La cosa es sencilla: Charles Michael âChuckâ Palahniuk (Pasco, 1962) no es un novelista de ideas sino un novelista de idea. Una sola. Y de la gracia y la originalidad de esa idea depende toda una novela. Su trama y su eficacia. AsÃ, Palahniuk como un siniestro stand-up comedian apoyándose en cada una de sus entregas en la eficacia y poder residual de un único gag para sostener el andamiaje de todo un libro. 1623y
Asà también, su anterior tÃtulo, Snuff âdonde todo gemÃa y jadeaba alrededor del mundo del cine XXXâ no era uno de los mejores, tal vez porque la transgresión estilo Palahniuk funciona mejor contaminando ambientes y ecosistemas normales y civilizados. Lo mismo sucederá con las próximas Tell-All (con la flora y fauna del Hollywood dorado como telón de fondo y muy por debajo en ferocidad de las aproximaciones de James Ellroy) y Damned (donde Palahniuk se mete con los best-sellers evangélicos de autoayuda). Pero âmientras tanto y hasta entoncesâ aquà viene Pigmeo. Y buenas noticias: Pigmeo âdécimo tÃtulo de Palahniukâ es una buena idea, una de esas ideas palahniukianas de las buenas, un experto y siniestro divertimento.
Sin la ambición formal de Diario o Rant âpero recuperando ese esperpéntico anarco-nihilismo que hizo célebre al autor con El club de la peleaâ Pigmeo es la aproximación marca Palahniuk a uno de los tabúes que le faltaba profanar: el terrorismo internacional y la paranoia norteamericana a todo lo que viene de afuera.
Y de afuera viene el Pigmeo alias Agente 67: trece años de edad y supuestamente inofensivo y diminuto estudiante de intercambio procedente de un estado tiránico y totalitario mezcla de âCorea del Norte, Cuba, China comunista y Alemania naziâ que esconde a un maestro en las artes marciales y miembro fanatizado de una cancerosa célula dormida esperando despertar a la metástasis de un atentado masivo con el nombre clave de Operación Estrago. Hasta que llegue ese momento ây haciendo gala de una narración en primera persona del singular, donde se acumulan los habituales aforismos salvajes, la repetición de tics-slogans y, en esta ocasión, un inglés roto y espasmódico en forma de despachos a los superiores, cadencia no tan marcada en la traducción al españolâ el monstruito participa y condena y hasta disfruta con culpa de adicto de los rituales de convivencia de los Cedar, una tÃpica familia del Medio Oeste norteamericano. Entendiendo por âtÃpica familiaâ que el padre es un cristiano adicto al porno que trabaja en una fábrica de armas biológicas y la madre no deja de tragar pastillas mientras vibra al ritmo de sus muchos vibradores (regalo perfecto para el DÃa de la Madre, amiguitos). De ahà que, en más de un momento, Pigmeo âmoviéndose alternativamente entre el trazo grueso y el tajo profundo, y cuya potencia satÃrica la acerca, por momentos, al Kurt Vonnegut más extremo o un posible primo encerrado en el altillo de Douglas Coupland o Bret Easton Ellisâ funcione como una sitcom televisiva y bizarra donde no se respeta el protocolo durante la misa, se invoca al vivaz fantasma y espÃritu santo de Columbine o, en un tramo verdaderamente revulsivo, se nos oferta lo que puede llegar a suceder en los baños de una catedral capitalista como Wal-Mart. También hay una decapitación. Y bromas sobre el Coronel Sanders del Kentucky Fried. Y mascotas torturadas. Y diatribas fundamentalistas contra los fundamentos de un Sueño Americano resguardado por zombis cuyos cerebros se lavan y centrifugan cortesÃa de un sistema educativo tan feroz y tiránico como la patria del Agente 67.
Lo que no significa que Pigmeo âal igual que el tránsito explosivo del ultraviolento Tyler Durdenâ sea una novela polÃtica aunque, por momentos, se presente como una mutación asfixiante y bastarda y humorÃsticamente negra del sofisticado ruido blanco de Don DeLillo.
Pensar en Pigmeo, mejor, como en una suerte de El verdugo entre el centeno.
Pensar en Pigmeo como en la más terminal de las novelas de iniciación.
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