¡Son unos palurdos!, ¡No hagan palurdeces! vociferaba el padre de Natalia Ginzburg por toda la casa. âPalurdezâ para aquel hombre podÃa ser desde ir con zapatos a las excursiones del monte, a hablar con los vecinos por la ventana o sacarse los zapatos en la sala y calentarlos en el radiador. Aquellas palabras - y otras como cataplasmas, poltronas, mostrencos- se decÃan sólo en esa casa donde vivÃan con sus padres, Natalia y cuatro hermanos mayores. âUna de aquellas frases o palabras nos harÃan reconocernos los unos a los otros en la oscuridad de una gruta o entre millones de personasâ, dice Ginzburg en su obra más celebrada, Léxico Familar. También allà cuenta que el padre no los mandaba a la escuela por los microbios âera biólogo y médicoâ, y no podÃan comer dulces ni nata de vaca. También tenÃan prohibido âcomer de arribaâ. (Una vez Natalia hizo un viaje con una familia rica, pararon a comer en la ruta y mientras todos pedÃan âtagiatelle y filetesâ ella pidió un huevo.) Ginzburg crece escuchando decir esas cosas. También que ella era âuna calamidadâ: no sabÃa vestirse sola ni atarse los cordones, hacer la cama ni encender el gas. Era desordenada como âsi hubiese tenido veinte criadosâ, decÃa su madre, porque se levantaba tarde y después de un baño caliente, se tiraba a leer en el piso. âA veces surgÃa en mà la sospecha de que habÃa en mi mundo una grieta secreta, oscura y primordialâ, escribirá en alguno de sus ensayos sobre la infancia. Asà que Ginzburg se hace adulta creyéndose vaga. âBastaba con que apareciera una obligación para que deje volar mi cabezaâ. Que es su defecto, dirá más tarde en su ensayo sobre la pereza. Que no supo hacer otra cosa que escribir novelas. Y escribe en âLa casaâ: âO quizás no era que yo no deseara vivir en ninguna casa, en ninguna, porque odiara las casas, sino más bien porque me odiaba a mà misma. Y no era que todas las casas, todas, podÃan ser adecuadas con tal que las habitara otro y no yoâ. Pero asà como hace con sus observaciones acerca de los desperfectos de mundo, lejos de erigirse en juez o doblegarse, no sólo lo acepta âse aceptaâ sino que convierte lo mismo, en un tesoro. Entonces lo que era opaco, resplandece y hace de eso un bastión. Una vez, siendo ya una escritora reconocida, la invitaron a hacer un reportaje viajando por Italia y dijo que no. âLe dije que lo único que me gustaba en el mundo era escribir, en el sofá de mi casa, todo lo que me pasaba por la cabeza.â 23b3j
Este año se cumplieron cien años del nacimiento de Natalia Ginzburg que a poco de nacer vivÃa en TurÃn en esa casa de los gritos, y donde circulaban amigos de su padre y sus hermanos, profesores y cientÃficos antifascistas. Allà conoció a Leone Ginzburg, su marido, de quien tomó el apellido y la pasión por la literatura rusa y el que junto a Cesare Pavese y Giulio Einaudi (también amigos) fundarán una editorial inigualable. Obsesionados por las traducciones, creÃan que leer rusos y norteamericanos podrÃa salvar a Italia de la brutalidad de Mussolini. Y lo lograron: Melville, Dickens, Tolstoi. Y tantos otros que llegaron a editarse incluso después de que Leone fuera asesinado a golpes por los nazis en la cárcel de Regina Coeli en 1944 y que Pavese se suicidara sin que nadie pudiera imaginarlo, un verano al fin de la guerra.
Como no faltó ninguna desgracia, antes de la muerte de Leone, después de casarse y tener dos hijos, el matrimonio debió exiliarse en los Abruzos. Si Ginzburg alguna vez habÃa soñado con vivir en un pueblo (âun juego ocioso de mi imaginación frÃvolaâ) ese lugar al que estuvo confinada, lo disolvió. El exilio era, para Ginzburg, el águila pintada en el techo de la habitación alquilada en la que los dos cocinaban y leÃan mientras sus hijos desparramaban juguetes por el piso. VivÃan arriba de una farmacia y las ventanas daban a tejados y callejones. âHubiese dado cualquier cosa por abrir los ojos y despertar en cualquier ciudad.â Pero del dolor se aprende. Muerto Leone, Natalia viaja oculta con sus hijos en la caja de un camión alemán. Vuelve a la casa de los padres, y como teme deprimirse se analiza con un psicólogo jungiano. Dice de él en su ensayo, âMi psicoanálisisâ: âFue la luz de su inteligencia la que me iluminó aquel verano negroâ. Y de ella: âLa impetuosidad con la que hablaba me induce hoy a pensar que desde luego no rebuscaba con esfuerzo en mi espÃritu cosas secretas, sino que más bien avanzaba al azar y en desorden tras las huellas de un punto remoto que todavÃa no habÃa descubiertoâ.
Einaudi le ofrece trabajar en la editorial a sueldo y la salva de ser una viuda desgraciada. Sin embargo, Ginzburg escribirá: âUna vez que se ha padecido, la experiencia del mal ya no se olvida. Quien ha visto derrumbarse las casas sabe demasiado claramente cuán frágiles son los jarrones con flores, los cuadrosâ. Y sobre la pérdida de su marido: âYo me pregunto si esto nos ocurrió a nosotros, a nosotros que comprábamos las naranjas en la tienda Girò y nos paseábamos por la nieve. Por entonces yo tenÃa fe en un porvenir fácil y alegre, lleno de deseos satisfechos, de experiencias y de empresas comunes. Pero aquella fue la mejor época de mi vida, y sólo ahora que ha pasado para siempre, sólo ahora, lo séâ.
En paralelo como un camino de dos vÃas, Natalia Ginzburg, escribe sin pausa. A pesar de sentirse âuna pulgaâ, una escritora insignificante. Por Einaudi y con el seudónimo de Alessandra Tornimparte para evitar las leyes raciales, publicó en 1942 su primera novela, El camino que va a la ciudad ambientada en los Abruzos. En el prólogo escribió: âCuando terminé la novela descubrà que si en ella habÃa algo vivo, nacÃa de los lazos de amor y odio que me unÃan a aquel puebloâ. Después con el apellido de su marido (el de ella era Levi) aparece Todos nuestros ayeres (1952); Las palabras de la noche (1961); Léxico Familiar (1963) âque obtiene el premio Stregaâ; Querido Miguel (1963); las novelas breves Familia y BurguesÃa (1977); La ciudad y la casa (1984) entre otros. Y sus ensayos, verdaderos compendios de sabidurÃa, Las pequeñas virtudes (1962); Nunca me preguntes (1970) y No podemos saberlo (1991). Estos dos últimos, que además contienen sus colaboraciones en la prensa escrita, fueron publicados por Lumen recientemente como Las tareas de la casa y otros ensayos. Además de la inigualable biografÃa sobre Antón Chejóv y numerosas obras de teatro.
Ginzburg colaboró en medios como La Stampa, Il Corriere della Sera, LâUnità e Il Mondo. Sus crÃticas de libros, pelÃculas y obras de teatro funcionan como excusa para explayarse sobre lo que aparenta ser una búsqueda personal pero que en su pluma, se convierte en certero reflejo del alma. Como en la crÃtica sobre Salò de Pier Paolo Pasolini: âEl silencio que al principio nos acomete es como una ráfaga de viento que nos transporta a las profundidades de un planeta diferente al nuestro. Una vez aplacada esa ráfaga de viento, nos damos cuenta de que hemos caÃdo en un estado de inmovilidad, como si hubiéramos sido alcanzados por una enfermedad o por un frÃo repentinoâ. Y aquello que destaca de las obras de los otros, bien podrÃa aplicarse a la suya: âMe gusta La vergüenza (Bergman) porque es un relato esencial, soberbio y claro. Me gusta porque es un relato sobrio y pobre. Tanto su geometrÃa como su geografÃa están desnudas, son áridas, su núcleo poético es incuestionable y cruelâ.
¿Dónde termina la Natalia Ginzburg de los ensayos y comienza la de ficción? Al leer su obra se tiene la impresión de estar en un mundo único: el de las pequeñas cosas, lo simple de la vida: los hijos, la luna, la casa, los zapatos. También lo insoslayable: la justicia, la soledad, la fe, la memoria, la muerte, el mal, el miedo. Más allá del género, lo que destila Ginzburg cuando escribe es sabidurÃa y piedad. Condena y redención.
La conjura de las gallinas, de Tommasso Catani, era el libro preferido de Ginzburg cuando era niña. âNo era cruel porque en su mundo circulaba un aire claro, abierto y campestre, una aroma a polenta caliente y pan recién salido del horno. Pero sus gatos y gallinas enloquecÃan en cada página, bebÃan veneno, se volvÃan cojos o ciegos, se tiraban desde lo alto de unas rocas.â En aquel libro se concentraba el dolor. En el otro preferido, Corazón, de Edmundo De Amicis, Ginzburg dice que encuentra todo lo que no tuvo: un padre sabio y sereno, una madre que cosÃa bajo la lámpara. Un mundo donde todo estaba en su lugar y la vida era hermosa y noble. Ginzburg creció sin que nadie le evitara la tristeza. Y ella mantuvo los ojos bien abiertos. Lo vio todo. Y le puso palabras bellas y hondas para nosotros, sus lectores. Asà es que cuando en 1988 Einaudi escribe un libro sobre la historia de la editorial (Fragmentos de memoria), Ginzburg le reprocha no haber sido fiel a la realidad y omitir âlos periodos más dramáticos, graves y esencialesâ. Eso la mueve a escribir el ensayo, Memoria contra memoria. Y se entiende por qué: justo eso âlo dramático, lo grave y esencialâ es lo que no soslaya Ginzburg en toda su obra, convencida de que quien entiende su pasado entiende todo.
Poco antes de morir, Natalia Ginzburg concedió en Italia, una entrevista a MarÃa Esther Gilio. Cuando muere Ginzburg, Gilio repasó en una nota para Radar los detalles de aquella entrevista: Ginzburg se sorprende de que alguien llegue de aquel paÃs tan pequeño y tan lejano como Uruguay y pudiese sentir tanto interés por ella. Habla en cuentagotas frente al grabador y no quiere que le saquen fotos. Cuando Gilio le comenta que acá en el sur, en el confÃn del mundo, la gente se las rebusca para conseguir sus libros, dice: âHasta leer resulta difÃcil hoy en la América latina. Es natural. Hay dos mundos, el primero, cada vez más pequeño y más rico, y el tercero, cada vez más pobre y numerosoâ. Y hace un largo silencio que parece no terminar. âEs que el mundo se ha transformado en algo incomprensible. Ya vimos la estupefacción de Sartre, Kafka, Camus, frente al absurdo del mundo.â Para ese entonces Ginzburg habÃa enviudado por segunda vez, estaba enferma y lo sabÃa. Era diputada por el Partido Comunista aunque cada vez que podÃa, decÃa que no era una mujer polÃtica y que no entendÃa por qué la elegÃan. A ella sólo la convocaban las causas humanitarias, desde el costo del pan, hasta la asistencia a los niños palestinos, la persecución legal a los violadores o la reforma de las leyes de adopción. âEl mundo de los marginados es enorme. Por eso el Partido Comunista no puede ser ya únicamente el partido de la clase obrera, sino que su pensamiento principal debe ir dirigido a todos los desheredados, a todos los que la sociedad ignora, hiere, pisotea, rechaza en las cunetas de la marginación.â
En el caso de Ginzburg, los actos mayúsculos se hacen sin aspavientos, como cuando traducÃa a Proust y Flaubert en el escritorio del fondo de la editorial, los domingos, sin que nadie se enterara. âSi tuviera que traducir lo que me ha ocurrido en una imagen, dirÃa que tengo la sensación de que de golpe el mundo se ha cubierto de hongos y que a mà esos hongos no me interesan. Y lo que deleita a mis iguales, a mà no me da más que rechazoâ, escribe en Vida Colectiva. Y el 8 de octubre de 1991 muere en su casa de Roma, no sin haber concluido pocos dÃas antes la traducción de Une Vie, de Mauant, que serÃa publicada por Einaudi en 1996.
âDel fondo de nuestro cansancio, surge en nosotros la conciencia de las cosas, tan punzante que hace que se nos salten las lágrimas; tal vez miramos la tierra por última vez.â Ginzburg escribe sin palabras rimbombantes pero que son como lanzas que llegan a nuestro corazón y quedan ahà para siempre. La vida es asÃ, y nadie tiene la culpa, pareciera decirnos, mientras va echando luz hasta hacernos creer que la literatura sirve para cambiar, en algo, apenas, el mundo.
© 2000-2022 pagina12-ar.informativomineiro.com|República Argentina|Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.