Como señaló Baudelaire, algunas vidas son tanto o más interesantes que las obras artÃsticas que producen, al punto que esas vidas terminan transformándose en sà mismas en grandes objetos de contemplación estética. El dandismo de Jean Lorrain no puede ser puesto en duda y es destacado tanto en el prólogo de Ezequiel Alemian como en la contratapa de esta delicada y cuidadÃsima edición de Relatos de un bebedor de éter. Afecto a armar escándalos públicos con una impúdica exhibición de su sexualidad, amante de lo excesivo y de los duelos (se batió con Guy de Mauant y Marcel Proust entre los célebres), su prosa trasluce un enamoramiento con todo lo que se encuentra en proceso de descomposición, a lo que coloca en ámbitos delicados llenos de los lujos suntuarios de la burguesÃa derrochadora del ParÃs de fin de siècle. Un decadente ciento por ciento. A estas adicciones, Lorrain le supo sumar la de la inhalación de éter, cuya persistencia y larga exposición mancillarÃa su salud provocándole nueve úlceras intestinales que lo pusieron en la senda de la peritonitis y finalmente de la muerte a los cincuenta años de edad. 5p2b2c
El éter entonces es la excusa de estas pequeñas viñetas, relatos engarzados que van dando cuenta de las alucinaciones que provoca la droga en la percepción de sus consumidores. Los relatos se rodean de un aura exterior decididamente feÃsta, con descripciones de lo lúgubre y lo mundano, el aburrimiento de la vida cotidiana en una ParÃs que se muestra como un lugar repetitivo y abúlico, ajeno a toda posibilidad de emoción, con callejones y calles grises, lleno de âhombres de la multitudâ que enajenan a los protagonistas singulares de estos relatos. Una vez superada esa primera capa descriptiva, se encuentra un tono agridulce, un tanto burlón y exagerado, que completa con poco más la escena.
En ese sentido, Lorrain es un gran creador de atmósferas, aunque luego, como suele suceder con los textos decadentistas, la acción quede demasiado sumida en esta ambientación. Las presencias espantosas en la oscuridad, los seres monstruosos y fantasmales que pueblan los relatos en un terror de lenta y descriptiva construcción, enmarcado todo en una forma clásica de un personaje narrando a otro que lo escucha contar una anécdota que le sucedió, rompen con toda posibilidad de fantástico cuando encuentran una explicación racional y simple: todo es producto de las alucinaciones por el éter. âUna noche turbulentaâ, por ejemplo, es un relato que reescribe âEl cuervoâ del maestro Poe pero bajo los efectos de la alucinación, que le quitan la magnificencia, con una lechuza como parodia de la presencia maléfica y un poco de sentido del ridÃculo cuando todo concluye.
Resulta ilustrativo âLos orificios de la máscaraâ como metáfora del mecanismo que guÃa la totalidad de los relatos: unos hombres enmascarados se llevan al narrador a una reunión con clima de ceremonia pagana y cuando se quitan los cobertores no hay nada. El narrador también se quita su máscara y se asusta al contemplar que el espejo no le devuelve imagen alguna. Inmediatamente, el amigo del narrador corta la ensoñación y le reclama haber estado bebiendo éter. El baile de máscaras fantasmales esconde que debajo de ellas no hay nada, debajo de la droga que genera la alucinación no hay nada más que el placer del pequeño viaje.
DecÃamos que muchas veces las vidas son más interesantes que las obras. La escritura de estos relatos anuda adicción y demencia, su lectura conlleva el interés por intentar adivinar lo autobiográfico (autodestructivo y dandy) en los relatos y anécdotas.
La exquisita edición que enmarca el texto termina de conformar un objeto cuya belleza estética se alcanza en la contemplación de la obra como totalidad: los relatos pero también la vida de su autor y el objeto libro en el que todo ha sido condensado.
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