âLos recuerdos aparecen unos detrás de otros como las aves emigrantes en el cielo. Nuestra vida no es otra cosa más que recordar; una vida es una acumulación de nombres, de tristeza, de rostros, de cielos y jardines, y debemos recordarlo todo antes de que anochezca.â Son varias las señales de este crepuscular y extraño libro de Héctor Tizón que dan idea de despedida: la alusión a contar al borde del abismo, un declarado desencanto por la industria cultural y editorial y, más precisamente, la anotación concreta, en el epÃlogo, de que quizás éstas sean las últimas páginas que escriba. Memorial de la Puna es, tal vez, el más poético de los libros de Tizón. 461z3w
En una entrevista que Radar publicó tres años atrás Tizón decÃa, en su casa de Jujuy, que estaba escribiendo unas notas inclasificables, âcomo si fuera una larga conversación, por momentos con otra persona, por momentos conmigo mismoâ, y que esas notas no serÃan âni ficción, ni ensayo, ni memoriaâ. âTal vez una crónica, aunque no lo parezca del todo, o un diario, aunque tampoco parezca esoâ, decÃa, y que también tenÃa escritas âuna serie de crónicas del desiertoâ. Memorial de la Puna condensa todo eso, tiene un poco de cada cosa, sin que a Tizón le preocupe saber a qué género pertenecerán estos textos: âSerán recuerdos imaginarios de la memoria y los sueñosâ, escribe en el prólogo. âSu tema será el desierto, la descripción del desierto en cuyos lÃmites vivo, pero también el desierto interior de mi vida actual y mi pasada memoria. La visión del desierto, con su soledad y silencio, nos empeña en develar el significado pendiente de todas las cosas.â
Y también del paso y la estadÃa de los hombres allÃ. Cada uno de los seis relatos que contiene el libro, se indica, proviene de un cuaderno distinto; tienen como territorio común a la Puna, tierra âlijada por los vientos y la salâ, âel gran desierto lunar cálido y frÃoâ, más que un lugar una experiencia, en el que âestá el hombre solo entre sus semejantes en su destino más elementalâ. Es significativo, complementariamente, que en casi todas las historias exista una vinculación con el afuera, sea a partir de personajes que pasaron por allÃ, o que llegaron desde Europa para encontrar en este sitio la muerte, o para contrastar tiempos, vorágines, frondosidad de las cosas, lo rural y lo urbano, uno de los temas de la narrativa de Tizón. âHay un silencio misterioso que siempre ocurre segundos antes de que el sol asome. Esto es sabidurÃa de campesinos que el hombre de la ciudad no advierte, como tampoco advierte que va a morir cuando la muerte se acerca lentamente.â
Dos de esas historias tienen su enlace con libros que Tizón ya publicó. En un pasaje de La belleza del mundo se inspira el primero de los textos, âEl hombre que vino del rÃoâ, el paso por la Puna de un caminante que, acompañado por un perro negro, no sabe hacia dónde va y carga con él una trágica historia de desamor; su interlocutor ha buscado la soledad en un pueblito, San Marcos, para centrarse en escribir. âPero la soledad es patrimonio del hombre cuando deja este mundo, en el cual es imposible estar solo por mucho tiempoâ, escribe, y se percibe, de arranque, esa ruptura de enfoques convencionales, porque el hombre pasa, deja su historia y abre paso âtras el sencillo subtÃtulo âOtro dÃa, en mayoââ a un entramado de observaciones, escenas y recuerdos que entretejen con hilos invisibles los asuntos de fondo, palabra y silencio, hombre y naturaleza, sentido y no, Dios, razón de vivir y de morir. âEl desierto es un aprendizaje de la abstracción y también el gran maestro de lo simple âanotaâ. Sus leyendas, los cuentos, los poemas y la risa configuran las noches del desierto, no son el fruto de la meditación.â âRecuerdos de un dinamiteroâ es el otro relato que se relaciona directamente con un libro anterior (La mujer de Strasser), y tiene como protagonista al mariscal Tito, que ante un ventanal y una manifestación que se diluye en Belgrado evoca la guerra, su vida y, también, su paso por Yala para trabajar dinamitando colinas en pos del puente que construirÃa Strasser. âEl desierto, como el que recorrÃa hasta La Quiaca âpiensa el mariscalâ nos enseña hasta qué punto vivimos poseÃdos de nuestras posesiones, de nuestras casas atiborradas de muebles, y los muebles, de cosas; no podemos andar en los espacios que nos dejan libres las cosas diseminadas.â
Tizón retrata en otra historia al conde de Montseanou, un pianista belga y bebedor, amigo de Pierre Drieu La Rochelle, que andaba por La Quiaca bajo la tutela de la dueña de un prostÃbulo: este noble polvoriento no sabe qué hace ahÃ, y si fuera coherente estarÃa en el Congo, dice, como sus parientes. Tizón cuenta, también, en âRéquiem para un canario mineroâ, el asesinato de Rafael Tauler, un hombre que llegó desde Canarias, solicitó la explotación del yacimiento que es hoy la mina Pirquitas y fue luego encarcelado y ejecutado por orden del gobernador jujeño de entonces, un caso que escandalizó a la provincia en 1935. âTal vez no serÃa ocioso ni extraño mirar este paÃs desde un lugar desde el cual nunca se ha visto, desde la periferia, desde el desiertoâ, piensa el narrador convaleciente de âFrontera abajoâ, que cuestiona con resignación y nostalgia la posmodernidad, el discurso global, el endiosamiento de las ciencias matemáticas y puede apreciar, a la vez, el arte efÃmero de las imágenes que los vecinos arman con pétalos de flores, que âen términos absolutos no será menos permanente que el Duomo de Milánâ. âTrabajar para nada, modelar, crear sabiendo que la creación carece de futuro, ver esa obra destruida en un par de dÃas siendo conscientes de que, en el fondo, eso no tiene más importancia que construir para la eternidadâ, anota. En âParalipómenosâ, acaso el más onÃrico de los relatos, el narrador llega en un caballo negro hasta la más alta de las lagunas; es otoño, llovizna y desde una piedra con forma de butaca, puede ver el valle. âCuando vivimos en paz, consustanciados por la naturaleza, envejecemos menos de prisaâ, dice el narrador, y planea quedarse allÃ, no volver a la ciudad. Y dejar de escribir: âAhora me doy cuenta más claramente que escribÃa porque la vida no me bastabaâ. La triste hermosura de este libro tienta a reconvenirlo: una insensatez. Apunta Tizón, en el comienzo de Memorial de la Puna unos versos de Quevedo: âRetirado en la paz de estos desiertos,/ con pocos pero doctos libros juntos,/ vivo en conversación con los difuntos/ y escucho con mis ojos a los muertosâ.
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