CorrÃa el año 1940, y Hollywood ya habÃa comenzado a producir pelÃculas de guerra. Ese año la Warner estrenaba Muerte en el aire (Murder in the Air), dirigida por el desconocido Lewis Seiler. El protagonista era Ronald Reagan, futuro gobernador de California y presidente de Estados Unidos, aquà acompañado por la olvidada Lya Lys. En el afiche se podÃa ver un bombardero bimotor que estallaba en el aire, herido por un haz de rayos que desde tierra le disparaba un ominoso artilugio con aspecto de transformador. La leyenda prometÃa: â¡Enemigos ocultos! ¡Secretos robados! ¡Un arma misteriosa y su rayo de horror! ¡Vea al Servicio Secreto luchando por el poder del arma más terrorÃfica jamás inventada!â El inexpresivo Ronald Reagan encarnaba aquà al agente secreto Brass Bancroft, que protegÃa de ominosos espÃas al âproyector inercialâ, destinado a ser el arma más espantosa de todos los tiempos. Con ese rayo âAmérica serÃa invencibleâ, y esta circunstancia habrÃa de convertirla en âla mayor fuerza al servicio de la paz mundialâ. Obviamente, lo que era bueno para Estados Unidos tenÃa que ser bueno para la humanidad. Ese ârayo misteriosoâ obviamente no era aquel al cual le habÃa cantado Gardel en El dÃa que me quieras. Era el más reciente avatar de un sueño paranoico, la fantasÃa colectiva de la súper-arma que harÃa invencible para siempre a Estados Unidos. Ese papel ya lo habÃan desempeñado otras armas como el submarino de Fulton, allá por 1806, y el poder aéreo de Billy Mitchell, en vÃsperas de la Segunda Guerra Mundial. Durante la Guerra FrÃa, las armas finales habÃan sido las bombas nucleares de Edward Teller, los bombarderos del Comando Aéreo Estratégico y los misiles intercontinentales. A Reagan, que abandonaba los papeles de cowboy y al año siguiente se disponÃa a encarnar a un voluntario norteamericano al servicio de la RAF en International Squadron (1941), aquel rayo debe de habérsele grabado en el inconsciente. Cuarenta y tres años más tarde, siendo ya presidente de Estados Unidos, fue él quien anunció aquella parafernalia de satélites y rayos láser que fue bautizada como Iniciativa de Defensa Estratégica (SDI). Prometió que con ella no sólo se iba a neutralizar el poder soviético sino cualquier amenaza posible para la Unión. Por una extraña paradoja, la prensa comenzó a mencionar el sistema como Star Wars o Guerra de las Galaxias, aunque se dirÃa que en la pelÃcula de Lucas se trataba más bien de luchar contra el Imperio, no de consolidarlo. 2x3b5x
SI QUIERES LA PAZ, PREPARA
LA GUERRA
El 23 de marzo de 1983 el presidente Ronald Reagan (1911-2004), flanqueado
por George Bush (padre) se dirigÃa a la Unión, pero indirectamente
hablaba para la URSS, âel Imperio del Malâ: âDéjenme compartir
con ustedes una visión esperanzada del futuro. Nos estamos embarcando
en un programa destinado a contrarrestar la espantosa amenaza de los misiles
soviéticos mediante medidas defensivas (...) He convocado a la comunidad
cientÃfica de nuestro paÃs, a los hombres que nos dieron las armas
nucleares, para que pongan su talento al servicio de la causa de la humanidad
y de la paz mundial, dándonos los medios para volver impotentes y obsoletas
aquellasarmas (...) Mis amigos de América, esta noche estamos lanzando
una iniciativa que encierra la promesa de cambiar la historia humanaâ.
Fuera de los militares, los sectores más duros del Partido Republicano
y algunos escritores de ciencia ficción, no eran muchos los que compartÃan
la ciega confianza que Reagan depositaba en la SDI. Los cientÃficos no
comprometidos fueron muy escépticos y la juzgaron un bluff. Ese mismo
año, la Conferencia Episcopal católica norteamericana dio una
declaración que decÃa: âla carrera armamentista debe ser
condenada como un peligro, un acto de agresión contra los pobres, una
locura que nunca nos dará esa seguridad que prometeâ.
Toda esta historia iba a contarla más tarde el historiador Martin Rogin
en un libro titulado Ronald Reagan, la pelÃcula y otros episodios de
demonologÃa polÃtica que publicó la Universidad de California
en 1987.
EL RAYO MISTERIOSO
El mismo año 1940 en el que Reagan, desde la pantalla del cine,
la emprendÃa a tiros y trompadas contra los enemigos de la democracia,
en el New York Times del 22 de septiembre aparecÃa un artÃculo
bastante sensacionalista. En él se le atribuÃa al octogenario
inventor Nikola Tesla el proyecto de un dispositivo capaz de crear âuna
Muralla China invisibleâ que protegerÃa a Estados Unidos de todo
mal, dándole âabsoluta protección contra cualquier ataque
aéreoâ. Se trataba de un haz de rayos âde una cienmillonésima
de cm2 de diámetroâ que con su enorme voltaje destruirÃa
los aviones enemigos en vuelo, cumpliendo con su misión de âdestructividad
defensivaâ.
Cuarenta y tres años más tarde, algo bastante parecido (el láser
de partÃculas) ya resultaba factible. Por entonces hacÃa su aparición
la tercera generación de armas nucleares. La primera habÃa sido
la bomba de fisión (A), y la segunda era la de fusión (H). La
tercera generación usarÃa una bomba atómica para detonar
una de hidrógeno y âbombearâ lásers de rayos X en un
radio de alcance extremo. Estas armas orbitales se complementarÃan con
un sistema satelital de alerta temprana que permitirÃa reaccionar al
instante ante cualquier posibilidad de ataque enemigo. Ese fue el motivo por
el cual Estados Unidos se negó a considerar la iniciativa soviética
de desarme de 1985-87. Por otra parte, usar ese tipo de armas hubiera sido violar
los tratados de desmilitarización del espacio.
También habÃa muchos que pensaban que el proyecto agotarÃa
las finanzas estadounidenses, a pesar de que el programa espacial ya habÃa
sido recortado tanto como los servicios asistenciales. Con él se vinculaba
la construcción del âDesertrónâ, un acelerador dotado
de un presupuesto de 2000 millones de dólares que habÃa sido diseñado
con la intención de que sirviera para desarrollar el láser de
partÃculas. Su elevado costo hizo que no llegara a construirse; de haberlo
hecho, hubiera tenido que ocupar una superficie superior a la de Luxemburgo.
Después del anuncio, el gobierno estadounidense lanzó una intensa
campaña de prensa para convencer al público de las ventajas del
proyecto que habÃa confiado a la fuerza aérea y puesto bajo la
dirección del general James Abrahamson. Otro militar, el general Daniel
Graham, escribió en su apoyo el manifiesto High Frontier, que contaba
con el respaldo de importantes grupos de presión de la derecha, como
la Heritage Foundation, la Hertz Foundation y la Institución Hoover de
la Universidad de Stanford.
Los diarios y las revistas, alentados por el gobierno, comenzaron a dedicarle
espacio al tema, aunque a menudo presentaban como novedosos proyectos que habÃan
sido suspendidos años antes. Por fin, la influyente Aviation Weekly ârevelóâ
el secreto del láser de rayos X y los satélites armados, con muchos
toques de sensacionalismo y vÃvidos relatos de lo que serÃa la
guerra en el espacio, a cargo de escritores profesionales.
DE WAR STARS A STAR WARS
El hombre que en enero de 1982 visitó a Reagan y lo convenció
de las ventajas del plan fue el veterano fÃsico Edward Teller, el mismo
que habÃa estado detrás del proyecto Manhattan y el diseño
de la bomba de hidrógeno. Teller era famoso por sus opiniones tan irresponsables
como francamente belicistas, y ya habÃa sido inmortalizado como el doctor
Strangelove en la pelÃcula Doctor Insólito de Stanley Kubrick
(1964). También habÃa inspirado a ese âDr. Bruno Bluthgeldâ
(dinero sangriento) que desencadenaba el holocausto nuclear en la novela Dr.
Bloodmoney, o cómo nos las arreglamos después de la bomba (1965)
de Philip K. Dick.
Entre quienes asesoraban a Teller hubo un pequeño grupo de presión
integrado por conocidos escritores de ciencia ficción, que tuvieron a
su cargo buena parte de la campaña. Ellos eran los fundadores del Consejo
Asesor Ciudadano para la PolÃtica Nacional del Espacio, una entidad civil
con gran llegada a Reagan.
EL LOBBY DE LA CIENCIA
FICCION
A pesar de ser despreciada por los académicos como un género
literario menor, la ciencia ficción gozaba en Estados Unidos de un gran
prestigio social, especialmente en su versión âduraâ, es decir
aquella que tenÃa una fuerte carga de información cientÃfica.
Si bien habÃa escritores âhumanistasâ del género como
Bradbury, Sturgeon o Dick que lograban interesar a otro tipo de lectores, el
gran público seguÃa considerando la ciencia ficción como
una rama de la divulgación cientÃfica. Autores como Asimov, que
ostentaba un doctorado en quÃmica, eran consultados como expertos futurólogos,
y como tales aparecÃan en los medios. Hasta Frank Herbert, el autor de
Duna, protagonizó en 1984 el corto publicitario de una empresa de informática,
a pesar de que en sus obras nunca se habÃa ocupado del tema.
El caso es que el gobierno no sólo aprovechó el prestigio de los
escritores, como cabÃa esperar. Por el contrario, se dirÃa que
todo el proyecto nació en las mentes de un grupo de escritores âdurosâ,
en su mayorÃa vinculados con la industria aeroespacial, la cual esperaba
obtener jugosos dividendos. Ellos fueron quienes le vendieron la idea a Reagan.
El Citizenâs Advisory Council on National Space Policy era un grupo asesor
civil fundado en 1982 que lideraban los escritores de ciencia ficción
âduraâ Jerry Pournelle y Larry Niven. Pournelle era ingeniero y analista
polÃtico; en su juventud habÃa sido comunista, pero llevaba quince
años trabajando en la North American Aviation para el proyecto Apolo
y habÃa ido girando hacia la extrema derecha. TenÃa en su haber
algunos éxitos de ciencia ficción, pero también habÃa
sido jefe de campaña de un alcalde republicano y editaba la revista Soldier
of Fortune, dirigida a los mercenarios. En colaboración con el ideólogo
de derecha Stefan T. Possony habÃa escrito el ensayo La estrategia de
la tecnologÃa (1970). SolÃa publicar con seudónimo novelas
crudamente anticomunistas y su ficción belicista, El mercenario (1977),
contaba con todo un público adicto.
Otra figura importante del grupo era Ben Bova, que habÃa trabajado como
editor técnico de la Martin Aviation y como gerente de marketing de Avco
Everett Research Lab. Bova iba a ser el editor de Analog y Omni, dos revistas
especializadas en ciencia ficción que serÃan vitales para la propaganda
de las armas espaciales. La ironÃa está en que Analog era la revista
de John W. Campbell, el hombre que más habÃa hecho para espantar
a la opinión pública con el peligro de una guerra nuclear. Bova
contribuyó al proyecto con un libro programático: Supervivencia
asegurada (1984).
El grupo se reunÃa en casa del matemático Larry Niven, el exitoso
autor de Mundo anillo (1970), e incluÃa al fÃsico Gregory Benford
y a un ingeniero veterano de la Fuerza Aérea llamado Dean Ing. Todos
eran escritores del género en su versión âduraâ.Una
de las figuras clave del grupo era sin duda el fÃsico Edward Teller,
que luego llegarÃa a ser asesor de Reagan. Al viejo âDoctor Strangeloveâ
se le atribuye esta frase: âen el largo plazo, autores como Heinlein, Clarke
y Asimov son más importantes que cualquier secretario de Defensaâ.
Sin embargo, la mente más creativa de todas era la de otro veterano,
Robert A. Heinlein (1907-1988), el escritor de ciencia ficción que más
habÃa vendido en toda la historia del género. El era quien habÃa
intentado âsin éxitoâ sumar al grupo al astrofÃsico
británico Arthur C. Clarke, quien siguió siendo adverso a la idea.
En cambio, logró convocar al prestigioso Isaac Asimov.
Heinlein no era un autor especÃficamente âduroâ. HabÃa
estudiado fÃsica, pero era un oficial retirado de la Marina, que habÃa
trabajado como ingeniero militar durante la guerra mundial. Curiosamente, la
lucha contra el Eje parecÃa haberle despertado simpatÃas por el
fascismo.
Lejos de ser un epÃteto, calificarlo de âfascistaâ es un acto
estrictamente descriptivo. Basta leer Tropas del espacio (1959) âque más
tarde Verhoeven llevó al cine como Invasiónâ para asomarse
a una âutopÃaâ donde para ser ciudadano es preciso ser veterano
de guerra, como en los viejos fasci di combattimento del Duce. Por lo menos,
no era racista (siempre y cuando se tratara de negros afroamericanos) y era
capaz de poner como protagonista de la novela a un coronel de comandos llamado
Rico, nacido en Buenos Aires.
Heinlein habÃa sido uno de los apologistas de la bomba atómica,
aun antes de Hiroshima, y estaba convencido de la inevitabilidad de una nueva
guerra mundial. Su contribución al proyecto fue concebir una vasta red
de satélites que envolviera al planeta, cargados de misiles nucleares
y lásers de alto poder, que bautizó âestrellas de guerraâ
(War Stars). De allà a Star Wars, por contagio con la pelÃcula
de Lucas, habÃa un solo paso, y la prensa lo supo dar.
Pournelle y Dean Ing escribieron un libro que eufemÃsticamente titularon
Supervivencia mutua asegurada, en una época en que era habitual hablar
de MAD o âdestrucción mutua aseguradaâ. Se lo dedicaron a Reagan
y le obsequiaron un ejemplar bastante antes de entregarlo al mercado editorial
en 1984.
Reagan quedó tan impresionado que les agradeció escribiendo una
contratapa para el libro, aun a pesar de que éste habÃa sido editado
por un sello de escasa importancia. Allà Reagan se explayaba sobre satélites
armados y lásers con base en el espacio o bien disparados desde tierra.
Hasta hablaba de armas de partÃculas. ¡El rayo misterioso habÃa
llegado! A la hora en que Teller le presentó el proyecto a Reagan, el
libro ya habÃa servido para convencerlo. El resto, es historia conocida.
De este modo, un grupo de escritores de un género menor, que los crÃticos
consideraban apenas apto para adolescentes, impulsó una polÃtica
de Estado que endeudó a Estados Unidos, acabó por hacer tambalear
a Gorbachov, condujo al colapso soviético, abrió paso a la globalización
y produjo un nuevo desorden mundial. Menos mal que se trataba de una literatura
inocua, apta para impúberes; salvo que ése fuera el nivel mental
de los lÃderes.
Con la caÃda del Muro y la implosión de la URSS, ya no quedaban
adversarios dignos de la megalomanÃa imperial, y el proyecto se diluyó,
dejando mal parada a gente como ese ingeniero que encarna Michael Douglas en
el film Un dÃa de furia. Allà Douglas enloquecÃa al preguntarse
por qué se habÃa pasado la vida diseñando misiles, antes
de que lo echaran por la reducción de personal en la industria aeroespacial.
Llegó el siglo XXI y el mundo, ya globalizado y disfrutando de ese âfin
de la historiaâ que anunciaba Fukuyama, se estremeció un 11 de septiembre
cuando unos aviones de lÃnea made in USA destruyeron las Torres Gemelas.
No eran sofisticados misiles que hubiese podido detectar ningún sistema
dealerta temprana. Tampoco habÃa rayos de partÃculas que los detuvieran,
ni siquiera defensas antiaéreas convencionales.
El veterano Dean Ing, que junto a Pournelle habÃa sido uno de los creadores
del proyecto de invencibilidad norteamericana, bien podÃa haber recordado
entonces una novela que él mismo habÃa escrito en 1979, con el
tÃtulo Blancos fáciles (Soft Targets). En su tapa aparecÃa
nada menos que la Estatua de la Libertad (las Torres todavÃa no habÃan
sido levantadas), impactada por un avión de aspecto convencional, exactamente
como los que iba a usar Bin Laden.
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