El 11 de septiembre de 1973 René está en Estocolmo en un encuentro de jóvenes socialistas y el bombardeo a La Moneda lo encuentra ahÃ, en el sillón del primer hombre que lo desvirga mientras las gotas de sangre caen de su nariz formando cÃrculos rojos sobre un tapizado blanco. Ese dÃa comienza a quedarse varado en aquel paÃs tan lejano a su Chile natal. Treinta años después René está volviendo a Santiago, masticando su dedo meñique y enfrentando el miedo a volar, su miedo a morir de cualquier cosa mientras que Boris, su amante balcánico que está preso en Suecia, lo amenaza con encontrarlo y arrancarle los ojos de la cara. El motivo de esa venganza es la traición de René, quien acaba de entregarlo a la policÃa. Amor, crimen y venganza bosquejan la silueta de un policial, pero no: Estocolmo busca ir más allá del género. Como en su primera novela, Open Door, Havilio apuesta todo al trabajo con la escritura, a la construcción de una voz propia que dispara el género hacia adentro a través de la forma. Estocolmo es una apuesta aún mayor. La narración se va metiendo hacia adentro hasta pinchar ahà donde más duele, la pérdida del sentido que se hace carne y movimiento inútil en ese deambular del personaje a través de su propia vida. 61l6c
El exilio de René no es forzado, no hay torturas ni estadios con militares acribillando gente a sangre frÃa. Los discursos polÃticos vuelven como ecos de una vieja época y se mezclan con oraciones cristianas a modo de souvenirs y estampitas por las calles de Santiago. Y aunque Estocolmo no sea sólo una historia de exilios, el asesinato de Allende es el comienzo del fin, la caÃda en el vacÃo de las cosas. Hay algo llamativo de Estocolmo y es el hecho de que un autor argentino, de la generación que se âautoexilióâ en Europa frente al derrumbe económico, se siente a contar, eligiendo Chile como epicentro del caos y lugar de origen, el autoexilio de su personaje René. Algo en esta operación de corrimiento trae ecos de todos los exilios de Bolaño âel fÃsico, el narrativo, el del lenguajeâ, asà como el desplazamiento al otro lado de la cordillera de Alan Pauls en su Historia del llanto. Pareciera haber una imposibilidad de contar tanto vacÃo desde adentro, entonces estos escenarios dan lugar a una aproximación desde la distancia. Entonces la fuga no termina: asà como la muerte de Allende desencadena su estadÃa prolongada en Estocolmo, el motivo del regreso también es una excusa, nada se decide. A raÃz de unas charlas de la Cruz Roja en Chile, René viaja con dos jóvenes inexpertos de la organización que lo acompañan como si fueran parte del decorado. Esta vuelta al paÃs âhundido aún en el caosâ sirve a René como un nuevo escape, esta vez de la furia de Boris, personaje que encarna la fuerza vital, asà como también la violencia y la pulsión de muerte del relato.
La historia de René comienza en el epÃgrafe âAy, estoy solo, solo sobre la tierraâ grita el René de Chateaubriand. Y más abajo el Manifiesto de Lemebel prolonga esa soledad multiplicada del homosexual marginal: âYo no pongo la otra mejilla/Pongo el culo compañero/Y ésa es mi venganzaâ. Exilio, militancia, homosexualidad y soledad conjugados en estos dos epÃgrafes. Después, una voz narrativa tan contenida como desesperada relata el viaje de su protagonista que ha quedado encerrado en su propio exilio interior. Esa soledad, ese dolor, toma forma en cada una de las cosas que René se detiene a comprar en las calles de Santiago. Ya sea una estatuilla de Rómulo y Remo mamando de una loba que nieva por dentro cuando se la sacude, un poster de Allende levantando los brazos en señal de victoria, o una sesión de masajes eléctricos, las mercancÃas hablan más que las personas. Cada uno de los personajes que cruzan el recorrido de René dibujan una célula más de la incomunicación, un gesto melancólico e impotente, mientras el estilo se detiene en los detalles de las cosas hasta vaciarlas de sentido. Entonces René camina por Santiago alucinando el único encuentro que lo devolverá a la vida, el encuentro con Boris, el hombre a quien ama y con quien el amor tiene la forma del sadismo. El caos que reina en la ciudad es, desde la errancia de René, semejante al silencio que inundó la Tierra después del estallido de la bomba. Las bombas que apuntaron a La Moneda, los evangelistas profetizando el fin del mundo, el balazo que mató a Olof Palme, o el inevitable Alzheimer justificando el olvido de una madre ante su hijo, comienzan a ser nombrados de otra forma, cuando Boris al final los grita todos juntos, y son como todo el odio de la humanidad saliendo por la boca: âSin bajar la guardia, René se enternecÃa. Y de a poco, esa murmuración embrionaria, desarticulada, se constituÃa otra vez en discurso, el último antes del clÃmax. Ahà era cuando Boris usaba palabras como vida, mierda, sentido, droga, condena, madre, otra vez mierda, alma y destrucciónâ. Entonces Estocolmo, ese punto norte de frágil âperfecciónâ, el que da nombre al sÃndrome donde la vÃctima se enamora del verdugo, olvida para siempre su lugar de refugio en el exilio: ahora es el punto donde la fragilidad termina de quebrarse, como el cristal que estalla con un grito.
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