En 1938, el quÃmico Roy J. Plunkett trabajaba en los laboratorios Du Pont, empeñado en obtener nuevas sustancias refrigerantes a partir del freón. Estaba realizando pruebas con tetrafluoroetileno (TFE) gaseoso, cuando su ayudante le advirtió que el gas habÃa dejado de fluir hacia la cámara de ensayo, pero habÃa dejado un sedimento blanco en el fondo de los cilindros donde se almacenaba. Al parecer, la sustancia habÃa polimerizado espontáneamente. El polvo resultó ser una sustancia inerte ante todos los solventes y ácidos de que disponÃa el laboratorio. Plunkett acababa de inventar (¿o descubrir?) el Teflón (TFE). Du Pont se apresuró a patentarlo y puso en marcha un gran negocio. 5g3z12
A comienzos de los años â40, Georges de Mestral, un ingeniero suizo entonces muy joven, tenÃa la costumbre de hacer largas caminatas por el bosque en compañÃa de su perro. El único inconveniente era que después del paseo tenÃa que perder un buen rato desprendiendo del pelo del animal y de su propia ropa las hojas de una maleza similar a esa que aquà conocemos como âabrojoâ. De Mestral observó la planta al microscopio y vio que las hojas terminaban en formas ganchudas que les permitÃan aferrarse al tejido y al pelo. Se le ocurrió que con ese principio podÃan fabricarse cierres para la ropa. Le llevó ocho años desarrollar la idea, pero en cuanto pudo disponer de un material como el nylon, produjo dos tiras, una con bucles y otra con ganchos, que se unÃan de manera bastante resistente. HabÃa creado el cierre Velcro, que aún puede verse en muchas de nuestras prendas.
El adhesivo que los quÃmicos conocen como cianoacrilato, y al que familiarmente llamamos âla gotitaâ, fue descubierto dos veces por la misma persona: el Dr. Harry Coover. La primera vez fue durante la Segunda Guerra Mundial, cuando Coover estaba tratando de desarrollar un plástico ópticamente claro para la mira de las ametralladoras, y la segunda ânueve años más tardeâ, cuando buscaba un polÃmero resistente al calor para poner en las ventanillas de los jets. En ambos casos, el producto resultó excesivamente pegajoso, y las dos veces le arruinó un par de costosos anteojos. La primera vez apenas hizo renegar a Coover, pero cuando le volvió a pasar se le ocurrió que eso podÃa comercializarse como adhesivo. Para 1958 apareció en el mercado, y sigue estando.
Dos productos adhesivos más uno que no tolera las adherencias podrÃan dar lugar a un chiste fácil sobre gente que âla pegóâ casi sin proponérselo. En los tres casos se trata de descubrimientos con valiosas aplicaciones comerciales, que aparentemente nacieron del azar.
Casos como éstos pertenecen a toda una familia de âinventosâ o âdescubrimientosâ que se explican más por una afortunada casualidad, que por la rigurosa aplicación de un método o tan siquiera una búsqueda sistemática de resultados.
A la misma familia de hallazgos inesperados pertenecen muchas otras tecnologÃas, entre las cuales podemos mencionar la goma vulcanizada, los vidrios de seguridad, el celuloide, el celofán y el neoprene. Hasta la dinamita, que hizo sentirse culpable a Alfred Nobel tras la muerte accidental de su hermano, y lo indujo a crear los famosos premios.
Descubrimientos como éstos también es posible encontrarlos en el campo de las ciencias de la salud. El más conocido debe ser el descubrimiento de la penicilina que hizo Fleming, cuando se puso a analizar un cultivo que habÃa enmohecido. Con eso abrió la puerta a los antibióticos, que salvaron millones de vidas. Pero el LSD-25, que contribuyó a arruinar muchas otras vidas cuando puso en marcha la carrera de las drogas, también nació de un descubrimiento fortuito del quÃmico Hoffmann.
El uso de la aspirina como anticoagulante y el empleo de la quinina para combatir la malaria se debieron a golpes de suerte. El mismo origen tuvieron la insulina, el Papanicolau, los rayos X y hasta esos pilares del erotismo posmoderno que son el Viagra y el bótox.
A primera vista, hallazgos como éstos escapan a cualquier racionalidad que no sea la de las probabilidades. ParecerÃan equivaler a esos golpes de suerte que ocurren en los juegos de azar. Asà como hay gente que acierta a la ruleta o la loterÃa, hay otros que sin proponérselo descubren nuevos materiales y medicamentos salvadores o hacen avances significativos en la ciencia básica.
Para este tipo de circunstancias se ha propuesto el pintoresco nombre de âserendipiasâ. Pero no todos los que lo usan están de acuerdo en cuanto al alcance que se le pueda dar al concepto, según las distintas epistemologÃas.
En los mapas antiguos, donde China era Catay y Japón se llamaba Cipango, Serendip era el nombre de esa isla que luego se llamarÃa Ceilán y hoy conocemos como Sri Lanka.
Un cuento tradicional persa, conocido en Europa desde el siglo XVI, narraba la historia de tres prÃncipes de Serendip a quienes su padre, el rey de la isla, habÃa enviado a Irán en misión comercial.
Los tres serendipitanos eran tipos de suerte. Una suerte tan increÃble que les permitÃa salir airosos de todos los problemas, porque las soluciones se les aparecÃan sin que las buscaran.
Un dÃa que se propusieron ayudar a un hombre que habÃa perdido un camello, fueron capaces de dar tantos datos sobre el animal que el campesino pensó que ellos eran quienes lo habÃan robado y los hizo meter presos. Sin haberlo visto nunca, sabÃan que era tuerto y cojo, que le faltaba un diente y que lo conducÃa una mujer embarazada.
No sé cuál fue la intención que tuvo el autor de la historia, pero cualquiera dirÃa que los tres prÃncipes no eran tipos suertudos sino grandes detectives: ¡podÃan haber sido los antepasados de Sherlock Holmes! Analizando los pocos indicios con que contaban, inducÃan (o deducÃan, como hubiera dicho el doctor Watson) que el camello, por ejemplo, era ciego de un ojo porque habÃa comido el pasto de un solo lado del camino.
Nada de eso es suerte. Por el contrario, se dirÃa que es el producto de la observación y del método. Pero por esas vueltas de la literatura, los tres prÃncipes de Serendip quedaron como unos afortunados jugadores y nunca se volvió a hablar de ellos.
El primero que usó la palabra serendipity en el sentido de âcasualidad afortunadaâ fue el escritor Horace Walpole, en una carta donde le contaba a un amigo que habÃa encontrado, en el lugar menos pensado, un grabado que andaba buscando desde hacÃa tiempo.
Un siglo más tarde, el sociólogo Robert K. Merton descubrió la palabra por casualidad en el diccionario de Oxford y la adoptó desde entonces para designar a los descubrimientos fortuitos de la ciencia.
Llevando las cosas un poco más lejos, recordemos que cuando Kekulé soñó con una serpiente que se mordÃa la cola y formaba un anillo, al despertar se le ocurrió que asà podÃa representarse la fórmula del benceno, con el cual le hizo dar un gran paso a la quÃmica orgánica. ¿Es legÃtimo afirmar que la quÃmica de los hidrocarburos nació de un sueño, o más bien habrá que decir que el sueño fue la circunstancia que permitió culminar un razonamiento?
Del mismo modo, el dÃa en que ArquÃmedes salió corriendo de los baños públicos de Siracusa gritando â¡Eureka!â porque habÃa descubierto el principio hidrostático, habÃa tenido la suerte de descubrir una ley natural. Pero, al igual que en el caso anterior, subsiste la duda.
Con estos casos pasamos al terreno de la ciencia básica, donde también las serendipias desempeñan un papel digno de ser tenido en cuenta. Autores como Merton, el fundador de la sociologÃa de la ciencia, o Mario Bunge, que les dedicó el libro Intuición y ciencia (1962), se ocuparon de ellas, como un caso lÃmite de la metodologÃa.
Nadie niega que haya cientÃficos con más âsuerteâ que otros, a quienes alguna vez el azar pudo favorecer con una ocasión propicia para el descubrimiento. Pero no todo queda ahÃ.
Los antiguos llamaban âKairósâ a la ocasión, y la pintaban con un solo mechón de pelo. HabÃa que agarrarla cuando pasaba corriendo al lado de uno, porque ya no volvÃa a pasar. Las serendipias son ocasiones irrepetibles, pero no nos brindan el conocimiento en bandeja y listo para consumir. Dependen de la presencia de una mente alerta y con cierto entrenamiento, que no sólo las perciba sino que sepa sacarles provecho. Por eso, Pasteur decÃa que âel azar sólo favorece a una mente preparadaâ, esa que es capaz de observar cosas que la mayorÃa de nosotros pasarÃamos por alto. Y la cosa más difÃcil de ver puede ser la que tenemos ante los ojos.
A veces, lo que parece ser un golpe de suerte es la conclusión de un laborioso razonamiento, que sigue su curso en segundo plano mientras estamos haciendo otra cosa. ArquÃmedes no gritó porque hubiera descubierto el enunciado del principio hidrostático escrito en el fondo de la piscina. HacÃa dÃas que venÃa preocupado por saber si los orfebres habÃan puesto oro genuino o una aleación en la corona del rey Hierón. Cuando vio que al sumergirse su cuerpo desplazaba una masa de lÃquido (algo que por cierto nadie habrÃa dejado de observar), âvioâ la solución. Fue como si se hubiera cerrado un circuito que vinculaba cosas aparentemente distintas.
En estos casos, como el de los rayos X, no se trata de auténticas serendipias. Tampoco lo son esas âcasualidadesâ literarias de las que tanto se habla cuando aparece alguna novela que anticipó el hundimiento del Titanic o el atentado a las Torres Gemelas. Aquà estamos ante otro tipo de coincidencias, que merecen otro tratamiento.
De hecho, todos se pinchan con los abrojos, pero sólo uno inventó el Velcro. Cualquier laboratorista responsable se deshace de los cultivos que se han puesto verdes de moho, pero Fleming descubrió la penicilina. Silvio RodrÃguez soñaba con serpientes, pero Kekulé encontró la fórmula del benceno. Si aplicamos esto al campo de la cocina, que no deja de tener su tecnologÃa, dirÃamos que la fórmula para hacer dulce de leche fue una serendipia, pero el revuelto Gramajo fue fruto de un cálculo de insumos y productos.
Cuando introdujo el concepto de âserendipiaâ, Merton se proponÃa complementar al método hipotético-deductivo para dejarle algún margen a la variedad de experiencias posibles.
Los cursos que ha seguido la investigación a lo largo de su historia no han sido siempre lineales. Las metodologÃas sirven para ordenar la búsqueda, ahorrar tiempo, garantizar la objetividad y evitar caer en ilusiones, pero no es todo.
El sueño baconiano o positivista de un método perfecto tiene una limitación esencial: si existiera algo asÃ, bastarÃa con seguirlo fielmente para producir avances significativos del conocimiento, sin necesidad de talento alguno.
A veces, los proyectos demasiado especÃficos producen escasos resultados, porque no permiten que la mente se mantenga abierta a lo imprevisto. Como observaba Arthur Kornberg, Nobel de Medicina, la investigación se parece más al pool que al billar. Por eso recomendaba dar a los investigadores una sólida formación en ciencia básica, entendiendo que los avances más importantes a veces habÃan venido de la curiosidad en torno de cuestiones fundamentales de fÃsica, quÃmica o biologÃa.
En esas circunstancias, el azar es bienvenido; siempre que se le presente a alguien capaz de aprovechar la ocasión, que por algo la pintan calva.
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