âNunca se muere a tiempo, y toda muerte y toda existencia no deja de ser un enigmaâ escribieron Jung Ha Kang y Eduardo Rinesi en El Ojo Mocho, a propósito del legado que dejó el filósofo y ensayista Carlos Correas, suicidado el 17 de diciembre de 2000. Y asà como uno no termina nunca de nacer, tampoco muere en su último gesto, o, en todo caso, parafraseando al propio Correas, en una sentencia a las claras macedoniana, uno no muere para sà mismo, sino simplemente para el otro. La publicación del libro La manÃa argentina por parte de la Universidad Nacional de General Sarmiento es una prueba de ello. Correas vuelve, con el sutil poder de su crÃtica disolvente, con la potente irreverencia que caracteriza su ensayÃstica. 2gq3o
Correas escribió La manÃa argentina a mediados de los â80, pero hasta esta publicación sólo circulaba a cuentagotas dentro de un cÃrculo pequeño de personas, por lo general amigos del autor. En 2001, El Ojo Mocho le dedicó un dossier a Correas y publicó âFraternidad Victorianaâ, uno de los capÃtulos que, junto a su Operación Masotta (1991), facilitan el acercamiento al derrotero intelectual de uno de los más refinados exponentes del existencialismo porteño, que tuvo su lugar de encuentro en la revista Contorno, fundada por los hermanos Ismael y David Viñas, y que nucleó a un interesante grupo de jóvenes escritores, entre los que se encontraban Oscar Masotta y Juan José Sebreli.
El propio Sebreli ahora, junto a Abelardo Ramos y VÃctor Massuh, resultan objeto de la crÃtica vigorosa de Correas. Massuh, considerado por Correas como un âsentimentalista babieca y arbitrarioâ, a quien no le perdona, entre otras cosas, su papel como ârepresentanteâ de Argentina ante la Unesco durante la dictadura militar, situación que define como âexilio institucional o diplomáticoâ, es su flanco principal de ataque. Pero antes, Correas se va a encargar de Ramos y Sebreli. El punto de partida será el discurso de las Fuerzas Armadas argentinas durante la última dictadura. Con la fineza propia de su prosa, donde cada concepto es justificado y amparado en un análisis sesudo, Correas se encarga del uso particular de las palabras âguerraâ, âsubversiónâ y âterrorismoâ. Correas acude a Clausewitz, al idealismo de Hegel y al materialismo histórico de Marx y Engels, para desentrañar y poner en caja las implicancias de un discurso con pretensiones arrolladoras, como aquel del Primer Cuerpo del Ejército que publica el diario La Nación en 1976 y que brama: âDebemos tener en cuenta que no sólo existen en esta guerra dos bandos, uno, el de los argentinos que tiende, mediante el trabajo honesto, a ser orgulloso de su destino, otro, el de la subversión que pretende aplastar la libertad individual creadora, hay un tercero, el de los indiferentes, los que no toman conciencia de lo que ocurre en el paÃs. Al primero debemos honrarlo, al segundo aniquilarlo y al tercero llamarlo a la reflexión para lograr el bienestar comúnâ. Y tras el desmenuzamiento exhaustivo de cada una de las terminologÃas aplicadas al discurso oficial, salta a la âguerra reflejaâ, aquella que niega la realidad de la guerra y que es, nada más y nada menos, que la âirrealidad de los intelectualesâ.
Es en este momento donde entran en escena Ramos y Sebreli. Correas analizará dos libros: La era del peronismo (1981) de Ramos, y Los deseos imaginarios del peronismo (1983) de Sebreli, que enturbiados por lo que Correas llama âpsicosis de guerraâ resultan una clara expresión de la manÃa argentina, en sus vertientes âsocialistaâ y âmarxistaâ.
A Ramos lo despacha más o menos rápidamente. Lo llama burlonamente âpequeño maestro del socialismoâ y le critica el uso âcandoroso (o malicioso)â del libro Mi testimonio (1977) del general Lanusse, a quien âel anticomunismo, el generalato, las incesantes convocatorias de los jefes del Estado Mayor (...) lo han vuelto lelo, y no inocentemente, para la compresión de la historiaâ. Sin embargo, más grave que la majaderÃa de Ramos es para Correas el cuadro que presenta Sebreli. Atrás quedan el ânoviazgoâ y los años compartidos en las décadas del 50 y 60, cuando ambos compartieron aventuras en la Buenos Aires de los bajos fondos, de los paredones interminables y oscuros de Constitución, de la casa materna del propio Correas, las largas discusiones sobre existencialismo y homosexualidad. Aquà la crÃtica es despiadada. El filósofo Correas se mofa hasta el hartazgo del autodidacta Sebreli, de su escritura tosca y arrebatada, de la imagen que el mismo se construye: âun pensadorâ que habla desde âuna perspectiva marxistaâ, y no es menos lapidario con el contenido del libro. âPero allende que Los deseos imaginarios del peronismo sea una miserable bazofia pedantesca, que postula `ayudarâ a las masas en vez de ayudarse en y por ellas para descubrir el real secreto de la opresión y del terror argentinos, encontramos que la disgregación mental, la fabulación y la mentira son los tres mayores sÃntomas de la psicosis de guerra que tiene curso en el libroâ, escribe Correas, y unas lÃneas más abajo defenestra a su âamigoâ como un animal a su presa, desgarrándolo primero, hasta llegar a decir que el resultado de su libro es âuna corrupción del marxismo que puede únicamente sentirse impune apostando por la ignorancia del lectorâ.
Sólo después de delimitar la cancha, los márgenes para la polémica, el autor se va encargar de Massuh, a quien presenta como el principal ejemplo de la manÃa intelectual argentina, precisamente por la defensa que éste hace de la guerra anti subversiva, a través de âuna doctrina que es violenta y de violenciaâ, ya que âadopta necesariamente el partido de la represión armada contra la subversiónâ. El comienzo es el número 237 de la revista Sur, âPor la reconstrucción nacionalâ, posterior a la Revolución Libertadora, en la que Massuh avisa que hecha la ârevoluciónâ lo que resta es âuna sola tarea perdurable: la educación de las masas para el civismoâ. Massuh, denuncia Correas, declama que âla libertad trajo una restitución de la verdad argentinaâ y reviste asà el carácter de âgorila autorizado al cual le es lÃcita la salmodia: ânuestro pasadoâ, ânuestra historiaâ, âtodas nuestras esenciasââ. Massuh habla de una libertad puesta al servicio de la propiedad. âLas resistencias que es preciso vencer tocan a la formación espiritual del pueblo argentino. Es urgente inculcar que tenemos una historia, un hogar altivo, unos cuantos hombre venerables y un santo fervor que no se han hecho para una minorÃa sino para todos los hombres y mujeres de nuestra patria. En el mundo espiritual debe encontrar la ciudadanÃa estable aquel conglomerado humano flotante siempre dispuesto a ceder al hechizo de los caudillosâ, escribe Massuh, y Correas le responde: âEducar o moldear a las masas, ya que no aprender de o ser formado por ellas (...) Por lo tanto, si la libertad del espÃritu es la finalidad, el resultado es la opresión envilecedora de la mayorÃaâ.
La manÃa argentina, cuenta además con un interesante prólogo de José Fraguas, de la UNGS, quien bajo el tÃtulo âArgumentación y disolvenciaâ presenta al personaje Correas de manera precisa, y recalca entre otras cosas la soledad del escritor. El mismo tema que recoge Carlos Surghi, de la Universidad Nacional de Córdoba, en el epÃlogo del libro. Por qué, se pregunta Surghi, de dónde la necesidad de leer hoy a Correas y en particular este texto âque es su versión más acabada de la Argentina como problema, como pasión, como destinoâ. La respuesta es sencilla: âPorque la Argentina sigue siendo esencialmente la misma obstinación que como tal existe en los sueños o en las pesadillas de sus autores; y porque también los extravÃos colectivos que discuten su suerte propician la atención suficiente para la vos provocativa de nuestro autorâ. Correas, un personaje solitario y desesperado, que a pesar de su viejo traje azul, su sordera, y las gruesas lentes a través de las cuales apenas se podÃan adivinar sus ojos, cautivaba con sus extensos relatos sobre aquella época de la que fue protagonista, entre Sartre y el peronismo silenciado, relatos que se multiplicaron hasta aquel dÃa en que la soledad pudo más.
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