Entre 1977 y 1988 Claude Lévi-Strauss, el famoso antropólogo francés, visitó Japón en cinco oportunidades. Ya era uno de los intelectuales más reconocidos en todo el mundo, sobre todo por su aplicación del análisis estructural âtomado del modelo lingüÃstico de Ferdinand de Saussureâ al estudio antropológico. El llamado âestructuralismo francésâ puede considerarse casi una invención suya. Cuando pisa Japón por primera vez, el estructuralismo ya estaba prácticamente agotado; el autor de Tristes trópicos tenÃa entonces 69 años. Los viajes de Lévi-Strauss al Japón fueron experiencias de senectud. Sin dudas, fue una vejez de mucha actividad: siguió trabajando y publicando hasta poco antes de cumplir 90 años. Las conferencias dictadas en Japón son, al mismo tiempo, un viaje de vuelta a la infancia. Cuando era apenas un niño, su padre premiaba su buen desempeño escolar sacando de un cajón una estampa japonesa que el pequeño Claude coleccionaba como si se tratara de un tesoro ancestral. La primera imagen que recibió de manos de su padre âpintor y seguidor de los impresionistasâ representaba paseantes âentre enormes pinos al borde del marâ. En realidad, sus primeros viajes al Japón fueron fundamentalmente imaginarios: desde los cinco o seis años âhasta mis diecisiete o dieciocho años, todos mis ahorros fueron destinados a acumular estampas, libros ilustrados, láminas y empuñaduras de sable, indignas de un museo, pero que me absorbÃan por horas, aunque más no fuera para descifrar âarmado de una lista de caracteres japonesesâ los tÃtulos, leyendas y firmas. Toda mi infancia y una parte de mi adolescencia, desde el corazón y desde el pensamiento, se desenvolvió tanto, si no más, en Japón que en Franciaâ, escribió. 1v5p2v
Los estudios antropológicos que hicieron célebre a Lévi-Strauss implicaron un trabajo de campo de años conviviendo con su objeto de estudio, las tribus del ânuevo mundoâ. El propio autor se considera a sà mismo un âamericanistaâ; por eso, a la hora de expresar sus impresiones sobre Japón tiene la precaución de señalar que sus visitas a la isla suman, en total, una estadÃa de unos pocos meses. Tiempo insuficiente para un trabajo verdaderamente importante para su disciplina. A pesar de esto ây de su desconocimiento de la lengua japonesaâ, la mirada del etnógrafo es siempre de una enorme riqueza. Es importante recordar que lo que llama la atención del antropólogo ante una cultura diferente no es, en primer lugar, las diferencias manifiestas sino las semejanzas con la propia cultura. Por ejemplo, âno existe sociedad alguna que no posea una nomenclatura de parentesco y reglas de matrimonio que distingan a los individuos emparentados en cónyuges permitidos y cónyuges prohibidos. Tenemos allÃ, pues, un primer medio para distinguir a las sociedades entre sà y darle a cada una un lugar propio dentro de una tipologÃaâ. Esto âque en Japón es apenas un ejemplo para dar cuenta del método de trabajo del antropólogoâ fue lo que Lévi-Strauss desarrolló en detalle en Las estructuras elementales del parentesco, uno de sus grandes aportes a la antropologÃa del siglo XX.
Entre las semejanzas que permiten poner en relación el Extremo Occidente (Francia) con el Extremo Oriente (Japón) aparecen una serie de prácticas que, presentes en ambos márgenes de Eurasia, arrojan diferencias tan sutiles como significativas. Algunos ejemplos: un japonés que se ausenta por un breve momento âsupongamos que sale a comprar algoâ no dirá que âsaleâ sino que âregresaâ; en la cocina, para freÃr un alimento, no se âecha en el aceiteâ sino que se âlevantaâ o âse elevaâ fuera del aceite; el tejedor no coloca el hilo en el ojo de la aguja sino que es el ojo, el agujero, el que va al encuentro del hilo. Una vez enhebrada, la aguja no va sobre la tela, sino que es ésta la que avanza sobre la aguja. El jinete occidental monta a caballo por la izquierda, mientras en el Japón âal menos antiguamenteâ se hacÃa por la derecha. Y al caballo, al ser introducido en la caballeriza, en lugar de hacerlo entrar por la cabeza, lo empujan desde atrás. Un ejemplo más de este âmundo al revésâ, el uso de la sierra: en Occidente serruchamos moviendo la herramienta hacia afuera; el japonés serrucha hacia adentro. Las diferencias observadas en cada una de estas prácticas permiten caracterizar, a grandes rasgos, la cultura occidental mediante un movimiento centrÃfugo, mientras que, en Japón, se trata más bien de un movimiento centrÃpeto. En lugar de ir del sujeto al objeto, el japonés parece realizar el recorrido inverso, a tal punto que el sujeto, el yo japonés, âaparece no como un dato primitivo, sino como un resultado hacia el cual uno tiende sin tener la certeza de alcanzarâ. Reforzando esta misma idea, Lévi-Strauss agrega que, según le han informado, el famoso âpienso, luego existoâ de Descartes serÃa una fórmula imposible de traducir al japonés.
Ahora bien, aunque prevalezca un juicio indulgente y generoso, no todo es asombro y fascinación en el discurso levistraussiano sobre el Japón. La mirada crÃtica tiene su centro en la violenta relación del japonés con la naturaleza. El occidental se siente ânaturalmenteâ separado de la naturaleza; no asà el japonés: âEs probablemente la ausencia de distinción marcada entre el hombre y la naturaleza, lo que también explica el derecho que se arrogan los japoneses (por medio de esos razonamientos perversos a los cuales a veces recurren: asà para la pesca de la ballena) de dar prioridad a veces a uno o a veces a otro y de sacrificar, de ser necesario, la naturaleza a las necesidades de los hombresâ, dice. En otra parte lamenta âla brutalidad con la cual el Japón trata a la naturalezaâ. Los japoneses siempre pueden recordarnos la violencia que la propia naturaleza viene enseñándoles desde tiempos inmemoriales. La isla, hace quince o veinte mil años, estaba todavÃa unida al continente. Los terremotos son tan frecuentes que, lejos de ser simplemente un desastre natural, llegaron a configurar una mitologÃa según la cual el sismo constituye una ârenovación del mundoâ, haciendo posible lo imposible: que los miserables, los pobres, puedan apropiarse âen medio del horrorâ de los bienes de los ricos.
Lévi-Strauss pasó buena parte de su vida pensando en el Japón, aunque convencido de que morirÃa sin conocerlo. Los dos libros que acaban de publicarse, centrados en la experiencia del antropólogo en tierra japonesa, dan cuenta del genuino enamoramiento del autor francés ante la cultura nipona. Su recorrido no se detiene en piezas de museo ni en templos colosales; lo que le interesa es siempre el detalle, el gesto mÃnimo en el ejercicio del oficio modesto, o la habilidad japonesa para separar los elementos, se trate de colores (en pintura) o de sabores (en cocina), por citar sólo dos casos. Dice Lévi-Strauss que, después de haber estado en Japón, consume el arroz a diario y cocido a la japonesa. Y aclara, al borde del cliché: âMe evoca el Japón del mismo modo en que la magdalena pudo haberlo hecho con Proustâ.
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