Eramos muy jóvenes, vivÃamos en ParÃs. Como todos, alentábamos esa pretensión banal que participa de la ingenuidad y la astucia: ser escritores, de algún modo, aun antes de escribir. A mi mujer se le ocurrió llamar a la Académie Française porque sabÃamos que un argentino habÃa sido consagrado del modo más francés y más cabal: con un sillón. Se llamaba Héctor Bianciotti y, contra todo pronóstico, una semana después vino a cenar a nuestro departamento anómalo de la calle Adolphe Yvon. Bajé a recibirlo porque no pudo franquear la puerta de entrada con sus códigos de . La primera impresión fue de extrema elegancia, venÃa muy bien trajeado. Enseguida me preguntó si la pareja que acababa de entrar al edificio estaba invitada a la cena. Le dije que no, y él me contó que lo habÃan abordado para decirle que iraban su obra. 2j6v69
En el departamento nos confesó aliviado que durante el trayecto habÃa temido que lo hubieran invitado a una cena de viejas aristócratas del barrio dieciséis. Nos reÃmos, y enseguida encaramos lo que considerábamos nuestro deber: el elogio de Los desiertos dorados, una novela bien escrita sobre la ambigüedad del miedo. La habÃamos leÃdo en dos o tres noches, instalados en la terraza del único restaurante de Marsa Matruh, desolada playa egipcia a mitad de camino entre AlejandrÃa y la frontera libia. Pero el proyectado elogio fue más bien exiguo, porque él nos explicó que habÃa dos libros suyos que querÃa olvidar definitivamente, uno era la novela que nos gustaba.
En ese primer encuentro nos habló de Córdoba: odiaba el lugar en el que habÃa nacido, en el campo. Y también de su experiencia como seminarista en un convento de Moreno, al que habÃa huido. De los viajes al centro, en tren, que el rector le permitÃa hacer cada domingo para comprar libros, con la condición de que no los hiciera circular entre los otros seminaristas. Aunque entonces no sabÃa francés, compraba libros ses, que leÃa con la ayuda de un diccionario. Nos dijo que habÃa descubierto que se podÃa estar desesperado en una lengua y apenas triste en otra. Se fue temprano.
Nos volvimos a ver en su casa. También nosotros tuvimos dificultades con los códigos de : cada vez que cruzábamos el helado patio interno, entre una multitud de plantas en macetas, lo veÃamos, sin que él nos viera, sentado detrás de su ventana en actitud de escritor, de espaldas a una biblioteca. Nos llevó a un restaurante de Montparnasse. Esa vez lo abrumamos con preguntas y de a ratos se dejó ganar por la evocación. Supimos que después de abandonar el seminario se mudó a Buenos Aires, donde frecuentó el medio del teatro. âYo querÃa hacer teatro ânos dijoâ, escribir, actuar o dirigir.â Y que empezó a asistir regularmente a las reuniones multitudinarias en casa de Silvina Ocampo y de Bioy. Entendimos que formaba parte de una cohorte natural de iradores en torno de Silvina. Cuando le preguntamos si habÃa conocido bien a Bioy, nos dijo: âBueno, ustedes saben cómo son las parejas: cuando uno es amigo de uno, no es amigo del otroâ. Nos dijo que Silvina era âencantadora, muy loca, divertidÃsimaâ. Que estaba continuamente inventando alguna cosa disparatada. âComÃamos siempre carne, de la estancia, que ella te ofrecÃa en la punta de un cuchillo, y vos tenÃas que abrir la boca, ¿te das cuenta? Y eso sÃ, después de la carne, dulce de leche: era sagrado. El departamento era enorme, muy venido a menos. Las cosas se rompÃan en los cuartos. Entonces ella se levantaba y declaraba clausurada alguna puerta para siempre. La cerrábamos y ya no volvÃamos a abrirla nunca.â
Evocaba a Silvina y volvÃa a irarla, y ante ese recuerdo luminoso todas las otras figuras aparecÃan veladas en el relato, en la simbólica penumbra animada propia de algunos cuentos de Bioy. Quisimos saber si habÃa conocido a Borges. Nos dijo: âDespués sÃ, pero en ese entonces hablé unas pocas veces. Una vez nos sentaron frente a frente, y él recitó sonetos interminablemente. ¿Cómo se llama ese escritor argentino que no escribió más que sonetos? ConocÃa todos sus sonetos de memoria. Me decÃa: âY éste, ¿qué le parece?â, y recitaba uno. Yo le decÃa que no me parecÃa gran cosa, y él entonces decÃa: âNo, pero fÃjese en este otroâ, y recitaba uno másâ.
Le preguntamos sobre la determinación de viajar a Europa y nos dijo que más de una vez le habÃa ocurrido pasar la noche preso, por homosexual, y que estaba desesperado por irse del paÃs, aunque no tenÃa dinero. Una tarde, sentado en un banco de la plaza San MartÃn, vio pasar a Rodolfo Wilcock, a quien conocÃa de las veladas en casa de Silvina. âEl era muy distraÃdo, pero lo llamé, y me reconoció. Hablamos un rato, y en algún momento me dijo: âPero, ¿qué hace usted acá? Usted tiene que viajar a Europa. Mire, en veinte dÃas sale un barco; el pasaje es barato, ¿por qué no se embarca?â. Yo le decÃa que no tenÃa dinero, pero él porfiaba con que de algún modo debÃa conseguirlo y embarcarme. Y entonces ocurrió que algunos amigos organizaron una función teatral y me dieron lo recaudado para que pudiera viajar. Era dinero para el pasaje y un mes de estadÃa. Pero al embarcarme descubrà algo curioso: Wilcock también se habÃa embarcado. Me habÃa hablado del barco y de la necesidad de viajar, pero nunca dijo que él también habÃa decidido partir. Y lo más curioso es que en todo el viaje no me dirigió la palabra, como si no me conociera. Años más tarde, cuando él publicó un libro en Roma y yo ya trabajaba para Gallimard, en ParÃs, le escribà a instancias de la editorial proponiéndole publicar la traducción de su libro. Intercambiamos algunas cartas en las que se repitió la farsa: ambos escribÃamos como si no nos conociéramos. Finalmente, no aceptó la publicación.â
Durante los primeros meses en Roma durmió en la escalera monumental de Piazza Spagna: âLavaba la ropa en la fuente del barco que hace aguaâ. En Madrid actuó en tres pelÃculas: âNo recuerdo el nombre de ningunaâ. Después viajó a ParÃs. Para Gallimard, editó la obra de Borges en francés. Lo vio morir en Ginebra: nos habló de un pie azul, surgiendo por debajo de las sábanas. Publicó varias ficciones inspiradas en su vida de relaciones, y al cabo de los años empezó a escribir en francés, esa lengua apenas triste. Circuló por los arrabales de la literatura argentina, y se quedó para siempre en uno de ellos: ParÃs. La última vez que hablamos nos llamó para decirnos que habÃa leÃdo un cuento que le habÃa gustado, porque de algún modo lo concernÃa: era un cuento sobre el miedo. âLo que le ocurre al personaje, su incapacidad para actuar, paralizado como está por el temor, es algo que me ocurre todos los dÃas.â Supimos que después fue perdiendo la memoria, olvidando las palabras: se habrá olvidado de la desesperación y, con un poco de suerte, acaso del temor.
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