A Leonardo siempre le gustaron los mitos de origen, desde los de los viejos babilónicos que fabricaban dioses para dominar una realidad escurridiza hasta el nuestro, el del Big Bang, más exacto pero también más fantástico. Si me hicieran elegir el instante cero de la fundación mÃtica de nuestra amistad, aunque hay varios que podrÃan funcionar bien, tendrÃa que remontarme ây en esto Leonardo coincidirÃaâ a aquella tarde en que Roxana Barone me mandó a entrevistarlo a La OrquÃdea, su centro de operaciones. 261z2m
No sabemos si lo hizo a propósito para que nos conociéramos, o no. Pero aunque nos carcomió la intriga hasta el ultimÃsimo momento, ni Leonardo ni yo quisimos saberlo nunca: él me convenció de que a veces es bueno convertir la vida en literatura y que, en tales casos, lo más conveniente es respetar el viejo adagio de que las soluciones no suelen estar a la altura de los misterios. Yo tenÃa 19 años. SabÃa menos cosas de las que sé ahora y escribÃa aún peor. Fui cagado de miedo, con un cuestionario pretencioso que Leonardo respondió inteligentemente. En 15 minutos me mostró un mundo que ni sospechaba que existÃa y me mostró una manera nueva de pensar. En 15 minutos. Después me dijo que fuera a su casa a que, una vez desgrabada, viéramos juntos la edición; ya en confianza, me dijo que la entrevista que le habÃa hecho era una porquerÃa y me ayudó a corregirla. Empecé a trabajar con él, a aprender y a pelearme. Y no terminamos nunca.
En un ensayo que escribió en contra del exceso de argentinismos en nuestra torpe literatura nacional, Borges decÃa que en el Corán no hay camellos porque Mahoma no tenÃa por qué saber que para escribir un texto especÃficamente árabe tenÃa que haber camellos: los camellos eran para Mahoma parte de su realidad, no podÃa distinguirlos; por el contrario, âun falsario, un turista, un nacionalista árabe, lo primero que hubiera hecho es prodigar camellos, caravanas de camellos en cada páginaâ. Mahoma sabÃa que podÃa ser árabe sin camellos.
Cuando el otro dÃa traté de explicarle a Pablo Esteban qué es lo que Leonardo significaba para mÃ, cómo habÃa formado mi personalidad, fracasé, y mientras escribo estas lÃneas descubro que también voy a fracasar. Ahora me parece comprender los motivos de ese necesario fracaso: Leonardo es tan parte de mÃ, y uso el presente a propósito, como los camellos lo eran para el árabe que escribió el Corán. No sé qué de lo que soy le debo a Leonardo y no sé qué hubiese sido yo si no lo hubiese conocido en los momentos más formativos de mi vida.
El domingo, el dÃa que lo cremaron, fue un dÃa gris y lluvioso. A Leonardo le hubiese repugnado una convencionalidad tan ordinaria; si lo hubieran consultado habrÃa imaginado algo mucho más original. En una Chacarita no solamente gris y lluviosa sino también frÃa, un amigo que tuvimos en común me dijo que habÃa escuchado en la radio una entrevista que me habÃan hecho en ocasión de la salida de Historia de las ideas cientÃficas, el libro que le ayudé a escribir y que corona su gigantesca carrera como escritor de la ciencia. En medio de algunos elogios, nuestro amigo callaba lo que querÃa decir. Tal vez no le salÃa, o preferÃa no decirlo porque sonaba como un cliché, o pensaba que me podÃa molestar. Fuera por lo que fuera, y todos los motivos son igualmente justos, lo cierto es que lo tuve que decir yo, aunque el rodeo ya habÃa dado a entender todo: habÃa escuchado, en la entrevista, a Leonardo hablando por mi voz. No me extrañó; como ocurre en las relaciones más profundas ây la nuestra ciertamente lo eraâ yo también soy él.
Leonardo fue mi amigo, mi enemigo, mi consejero, mi maestro, la persona con la que pude llorar abiertamente la primera vez que se me murió un familiar, el que me enseñó que muchas de las cosas que consideramos importantes son en realidad contingentes y muchas de las contingentes, importantes. Me mostró que estaba viviendo en la superficie y me hizo conocer la profundidad, cosa por la que algunas veces le agradezco y otras muchas lo puteo. Fue la persona más generosa y desinteresada que conocà en mi vida. Leonardo me decÃa âamiguete no contingenteâ, y creo que, entre la gente que conozco, sólo él entendió cabalmente el verdadero valor que tiene la amistad. Era el tipo con el que podÃa hablar más profundamente de mis preocupaciones, de mis miedos, de mis dudas, de mis vacilaciones, con la absoluta certeza de que me iba a entender. Me aconsejó en todo lo que hice, y siempre me aconsejó bien, aunque muchas veces fuera en contra de sus propios intereses. Era una de las poquÃsimas voces que necesitaba escuchar antes de tomar cualquier decisión.
Los hombres mueren y punto. No hay nada después, y Leonardo, como ateo militante, lo sabÃa muy bien. Haciendo gala de su espÃritu ilustrado, que proclamaba siempre pero ejercÃa ocasionalmente, me hubiese calificado, al leer el final de esta nota, como un irracional, tal vez como un estúpido, por dirigirle mis balbuceantes palabras a un muerto. Hubiese logrado que me enojara e inaugurado asà una de nuestras cotidianas peleas, paradójicamente eternas porque, por una cláusula impuesta por decreto plenipotenciario, no podÃan durar más de 24 horas.
Y sin embargo, no se me ocurre otra manera de terminar que la que sigue. Por un lado, es mi último gesto de rebeldÃa frente a un tipo cuya opinión valoré, desde que lo conocÃ, más que ninguna otra, aunque muchas veces me esforcé por aparentar lo contrario; por el otro, es la única manera que tengo de cumplir con el pedido que me hizo alguna vez de que le escribiera algo cariñoso, y que, en vida âpor orgullo, por vergüenza, por las limitaciones congénitas que tengo para expresar y exhibir mis sentimientos, por mi torpeza para la literaturaâ no pude satisfacer.
Leonardo: fuiste mi mejor amigo. No te imaginás cuánto te voy a extrañar.
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