el aspecto ético del problema.
Cuando vi por primera vez la pintura de Pino, tuve la extraña, la inexplicable certeza de que él habÃa logrado darle existencia palpable a algo tan hipotético o improbable como eso que se llama el color justo. No se trataba aquà de la elección cromática de quien ensaya con mayor o menor pericia el oficio sino del surgimiento, de la invención de un color que es como una cosa, algo fÃsico, material, indiscutible, y además tan intenso como inclasificable. Sus cuadros se imponÃan con apabullante naturalidad, estructurados con equivalente simpleza âla abstracción del Pino de los comienzos era de muy sencilla geometrÃaâ y pintados con económico equilibrio. Se los advertÃa como sumamente trabajados, no tanto en la supremacÃa de la pincelada sino justamente en el esfuerzo para que ella no se notara, salvo en la modulación más discreta. Es palpable el celo del pintor en los pasajes que lo obligan a sostener la homogeneidad del mismo color en un extendido sector, de manera tal que el ritmo, la profundidad y el efecto espacial dependan de un contrapunto entre lo cromático y lo compositivo, y no de lo matérico. En sus primeros ensayos de naturalezas muertas, los volúmenes parecen haber quedado reducidos a un mero contorno, instalados sobre un plano de apoyo ahora rebatido, en un efecto que reaparecerá con todo vigor en el Pino de los â90, cuando se lance al inédito tratamiento de personajes y escenas. (Espacio de Arte de la Fundación Osde, Suipacha 658, hasta el 21 de julio.)
* Dibujante. Curador de la muestra. Fragmento del texto del catálogo.
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