El último joven es un bello tÃtulo. Es el tÃtulo de un libro de cuentos, el primero que publica Juan Ignacio Boido, pero no es el tÃtulo de un cuento en particular. No hay aquà âparte por el todoâ, truco fácil y un poco desolador al que los tÃtulos de los libros de cuentos quizá nos tengan demasiado acostumbrados. En rigor, âel último jovenâ viene de un cuento, como se dice a menudo de esos ritornellos cuyo origen ignoramos y por eso mismo nos hechizan: una música que llega de una habitación lejana, un nombre que el pasado deja caer de golpe en la conversación que no lo esperaba. 30706p
La expresión viene del cuento más largo del libro, casi una nouvelle ââTeddy Hernández entra en la literaturaââ, en particular de una frase en la que no es difÃcil escuchar el eco, tan nÃtido que suena a logotipo, del imaginario de Roberto Bolaño: âHabló âescribe Boidoâ de la manta de lana en que se envolvió el último joven del batallón de poetasâ. El contexto inmediato involucra a Troya, su guerra, sus muertos de leyenda, pero la vibración mÃtica de la viñeta âpoeta-soldado desvalido necesitado de abrigoâ no es muy distinta de la que anima a las manadas de infrarrealistas que trasnochan en la ficción de Bolaño. Sólo que Boido, a diferencia de Bolaño âa cuyo juvenilismo hiperoxigenado Boido sin duda no es insensible, como lo pone blanco sobre negro el cameo que le regala en el último relato del libroâ, maneja otro volumen. Habla más bien en voz baja, en clave menor, como si el romanticismo de cualquiera de sus detectives salvajes (chicos lectores, aprendices de escritores, egresados que debutan como profesores de la secundaria de la que egresaron, enamorados atentos a lo que sueñan sus objetos de amor: en otras palabras, esa estirpe de doliente lúcido y solitario que se deja resumir por la figura del testigo, alguien que siempre está a la vez adentro y afuera de aquello de que da testimonio, moviéndose âpor los bordes de la fiestaâ) nunca fuera tan romántico como cuando lo vela, poniéndolo más en carne viva que nunca, una sombra de fragilidad o de miedo. En esa discreción, en el pudor con que la expresión âel último jovenâ se desliza en la frase, arriesgándose a pasar inadvertida pero destilando toda su lacónica tristeza, está el secreto de su formidable resonancia, la clave del sigilo con que destiñe sobre los demás cuentos.
Sólo cinco relatos caben en el libro âla frugalidad es otra rareza bienvenida de El último jovenâ, y los cinco están atravesados por el mismo mood emocional, una combinación de ansiedad y experiencia, inocencia y desencanto, entusiasmo y resignación, que les da el carácter paradójico que tienen, como si fueran al mismo tiempo fábulas de iniciación y recapitulaciones, ficciones que prometen y retrospectivas luctuosas. Boido va y viene entre una primera persona introspectiva, analÃtica, y una tercera más âfenomenológicaâ, capaz de describir las intermitencias del corazón con la exactitud de un sismógrafo. Pero las dos variantes dan cuerpo a una misma posición. Visible como maquinador o camuflado detrás de un personaje, el narrador de El último joven tiene una sola obsesión, o más bien âporque âobsesiónâ suena también demasiado vehemente para los modelos asordinados de Boidoâ una sola debilidad: narrar ese trance iluminador pero inconsolable en el que alguien se recuerda a punto de entrar en alguna clase de orden nuevo. En otras palabras, el momento en que descubrir y envejecer son la misma peripecia, y pasado y porvenir los nombres reversibles del desconsuelo que hace nacer la escritura.
¿Qué entender por âúltimo jovenâ? ¿El único que queda de una clase que se ha extinguido? ¿El que llega demasiado tarde al banquete del que su clase disfrutó hace rato? ¿El que sigue sosteniendo banderas que los demás ya arriaron? DifÃcil decidirse. En el sentido de Boido, se dirÃa que el último joven es el peor, el más lento, el más rezagado de los jóvenes, es decir: el más viejo (y el único que podrÃa dar lugar a un escritor). Alguien que, âen la flor de la edadâ, se piensa a sà mismo y piensa su clase como una cosa muerta, incapaz de vivir, condenada a recordar lo que vive en el momento mismo en que lo vive. Una suerte de traidor sin énfasis, tÃmido, elegante, que goza más o menos en privado de todo lo que su clase descarta, prohÃbe o archiva: copas al atardecer, bibliotecas de colegios ingleses, protocolos románticos. âUltimo jovenâ también podrÃa ser una categorÃa sociológica (que Fogwill, citado en el libro, habrÃa despellejado con fruición), un segmento de mercado peliagudo (cuyos gustos, según Boido, merodean peligrosamente el siglo XIX, las cocinas como centros neurálgicos de las casas, los sueños, las poesÃa clásica), un oxÃmoron biológico (a los veintipico, Juan, el joven profesor de âTeddy Hernández...â, deambula por una casa colonial de Ascochinga con la lánguida ubicuidad de los jóvenes arruinados de Scott Fitzgerald), un ethos literario provocativo (el escritor debutante que elige alimentarse de los libros que ya nadie lee).
¿Hay algo más conmovedor, más avieso, que esa vitalidad longeva? Su adn palpita en el primer amor de âTodos tienen algo con su nombreâ, una pasión asimétrica, hecha de dosis idénticas de impulso y cálculo, que ya es antigua cuando nace y sobrevive milagrosamente estancada en un intersticio insoportable (insoportablemente romántico), el que separa los dos paÃses que desvelan a los amores contrariados: uno que ya no existe (el pasado), otro donde se ha vuelto imposible vivir (el presente). Está también en la espina que una mujer desvelada le clava a su enamorado al contarle âmirándolo a los ojos, como Nicole Kidman a Tom Cruise en Ojos bien cerradosâ un sueño en el que le es infiel, profecÃa banal que basta para desterrarlo al mundo de los amenazados (âY lo demás escrito en las estrellasâ). Y está más que nunca en el narrador de âTeddy Hernández...â, joven único, suelto, en medio de una población de adultos vagamente tilingos, invitado a una extraña ceremonia teatral que lo enfrenta con la extinción de su propio pasado. âÃltimo jovenâ, sin embargo, es más que todo eso, porque es menos figurativo que todo eso. Más que una clase o una tipologÃa subjetiva, designa un momento particular, una instancia temporal delicadÃsima, el punto crÃtico donde dos temporalidades (la inminencia y la evocación) convergen y se trenzan hasta la indistinción. La patria del último joven no es joven ni vieja, no es histórica y tiene vedado el progreso. Es la patria del anacronismo.
âTeddy Hernández entra en la literaturaâ (ciento diez páginas incrustadas sin escrúpulos en el corazón de un libro de relatos) es la apuesta más fuerte del libro. Es el relato más âactualâ: empieza en presente, con uno de esos cuadros de situación a la Fogwill, certeros y un poco petulantes (âHace tiempo que la literatura argentina ya no se reserva un lugar para personajes asÃâ), de los que el relato que está por venir será a la vez la ilustración desafiante y el contraejemplo ejemplar. Es el relato más âliterarioâ: se presenta como una operación puntual (reintegrar al cuerpo de la literatura argentina una figura olvidada: la figura del concheto cultivado, seductor, un poco tránsfuga, a la vez transparente y enigmático), invoca los nombres que la respaldan o anteceden (Fogwill, Rabanal, AsÃs, Bioy Casares, Marta Lynch, Silvina Bullrich), reivindica la biblioteca como alegorÃa de la nación y espacio del secreto y se demora en devaneos culturales que van de la inauguración de El Ateneo Gran Splendid al MartÃn Fierro anotado por Sarmiento, pasando por la publicación de Historia argentina de Rodrigo Fresán. âTeddy Hernández...â es un relato actual, pero su actualidad âcomo todas: es una de las hipótesis de El último jovenâ es de época; está levemente corrida, desfasada, como si el presente fuera por definición lo que nunca cae en su lugar. Los hechos, nombres y referencias que parecen anclarlo en realidad lo abandonan a una incertidumbre vaga, una forma de desorientación o de suave narcosis, como si la historia y la cultura argentinas hablaran a través del relato pero mareadas.
Llamo a ese mareo anacronismo (o sÃndrome del último joven, como se prefiera), y sólo un necio olvidará que si ese mal de tiempo fue alguna vez en la literatura argentina algo parecido a una poética, fue gracias a José Bianco (Sombras suele vestir, Las ratas), a quien Boido no menciona pero que recorre el relato de parte a parte, como otro, quizás el más influyente, de los espectros que pueblan el paisaje vagamente alucinado de la sierra cordobesa. El héroe de El último joven nunca es tan espectador como en âTeddy Hernández...â: es ajeno a todo, nada le pertenece, los rituales de clase que se le ofrecen lucen pomposos y rancios, como fotogramas de una época en que la gente fina no hablaba de pelÃculas sino de âvistasâ. Y sin embargo ese pasado démodé, antiguo pero no tanto, que el héroe describe con la inquietud, la alarma, la atención devota de los testigos de Henry James, convencido de que no hay frivolidad mundana (no, al menos, en una casa de campo que se hace llamar La Escondida) que no esconda otra cosa, está a su vez trabajado por un pasado absoluto y originario, el pasado de la tragedia griega, capaz de hacer visible, al mismo tiempo, la violencia reprimida de ese mundo en decadencia y la oscura pulsión incestuosa por la que el héroe, sin saberlo, está ligado a él. No hay salidas de tono ni desplantes a la vista, pero todo en âTeddy Hernández entra en la literaturaâ huele a programa, al menos al tipo de prescripción que tolera permitirse un escritor como Boido, menos inclinado a levantar el dedito que a dejar hablar las voces inactuales que pone en juego en sus relatos. Es el programa del escritor-último joven, clásico desubicado, retaguardista sin vergüenza que piensa en hoy, en el presente, en âentrar en la literatura argentinaâ, y lo que hace, vigÃa invertido, es auscultar todo lo que las formas múltiples del pasado tienen todavÃa para decir.
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