El tanka es una de las dos formas clásicas de la poesÃa japonesa. La otra, más difundida en Occidente, es el haikú. Un tanka tiene cinco versos de cinco, siete, cinco y siete sÃlabas, que no siempre deben rimar. No es la rima lo que importa en el tanka ni tampoco, como en la mayorÃa de los haikús, la captura de la fugacidad en el paisaje, sus cambios imperceptibles que afectan lo individual. En el caso de Takuboku, el paisaje no es tan incidental como lo humano, el reflejo de una intuición en una circunstancia por lo general triste. Si un tanka de Takuboku aspira a un insight, el mismo se encuentra mediatizado por un pasaje a través de la congoja. Takuboku, cultor máximo del tanka, es Sin-ichi-Isikaua (1885-1912), más conocido por su apodo que significa âArbol susurranteâ. Y Un puñado de arena, en la edición de Hiperión, es la colección de 551 tankas que reúne sus poemas publicados en 1910 que le valieron un prestigio inmediato que no lo eximió de la miseria. En apenas veintiséis años de vida, Takuboku compuso una obra poética vasta, sencilla y directa, prácticamente antimetafórica, bajo el imperio de las emociones: âMujer que una noche/ se bajó del tren/ en Kuchián/ con una cicatriz/ en la misma sienâ. Poder de sÃntesis, que, en su ascetismo, se torna tan sugerente como frontal y, a un tiempo, resulta una derivación al lector, cediéndole descubrir qué subyace en unos contadÃsimos versos. 4u3939
Está comprobado que desde la perspectiva occidental se cimentó una percepción de lo japonés como enigma y espiritualidad restringida a una selecta minorÃa. En este sentido, desde este falseamiento, un afán esteticista interesado en lo exótico, se ha concebido al Japón como lo Otro, privándole de su carnadura. Como ejemplo de una poesÃa distinta, Takuboku pone lo individual en primer plano y el paisaje se transforma, doliente, a la visión del sujeto. Aun en sus ráfagas de intimismo, puede ser leÃda a la vez como autorretrato y como narrativa: âHarto de llorar,/ me puse al espejo/ y empecé a hacer /hasta que me harté/ mil muecas y aspavientosâ.
La cantidad de tankas, más de dos mil, que quedaron en los cuadernos de borrador de Takuboku, al igual que sus novelas, no tuvieron aún traducción a nuestra lengua. Si el número de tankas compuesto por Takuboku puede asombrar, más sorprende su calidad. Aun cuando la esmerada versión española de Antonio Cabezas apela al ritmo de la seguidilla gitana, un lenguaje popular, lo que en numerosas ocasiones vuelve su poesÃa demasiado galaica. Pero los tankas de Takuboku superan este ardid del traductor que podrÃa tergiversar la intención del poeta, y conservan, a pesar de todo, su sentido existencial: la trama subterránea de cada tanka supera con su intensidad todo conflicto de adaptación a otra lengua. A pesar de que esta es una poesÃa amarga, nunca es autocompasiva. Antes que el goce en relamer las propias heridas, Takuboku recurre como estrategia a la ironÃa y la aplica a sà mismo. âUna temporada/ tuve mal los ojos/ y me ponÃa/ gafas de lentes negras/ ¡Y lloraba solo!â. La suya es una poesÃa que no le cede al idealismo: âTodo es dinero,/ dinero./ Y yo me reÃa./ Poco después/ pensando lo mismo/ la rabia me comÃaâ.
De este modo, acercarse a Takuboku implica, desde el vamos, pulverizar la noción de excentricidad de lo japonés. Su reticencia es extrema y, no obstante, poderosamente expresiva. Su lectura opera como el palazo que el maestro zen le descarga en la cabeza al discÃpulo latoso que porfÃa con preguntas molestas. A sus poemas Takuboku los llama âmuñecos tristesâ (literal). Sus tankas proceden de un impulso que busca con frenesà la transparencia: la nieve y la lluvia, lugares comunes de la lÃrica eurocéntrica, se ven diferentes en la mishiadura de la ânovela de un joven pobreâ. Takuboku encarna esa heroicidad, pero aborrece el impulso romántico. Escribir tankas le compensa las tribulaciones de lo cotidiano, que en su caso son desoladoras.
Oriundo de la provincia de Ijate, en el norte de una de las grandes islas del Japón, nace en una familia acosada por la tuberculosis. Desde la infancia Takuboku siente gusto en observar la realidad, su gente, las montañas, la realidad en las anécdotas más triviales. Y la escuela, como aprendizaje, le queda chica. âCon lo que la quiero,/ corté a mi perrita/ las dos orejas./ ¡Qué hastÃo no tendré/ de esta perra vida!â. El libro de asistencias del bachillerato que cursó en Morioka, la capital de la provincia, da cuenta de que en el cuarto curso faltó 207 veces a clase. A los diecisiete, tal como lo registrarÃa en su diario, decide âhacerse famoso con la literaturaâ. Por entonces se enamora de una chica, Sétsuko Jorai, que más tarde serÃa su esposa. Takuboku adhiere a las huelgas que exigen cambios en los profesores y una enseñanza más democrática. No tarda en viajar a Tokio: acá empieza a publicar tankas en una prestigiosa revista literaria. Escribe: âCon alegrÃa./ Algo en que trabajar/ con alegrÃa./ Hacerlo hasta el fin./ Después, sólo morirâ.
La escritura de tankas es a la vez pasatiempo, catarsis, descarga y, por qué no, un diario poético donde compensa su frustración en hacerse novelista: no verá en vida publicada ni una de sus novelas. Al rechazo se le suma la enfermedad. Debe regresar a su pueblo. Por entonces su padre es expulsado del templo acusado de malversación de fondos. A partir de estos dos hechos, la enfermedad y la humillación, el dolor y la tristeza se constituirán en la esencia de su poesÃa. Se establece temporalmente en Morioka, colabora en un diario local. Tiene veintiuno cuando nace su primera hija. Buscando mejorar su posición, viaja a Jokodate, el norte del paÃs, colabora en otro periódico y da clases en una escuela. âQuerÃa un querer/ como si enterrara/ la cara ardiendo,/ ardiendo de fiebre/ en la nieve blancaâ. Se enamora de una maestra joven. Ante las negativas de la muchacha, la relación deriva en una amistad literaria. Un incendio arrasa la ciudad y destruye la escuela y el periódico. Se traslada a Sapporo y después a Otaru. Después a Kusiro. En todas las ciudades que persigue ganarse la vida se emplea como periodista. Llega a ser el responsable de la columna literaria del periódico de Kusiro. âYo olÃa el papel/ de un libro extranjero/ recién impreso;/ y me entraron ganas/ de tener dineroâ. Se enamora de una geisha de diecinueve años llamada Koiakko. Deja el trabajo y se muda a Tokio.
Lo social no es ajeno a su creación poética: los trenes atravesando la intemperie, las putitas que mercan con los viejos, el desprecio de los chicos hacia el hijo de un policÃa, la reivindicación del robo de los desposeÃdos, el vino como anestésico de la desgracia, el padre que pierde un hijo en la guerra. Y la guerra está ahÃ: âDespedà a un batallón/ que iba a la guerra./ Yo estaba triste/ viendo que ellos iban/ sin ninguna tristezaâ. Lejos de los suyos, fracasado y pobre, su salud se quiebra. Un amigo de la familia, un militar joven, apuesto y de buena posición, ayuda a su familia y se casa con su cuñada. Más tarde, Takuboku descubrirá que el militar es amante de su esposa. Por entonces ya ha avanzado en la escritura de un diario con extensas zonas escritas en inglés para bloquear la curiosidad de su mujer. âCon pluma lo escribÃ/ y está en mi diario:/ Que hoy vi un poquito/ por el hueco del escote/ que tenÃa a mi ladoâ.
El diario, con más suerte que sus novelas, tendrá un valor póstumo y será traducido a varios idiomas. A los veinticuatro años tiene un hijo, que morirá a las tres semanas. Compone entonces, en el mismo dÃa, Cantos a mi hijo muerto (28 de octubre de 1910): âEra tarde una noche/ cuando yo volvÃ/ de mi trabajo/ y abracé a mi hijo/ que acababa de morirâ.
Cada uno de estos ocho tankas es un desgarro: âLos nabos engordaban/ sus raÃces blancas/ pero mi hijo/ nació y se murió/ a las tres semanasâ. Y también: âComo el que se enfrenta/ a un gran misterio/ puse la mano/ en la frentecita/ de mi hijo/ muertoâ. El octavo tanka: âLa piel de mi hijo/ de cuerpo presente/ con gran tristeza/ hasta la mañana/ estuvo calienteâ.
Dos años después muere su madre. Y un mes más tarde, muere Takuboku. Uno de los tankas que integran Un puñado de arena dice: âPensé que las palabras/ que no usa nadie,/ acaso sea/ yo solo en el mundo/ el que las sabeâ. Lo que puede leerse, además de como arte poética, como epitafio.
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