Recuerdo el silencio. Las manos, una suya, una mÃa, se habÃan tocado y ese roce no habÃa dejado lugar para nada más. Enmudecimos, entonces. Los cuerpos se nos estiraron o, mejor dicho, como si no fuéramos más que una piel conteniendo agua, todo se volcó en las manos, en los dedos, en las palmas rosadas y suaves y siempre un poco húmedas, en el puño abierto ofreciendo esa intimidad que encierra, que se abre más para pedir que para darse, en acariciar esa palma con los dedos en un silencio que creo que hoy, más de treinta años después, me serÃa insoportable y entonces fue pura delicia, una progresión que empezó asÃ, en las manos, con las manos, se detuvo ahà unos dÃas como en una meseta hasta arrojarse, claro, el cuerpo entero. 1f4z3l
* Escritora, autora de La virgen cabeza, Le viste la cara a Dios y El romance de La Negra Rubia.
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