Es amada y odiada con igual intensidad. Es celebrada y maldecida a diario por unos y otros, incluso por los mismos televidentes que pasan de un sentimiento a otro con una diferencia de cinco minutos. Es compañera fiel de pasados personales, y también colectivos. Es entretenimiento y memoria. Es reflejo de lo social, y constructora de realidades. Es el pasaje gratuito que todos tienen âbotón medianteâ para ingresar a mundos inimaginables. Hace reÃr y llorar, emociona y enoja, indigna y divierte: todo junto, revuelto y sin anestesia. Es âcaja bobaâ y generadora de conciencia. Sorprende y repite, promete y desilusiona, entretiene y aburre, transmite optimismo y pesimismo. Es niñera electrónica y formadora de opinión,; brillante y basura. Es el pariente electrónico que todos comparten, que iguala más allá de cualquier diferencia económica, cultural, polÃtica y/o social. Es simplemente la tele, ese aparato que tantas contradicciones genera, ese mundo incomprensible que se cuela en cada casa, de un misterioso sabor al que nadie puede resistirse. La tele cumple hoy seis décadas de vida, una fecha redonda por la que vale la pena festejar. Aún cuando a diario se crea que el zapping infructuoso haya sido, otra vez, una pérdida de tiempo. 5n492h
La historia es conocida por todos: el 17 de octubre de 1951, en el sexto aniversario de la lealtad peronista, la Plaza de Mayo rebosaba de gente. La celebración tenÃa un aditamento: tras el renunciamiento histórico del 22 agosto, Evita volverÃa a estar frente al pueblo y, si su deteriorada salud se lo permitÃa, les hablarÃa a sus fieles. Luego de las palabras de José Espejo, secretario general de la CGT, y del presidente Juan Domingo Perón, Evita finalmente tomó el micrófono y dio un discurso que iba a quedar grabado por siempre en la historia argentina. No sólo por aquello de que ella no valÃa ni por lo que habÃa hecho, ni por lo que era ni por lo que tenÃa, sino que su valor residÃa en el amor por el pueblo y por Perón. Iba a pasar a la historia, también, porque esas palabras quedaron registradas por las tres cámaras que desde un balcón del Banco Nación comandaban Enrique Telémaco Susini, Jaime Yankelevich, Adolfo Agromayor, Gerardo Noizeaux y Oscar Orzábal Quintana, el grupo de âlocosâ que con la transmisión de ese acto inauguraron las emisiones televisivas en argentina.
De aquel primer ensayo que casi pasó inadvertido para la prensa de la época, en noviembre llegarÃa la inauguración oficial de TV LR3 Radio Belgrano (más tarde Canal 7), con una programación diaria de pocas horas basada en informativos, la presencia en pantalla de actores y músicos haciendo lo suyo y algunas transmisiones deportivas. Como todo nuevo medio, la TV era mirada con desconfianza y recelo por muchos artistas de la radio y el cine, quienes sospechaban que su llegada representaba la declaración de su sentencia de muerte. Recién con el paso del tiempo y la mayor familiaridad con la novedad audiovisual, locutores, actores y directores de radio y cine comprendieron que la tele, además de inevitable, era una opción más de entretenimiento que tardarÃa en consolidarse. Un medio que, de todas maneras, cambiarÃa las costumbres sociales de la alta sociedad de la época, que ya no tendrÃan que salir de su casa para ver a sus artistas y a sus espectáculos favoritos.
âEn los años cincuenta, fue puro candor y descubrimiento: el tiempo de los pioneros y todo por hacer. En los sesenta se convirtió en una industria pujante y en una actividad espejo de la entonces muy sólida clase media urbana. En los setenta se cansó de tropezar hasta lastimarse duramente: primero perdió sus valores y su rentabilidad, luego perdió sus dueños y el Estado no supo qué hacer con ella. Para colmo, la muerte se agazapó detrás de su programación pasatista y sus noticieros desangelados. En los ochenta, sin embargo, las cosas mejoraron: tras ser la principal propaladora de una guerra inconcebible, con el sol de la democracia renació y recuperó sentido, aunque se mantuvo siempre con altibajos. En los noventa restañó las viejas heridas, intentó recuperar su perfil de industria y, como el resto de la sociedad, creyó que vivÃa en el primer mundo. Pero no: vivÃa en la Argentina y el siglo XXI recortaba su ominoso horizonte de negros nubarrones.â Asà describe el libro Estamos en el aire (Emecé) el derrotero de la televisión argentina desde sus inicios hasta entrado el siglo XXI, en una sÃntesis a la que habrÃa que agregarle las luces y sombras que en estos últimos años marcó a la pantalla chica local.
Supeditada históricamente a los vaivenes polÃticos, sociales, culturales y económicos del paÃs, la televisión argentina llegó a las seis décadas de vida en pleno proceso de transición. El desembarco masivo de Internet y el acelerado progreso de la cultura digital están condicionando su funcionamiento, a la vez que el desarrollo tecnológico le aporta de un sinfÃn de herramientas para renovarse y no morir en el intento. Porque si bien transita por un evidente y necesario proceso de adecuación a los nuevos consumos culturales, lo cierto es que la TV mantiene el rol de medio de comunicación masivo por excelencia, alcanzando a más del 98 por ciento de los hogares, según estudios recientes. En tiempos de información veloz y multiplicidad de medios, aún persiste el acto reflejo de encender la tele ante un hecho de relevancia social, para corroborar su veracidad, para saber qué pasó. La tele, más que la radio, forma parte de la cotidianidad de cualquier familia. Apagada o encendida, la tele siempre está presente. En cualquier hogar.
Hay que decir que sus virtudes hacen que muchas veces no se la valore como se deberÃa: por estar al alcance de la mano y por su concepción gratuita, la TV suele ser menospreciada en su valor cultural, por propios y extraños. Un error, dada su incidencia y penetración. Si bien la TV no debe educar (o no debe ser ésa su única finalidad), la realidad es que lo hace en continuado con aquello que muestra, dice y omite. ¿O, acaso, alguien cree que los ministros de Cultura, como quiera que sea su gestión, tienen mayor influencia sociocultural que la TV? La pantalla chica es ây seguirá siéndolo por mucho tiempoâ el medio más influyente a la hora de imponer temas en la agenda pública y construir sentidos. Probablemente sean los diarios los que marquen la âagenda settingâ, aquellos temas sobre los cuales la gente habla, pero es la TV la que masifica esa agenda y termina por condicionar lo que se habla en la calle, en los bares y en cualquier evento social.
La década del sesenta fue, sin dudas, la época de oro de la TV: la adquisición masiva de televisores y la definitiva aceptación de los artistas a participar en ella la convirtieron en una industria frondosa. Fue el momento en que la televisión pasó a ser simplemente âla teleâ. De los dorados años sesenta a la actualidad, muchas cosas han cambiado y muchos artistas, programas y modas han pasado por la pantalla chica. A grandes rasgos, hoy se puso de manifiesto cómo el valor artÃstico perdió lugar ante la voracidad comercial. El resultado se antepuso al contenido y la forma, la búsqueda y la experimentación: son pocos los que siguen pensando el contenido televisivo como un hecho artÃstico. En la actualidad, los vaivenes del rating digitan forma y contenido con la arbitrariedad y ceguera de quien es venerado por sobre cualquier otro aspecto. La tele, rehén de ese sistema comercial, se convirtió asà en una caja cerrada de espejos que se refleja a sà misma: la proliferación de programas de archivo y magazines hacen creer a menudo que la realidad es lo que sucede dentro de la pantalla, no lo que pasa afuera. La tele pasó a ser âlaâ realidad. Un cÃrculo vicioso centrÃpeto del que con el paso del tiempo se hace cada vez más complejo quebrar, modificar. Y a medida que se desarrolla construye una audiencia hipnotizada por ese esquema, educada bajo la premisa del shock, el golpe de efecto, los impulsos electrónicos, disminuyendo la capacidad de reflexión del que está del otro lado. La Ley de Servicios de Comunicación Audivisual intentará quebrar esa tendencia, sumando nuevas voces que hasta hace poco no tenÃan lugar.
De la difusión artesanal del teatro y los conciertos, de la mera concepción artÃstica de sus comienzos, la TV pasó âseis décadas despuésâ a instalar una peligrosa lógica del escándalo en sus contenidos. Reflejo de la sociedad o constructora de lo social, lo cierto es que cada vez son más los ciclos que utilizan la miseria del ser humano en función del escándalo que garantice audiencia. Una lógica antes despreciada, o en todo caso periférica, que de un tiempo a esta parte es medular en la TV argentina, plasmada en el prime time. La TV ya no refracta aspiración inalcanzable: devora el anhelo popular de ser parte de ese ghetto privilegiado bajo la (falsa) premisa de lo posible. Si antes la tele era un fantasioso horizonte aspiracional, el espacio vedado a los ciudadanos comunes, hoy la búsqueda de lo bizarro y el escándalo borraron cualquier frontera y misterio. Los televidentes forman parte de un medio que los usa y los expulsa según necesidades y conveniencias. Hoy, hay casi más âfamososâ que artistas en pantalla. Todo un sÃntoma.
El ingreso en la tercera edad demuestra, también, la enorme capacidad creativa de quienes hacen televisión en Argentina. Sus recursos humanos son reconocidos en todo el mundo por su practicidad para, con escasos recursos, lograr contenidos de calidad visual y narrativa envidiables. El nivel de la producción de ficción es un ejemplo paradigmático. Aun cuando los guiones no parecen estar a la altura de la producción: sea porque el mercado publicitario es tan pequeño que los programas se estiran más de la cuenta o por impericia, salvo festejadas excepciones el guión aún es una deuda pendiente, que la industria deberá comenzar a valorar. Buenos guionistas hay: el problema es el lugar que los autores tienen y el tiempo que la industria les da para trabajar las tramas. No es casualidad que los productores hayan incrementado su importancia en desmedro de los autores, ni que cada vez se hable más de las mediciones de rating que de las tramas. El negocio televisivo venció a la inquietud artÃstica.
Sesenta años después de su primera transmisión, la TV argentina resiste tempestades externas e internas, desnudando evidentes virtudes y defectos. En blanco y negro o a color, en formato de pantalla 3:4 o 16:9, a tubo o LCD, de aire o paga, analógica o digital, la tele sigue maravillando a los televidentes como aquel primer dÃa, llevándonos las más variadas historias a la mesa de nuestras casas. Aunque a veces, muchas veces, den ganas de apagarla, la tele siempre está.
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