Para fortuna de todos nosotros, en las ya emblemáticas entrevistas del Paris Review, hay una concedida por V. S. Pritchett (1900-1997) a sus noventa años, algo que viene a cuento (largo) con ocasión de la aparición de Amor ciego. AllÃ, desde la distancia objetiva que le facilita su edad, Pritchett señala con lucidez las estrategias de sus cuentos y esboza una breve teorÃa para el relato. Dice: âEl cuento representa una porción de la realidad que consiste en aislar un incidente. Lo más importante de una historia corta no es la trama, sino el detalle. La trama funciona si se sostiene sobre esa clase de detalle que no es descriptivo, sino que empuja la acción hacia delanteâ. s5q5v
Aunque parezca raro o forzado, Amor ciego tiene todas esas caracterÃsticas. Los seis relatos que lo componen, más allá de la evidente ilación temática que comparten, tienen una manera novedosa (sobre todo para la época) y potente de entender el relato; no como una historia que cuenta dos historias (Poe, Piglia), tampoco como la sublimación simbólica del detalle (Chejov, Carver), sino que, sin apartarse de las filas del realismo clásico, Pritchett encuentra en el montaje cinematográfico una forma acorde para hacer que la suma de los detalles condensen en un relato que nunca cae ni se estanca. Pritchett no pierde el tiempo describiendo un lugar, tampoco se hace mala sangre por si presenta a sus personajes de tal manera ya que eso quiere decir algo, o si hacen tal cosa porque eso quiere decir tal otra. Se dice lo que se cuenta a contrarreloj, siempre en la superficie de la vida cotidiana, y el sÃmbolo está en la narración que se reinventa a sà misma en cada oración que se adelanta. Se puede ser realista sin perder el ritmo atlético, palabra que aparece en la entrevista y que a Pritchett le gusta para definir su arte: contar cuentos es una carrera en cien metros llanos.
En los relatos de Amor ciego poco hay de penurias y llantos por la pérdida del objeto amoroso, menos de exageración melodramática en la deriva de las pasiones; Pritchett se acerca al tema para urdir en la trama de las contenciones. Con ecos de la narrativa rusa, más Turgueniev que Chejov, mucho del Henry James de Daisy Miller, y, sobre todo, del Joyce cuentista y los narradores breves irlandeses, Pritchett se permite algo que los escritores no siempre hacen: finales felices. Porque, entiende, la trama está al servicio de sus personajes y no de quien lo cuenta. Y a pesar de que muchas veces se busca en la extravagancia algo para contar, los cuentos de Pritchett parecen salir de la nada misma, sin misterio circundante: el amor que surge entre un ciego y su ayudante, quien tiene una mancha dérmica que modifica su carácter; la excitación emocional que padece un vendedor novato de antigüedades por la joven esposa de un colega; las dudas de un hombre al conocer a una chica acechada por su anterior e ingenuo novio; el pasado de un viejo galerista; los recelos familiares que causa una joven al pretender casarse con un hindú.
El lector siente cuando cierra el libro que el incidente recortado vuelve sin percances a la cotidianidad, y que mucho no ha pasado, salvo que es ahora él quien se ha aislado y transformado.
La vida de V. S. Pritchett merecerÃa más que este párrafo final, demasiado acotado para abarcar casi un centenar de años de vida de este auténtico âHombre de Letrasâ como él mismo se llamaba. Como hechos destacables se cuentan el abandono del colegio para dedicarse al negocio del cuero, interminables viajes por Francia y España, un papel en la resistencia sa de la Segunda Guerra, una relación amistosa y laboral con Hitchcock; una voluminosa obra consistente en novelas, libros de viajes, cuentos, biografÃas y crÃtica literaria; entre tantos y desconocidos etcéteras. Quizás una frase del propio escritor sirva mejor para sintetizar (algo que le agradarÃa) su paso por este mundo: âSiempre pensé que la vida y la literatura están entrelazadas y que en esos cruces está mi búsquedaâ.
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