El director Gustavo Ferreyra Losada 417 páginas 64961
âNo se escribe con las propias neurosisâ, apuntó alguna vez Gilles Deleuze, pensando que la literatura entendida como salud (como esa fabulación que salvaguarda, de sà mismo, a un escritor) metafóricamente âconsiste en inventar un pueblo que faltaâ. Si bien Gustavo Ferreyra no posee ese gusto por fundar poblados que ostentaron Faulkner, Onetti o Saer, sà sabe explotar el don de la imaginación para conjurar esos fantasmas que todos, de alguna forma, llevamos dentro. Ferreyra escribe como si todas las neurosis pudieran serle propias; como un minucioso entomólogo de mentes en peligro. Y de eso es prueba una obra narrativa habitada por personajes atormentados, obsesivos, paranoicos, inconformistas, que se empecina en ser una dilatada indagación de la conciencia.
No es una excepción El director, su quinta novela, la que ve la luz luego de El amparo, El desamparo, Gineceo y Vértice. Un libro en el que Ferreyra echa mano al recurso de la novela dentro de la novela para narrar cuarenta años de la vida de un director de escuela primaria âa través de sus fracasos amorosos, su tarea docente, la relación con su madre y los avatares que le produce un cáncer que le diagnosticanâ, asà como la historia de un âincesto felizâ âque el protagonista escribeâ entre un padre y su hija de catorce años. Esa novela que el director urde en secreto ây de la que no le cuenta ni siquiera a su madre (con la que convive) por temor de que lo tomen âpor un degeneradoââ es un sutil contrapunto, una puesta en abismo de un inconfesable deseo que lo turba: su concupiscente apetencia por las niñas. Deudor en algún sentido del Humbert Humbert de Lolita, el personaje del director âque Ferreyra hace transmigrar de Vértice, su novela anteriorâ tiene allà su pliegue escondido. Un pliegue que el autor escarba con pericia en una escena en la que el protagonista fantasea, apoyado en su escritorio del colegio, con ser novio de una alumna de tan sólo diez años.
El director, no obstante, dista mucho de exponer un âcaso clÃnicoâ. La psicologÃa de los personajes, en la obra de Ferreyra, se desmarca de cualquier psicologismo. AsÃ, en los monólogos fechados en distintas épocas en los que el protagonista va relatando su vida (y en donde la última dictadura, la guerra de Malvinas y la caÃda de De la Rúa son algunos de los momentos de la historia nacional que aparecen como simples comentarios) es posible leer también una exploración del universo sentimental masculino. En la misma lÃnea de novelas recientes como El pasado, de Alan Pauls, o Plaza Irlanda, de Eduardo Muslip, Ferreyra construye un personaje que se debate ante las ruinas de un amor malogrado. Y si bien su arbitraria decisión de dejar a Antonia, su mujer, al cabo de quince años de matrimonio, lo convierte en un señor ansioso por sentirse otra vez adolescente, las relaciones amorosas que mantiene luego no le quitan el regusto a melancolÃa. Una melancolÃa por la que la figura de Antonia vuelve una y otra vez a sus recuerdos, y por la que âcasi veinte años después de haberla abandonado sin ningún motivoâ aún siente deseos de encontrársela en un cine.
El desorden cronológico de los monólogos del personaje âque socavan la posibilidad de un presente narrativoâ, y una alegorÃa que Ferreyra narra fragmentariamente ây en la que el futuro es una mujer enfurecida que se propone matar al pasado y al destino, personificados como dos hermanosâ, hacen que El director sea también una meditación sobre el tiempo. AllÃ, el autor plantea la idea de que lo que jamás termina de pasar es el pasado. Como esos fantasmas de la historia y del amor que acosan al protagonista, y que él pretende exorcizar a través de la escritura, esgrimiendo el crucifijo de su diario Ãntimo.
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