Siguiendo a Celan, el joven Auster enfrenta la barrera del lenguaje y se le revela que las palabras son una trampa y quien cae atrapado en su telaraña todo lo que podrá nombrar, como su maestro Jabés, es la herida. En este tránsito, Auster recupera su origen judÃo y, en un doble movimiento, desde Kafka salta a Jabés pasando por Celan y, desde esta trÃada, (se) escribe. En sus diarios Kafka anotaba que debÃa aferrarse a cada una de sus páginas como antÃdoto del dolor existencial. En el registro de esa imposibilidad de escribir, Kafka dejó en sus diarios un testamento literario tan desesperado como pedagógico: los problemas de la escritura se solucionan en la escritura... pero ¿y la vida?
El joven Auster, traductor de Jabés, se enfrenta con la dificultad, obsesión y estÃmulo a la vez. âCuando estudiaba me di cuenta de que si me concentraba en formas breves podrÃa desenvolverme mejor. Pasaron los años y me obsesioné tanto con la poesÃa que dejé de pensar en cualquier otra cosa. EscribÃa poemas muy cortos y concisos que solÃan llevarme meses. Eran muy densos, sobre todo al principio, replegados sobre sà mismos como puños, pero a lo largo de los años comenzaron a abrirse de forma gradual hasta que sentà que me dirigÃa a la prosa.â Pero no nos adelantemos a ese pasaje. El joven Auster escribe âpuños cerradosâ, como escribe también âpiedrasâ, significantes netamente kafkianos. Aparecen y reaparecen. La dificultad es encierro, un girar manÃaco sobre sà mismo. âNo es que escribir me produzca un gran placer, pero es mucho peor si no lo hagoâ, supo declarar por entonces. Y es acá justamente donde sobreviene la fatalidad, la inminencia del desastre al que aludÃa Blanchot. Se trata, una y otra vez, como si fuera posible, de dar un paso hacia la realidad, pero al joven Auster no se le escapa lo que Celan sostuvo en el discurso de Bremen: âLa realidad no existe. Debe ser buscada y ganada. Los poemas están navegando hacia un lugar que puede ser habitado, hacia un sujeto a quien es posible referirse, y tal vez hacia una realidad a la que es posible referirseâ. Pero la realidad, lo otro, se vuelve para el joven Auster una labor ardua con las palabras. Por momentos transmite la impresión de estar ante un discÃpulo aventajado de Jabés que, en sus últimos libros de poesÃa, arribará finalmente a la prosa, y es aquà donde cabe preguntarse si, desde ese itinerario que va de la poesÃa a la prosa, no se produce el descubrimiento de lo narrativo. Sin ironÃa: de la poesÃa propiamente dicha hacia lo prosaico, la prosa. âPor poco que sea, la vida nos ha enseñado al menos una cosa: quienquiera que esté aquà ahora no estará luegoâ, reflexiona.
No es casual que sus poemas completos se cierren con una conclusión vocativa, en segunda persona: âSentirte separado del lenguaje es perder tu propio cuerpo. Cuando las palabras te fallan, te disuelves en una imagen de la nada. Desaparecesâ. Dicho esto, se explica el pasaje a la prosa que, en su caso, será la narrativa. Faulkner supo plantear una especie de Ley de Murphy literaria al afirmar taxativo que cuando alguien tienta la poesÃa y acepta su reto, al fracasar, pasa al cuento. Si fracasa en el cuento, entonces le queda, como último recurso, la narrativa. Esta ley puede aplicársele al joven Auster. Si bien sus poemas se presentan tal vez como imprescindibles para los lectores interesados en su genética textual, no son del todo un fracaso y cada tanto, en su compulsión a la repetición, dejan entrever algún destello, ese asombro que se espera de la palabra. Más tarde, años más tarde, como dándole la razón a Faulkner, Auster escribirÃa una gran novela americana como El Palacio de la Luna, la prueba de que hay un mundo más allá de la palabra poética.
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