En un reportaje de hace cinco años, en el que le preguntaban por sus orÃgenes, John Berger contó que su madre era una sufragista vegetariana de Vauxhall y su padre, aunque venÃa de una familia judÃa, habÃa entrado en un seminario católico con la intención de convertirse en sacerdote cuando estalló la Primera Guerra y lo dejó todo para enrolarse en la infanterÃa. La experiencia en las trincheras fue tan decisiva para él que, luego de finalizado el conflicto, sirvió dos años más en una comisión encargada de las tumbas de guerra en Flandes. A su regreso a Inglaterra conoció a aquella âbelicosa y suaveâ sufragista vegetariana y de esa unión nacerÃa, en 1926, el escritor. Berger agregaba que preferÃa no hablar más de ambos porque llevaba años escribiendo un libro sobre ellos. Puede que Aquà nos vemos sea ese texto anunciado; puede que no. Lo cierto es que los padres de Berger son dos de los personajes más importantes de este libro, el más reciente en su producción. 1k842
A punto de cumplir los ochenta años, Berger nos ofrece en Aquà nos vemos un paseo crepuscular por distintos puntos de Europa (Lisboa, Ginebra, Cracovia, Madrid, una casa junto al Támesis en Islington, las cuevas de Chauvet donde el hombre de Cro-Magnon realizó las primeras pinturas rupestres, y otra casa junto a otro rÃo, esta vez en los confines donde Polonia y Ucrania se pierden en Rusia), con la siguiente salvedad: en cada uno de esos puntos, Berger se encuentra con alguno de sus muertos queridos y se entrega al diálogo con ellos. Asà como las fronteras entre paÃses se han difuminado en esa pujante e insensible Unión Europea retratada por Berger con mano maestra, los muertos y los vivos coexisten por sus calles, para quien quiera verlos.
âEn una persona muerta se pueden buscar las cosas como en un diccionarioâ, le dice su madre en un mercado de Lisboa. Pero, más que buscar, Berger prefiere perderse en ellos tal como uno deriva de una palabra a otra en un diccionario hasta dejar que se pierda de vista lo que estaba buscando inicialmente, en nombre de todo aquello que salta a nuestro encuentro en esa deriva. âYo no te enseñé nada. Tú aprendiste. Hay una diferencia: yo sencillamente dejé que aprendierasâ, le dice en un bar de Cracovia ese hombre llamado Ken, que entre los once y los diecisiete años de Berger puso al alcance del adolescente, en el Londres de entreguerras, todo lo que éste necesitaba conocer y develar de los libros, de los cuadros, de la vida a su alrededor.
Otro de los muertos de Berger, el instructor de una colonia de verano que le enseñó a dibujar y a remar, le susurra al oÃdo, en el lobby del Hotel Ritz de Madrid: âEl estilo es el resultado de una serie de talentos. Un solo talento, por grande que sea, no produce estiloâ. Hay pocos escritores actuales que tengan un estilo tan reconocible como Berger. Y no hace falta ser muy brillante para ver que ese estilo está compuesto en partes iguales por una manera de mirar, una forma de vivir y una exigencia al escribir âque excluye ciertas acciones y también ciertas reaccionesâ.
Las ocho piezas de Aquà nos vemos se suceden con la misma estructura cÃclica e hipnótica con que encajaban los relatos de Puerca tierra o Una vez en Europa. La vividez de esos libros se potenciaba por el hecho de que Berger nos los relatara desde el mismÃsimo lugar de los hechos, y nos instalara también a nosotros en ese valle perdido de las montañas de Alta Saboya. AquÃ, en cambio, no hay lugar de pertenencia: Berger se hace nómade y nos lleva con él en esa deriva por su pasado y, a la vez, por el anónimo presente de la Europa de la abundancia.
Por eso no es en absoluto casual que el último relato del libro ocurra en los confines de esa Europa, en una cabaña en la frontera entre Polonia y Ucrania donde Berger prepara una sopa esperando la llegada de su amigo Mirek, y su flamante esposa Danka y el bebé de ambos Olek. Berger ha recorrido medio continente en su moto para llegar a la cabaña de Mirek antes que él, y recibir a los recién casados y al niño con esa sopa. Mireky Danka abandonaron sus trabajos como inmigrantes ilegales en ParÃs para casarse y criar a su hijo en esa cabaña de su pueblo natal. Y el último de los muertos que habrá de aparecer en este libro será el propio Berger, cuando el bebé Olek ya sea un hombre hecho y derecho, para recordarle aquel dÃa en que llegó a esa cabaña por primera vez y lo recibió desde el camino el aroma de esa sopa casera que, âcuando te metes una cucharada en la boca, tienes la sensación de estar saboreando un lugar: los huevos saben a la tierra que pisas, la acedera a la hierba que te rodea, la crema a las nubes sobre tu cabezaâ.
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