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Por Hugo Soriani
Querido hijo:
Esta carta está consagrada a los festejos de River por la obtención del campeonato, asà que empiezo a contarte.
El domingo jugaron River y San Lorenzo, un partido en el que desde un comienzo dominó River y ya en el segundo tiempo arrinconó a San Lorenzo en su arco, pero pasaban los minutos sin que llegara el gol que tanto necesitábamos, pero a los veinticuatro minutos Alonso recibe un corner y de cabeza hace el gol. El estadio tembló como nunca, River siguió apretando y luego llegó el segundo y enseguida terminó el match, ante la enorme alegrÃa y emoción de la gente, pues ya se saboreaba el campeonato.
El miércoles se jugó el partido con Argentinos Juniors con la cuarta división, por la huelga de jugadores, y con el triunfo de River la gente directamente enloqueció y fueron en manifestación hasta el Monumental, donde todos dieron rienda suelta a su alegrÃa. Hubo manifestaciones hasta altas horas de la noche en todos los barrios, hasta en el Barrio Norte. Los autos hacÃan sonar las bocinas como un medio de identificación con la alegrÃa que vive todo el pueblo.
Hoy sábado fui dos veces al estadio y por fin pude sacar una platea para el partido con Racing.
Retomo la escritura hoy lunes. Cuando iba al estadio la Avenida del Libertador presentaba un aspecto único: autos embanderados, familias enteras, desde la abuela hasta los nietos, todos con emblemas blancos y rojos: eran los padres que llevaban a sus hijos a ver un espectáculo único como era la coronación luego de 18 años.
Una vez en el estadio el espectáculo era indescriptible, único, como ni yo ni nadie habÃamos visto antes, hasta los trenes se asociaban al júbilo tocando su silbato al pasar. Un gran globo de gas despegó del estadio y voló por la ciudad, y al salir los jugadores ya fue la locura, rodeados de miles de hinchas, la âgorda Matosasâ adelante y eufórica. El partido fue lo de menos y se suspendió en el segundo tiempo, pero ya River ganaba dos a cero y estaba todo dicho.
Después siguieron las manifestaciones interminables, no sólo acá, sino en todas la ciudades del interior.
Y cuando ya volvÃa caminando desde el estadio hasta las Barrancas de Belgrano, no pude menos que acordarme de cuando eras chico y los dos hacÃamos el mismo camino, que a veces me decÃas que te daba una puntada en el estómago y tenÃamos que parar un rato a descansar.
¡Cuánto te extrañé ayer, en cuántas cosas he pensado y cuánto he recordado!
Eran tiempos más felices que volvÃan a mi memoria, alegrÃas y emociones del ayer que ya está lejano.
Y termino este relato deseándote que estés cada dÃa mejor y enviándote un fuerte abrazo.â
Esta es la carta que mi padre me escribió a la cárcel en agosto del â75, cuando River rompió con la racha de 18 años sin ganar campeonatos.
Yo estaba preso desde hacÃa un año. Aislado en la cárcel de Magdalena y sin posibilidad de leer otra cosa que no fuera la correspondencia de mis familiares directos que, por supuesto, llegaba a nuestras manos con el sobre abierto por los censores.
La carta me llegó con quince dÃas de atraso, y la noticia del campeonato la recibà primero de la boca de un guardián, gallina como yo, que violando todas las consignas compartió el júbilo conmigo aun a riesgo de ser sancionado. Hasta ese punto llegan las complicidades que genera el fútbol.
Recién ahora que soy padre, casi cuarenta años después, puedo comprender la soledad de mi viejo en el festejo.
Cuando nos separó la polÃtica y cada almuerzo familiar se convertÃa en una disputa, el fútbol nos seguÃa uniendo y volvÃamos a él como el salvavidas capaz de mantener a flote nuestra relación, quebrada por las diferencias insalvables entre sus ideas y las mÃas. Entre su pensamiento rÃgido, forjado en su carrera militar, y el mÃo que empezaba a formarse en la militancia de izquierda.
Durante mis largos años en prisión, mi padre no faltó a una sola visita. Separados por el vidrio del locutorio, seguÃamos peleando cada vez que discutÃamos de polÃtica, hasta que ambos, dolidos, nos refugiábamos en River como punto de encuentro y coincidencia.
La despedida era sin abrazo, el vidrio que nos separaba lo hacÃa imposible, pero el adiós con la mano iba acompañado de la única consigna que podÃamos compartir: ¡Viva River, carajo!, gritábamos los dos cuando sonaba el silbato que anunciaba el fin de la visita.
Asà fue en Magdalena, en Caseros, en Rawson, en Devoto: ¡Viva River, carajo!, gritamos siempre que nos despedimos durante aquellos años interminables.
Mi padre murió en el â89, pero antes tuvimos una revancha. Festejamos juntos la obtención de la Copa Libertadores del â86: yo habÃa recuperado la libertad tres años antes y él compró las entradas que nos unieron aquella noche en un abrazo interminable en la tribuna San MartÃn alta, cuando âel búfaloâ Funes hizo el gol consagratorio.
Hoy regreso de la cancha con JoaquÃn y Jorge, mis dos hijos, caminando hacia Barrancas de Belgrano. Vamos tomados por los hombros, tristes, pero no solitarios. Nos acompañamos los tres y juntos afrontamos esta pesadilla. Recordando a mi padre, hacemos el mismo trayecto que cincuenta años atrás yo hacÃa de su mano.
Ya no hay otro partido. Ya sonó el silbato que no anuncia el fin de la visita, sino la derrota inapelable. Ya estamos en la B. Ya sabemos que ahora iremos a la cancha los sábados y que tendremos que cambiar nuestras rutinas. Ya no habrá más clásicos para palpitar y tendremos que aprender hasta los nombres de nuestros nuevos rivales.
Pero los tres gritamos fuerte para que mi viejo nos escuche donde quiera que esté. Gritamos bien fuerte. ¡Viva River, carajo!
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