Hace unos años, de visita en el museo de la Martello Tower, en las afueras de DublÃn, John Banville y yo nos asomamos a una de las vitrinas para contemplar dos perfectamente preservados ejemplares de Time âdel 29 de enero de 1934 y del 8 de mayo de 1939â con el rostro de James Joyce en su portada. â¿Te acuerdas cuando los escritores salÃan en las tapas de revistas?â, fue el lacónico comentario de Banville. Y enseguida agregó: âSe entiende que me refiero a escritores escritores y no a productos de moda, ¿verdad?â. 3e601q
El año pasado, con motivo de la publicación de Libertad, Jonathan Franzen (Chicago, 1959) habitó ese sitio alguna vez ocupado por el autor de Ulises acompañado de titular inequÃvoco: Gran novelista americano. Y todo aquel que alguna vez haya trabajado en un semanario de actualidad sabe cómo es la cosa: se enarbola a un escritor cuando poco y nada trascendente sucedió en los últimos siete dÃas y, de paso, se sofistica un poco la lÃnea editorial. Pero aun asà âde acuerdo con la mirada de Banvilleâ lo de Franzen es excepcional y, de algún modo, se las arregla para hacer comulgar lo mejor de ambos mundos. Libertad es un buen producto (el inteligente reciclaje de uno de los motivos clásicos de la literatura de USA para una nueva generación: el estado de la familia con el Estado de la Unión como telón de fondo de un escenario donde ya actuaron magistralmente John Cheever, John Updike y Richard Ford entre muchos otros) firmado por un âescritor jovenâ talentoso en fina sintonÃa con el zeitgeist, que no sólo habÃa triunfado con su también familiar libro anterior, Las correcciones, sino que además se las habÃa arreglado para dejar alguna huella en la siempre vaga memoria popular. Por un lado, Franzen habÃa firmado un polémico ensayo en Harperâs sobre la decadencia de la inteligencia narrativa estadounidense; por otro, despreció la para él frÃvola bendición del muy influyente book club de Oprah Winfrey. Desde entonces, Franzen mide sus manifestaciones cuidándose, siempre, de decir algo (además de predicar sus obsesiones ornitológicas) cuando le piden que diga lo que sea.
Lo suyo no es gran cosa si se lo compara con las pasadas manifestaciones e intervenciones en la no-ficción en nuestras vidas de titanes de la ficción como Dickens (acaso el primero escritor público), Twain, Tolstoi, Zola, Hugo o Mann; todos ellos comprometidos con causas perdidas o triunfantes convencidos de que la pluma podÃa ser más afilada que la espada. Hoy por hoy, serÃa absurdo reclamarle a un escritor semejante responsabilidad y tarea y parece alcanzar y sobrar con la divulgación diet, el pintoresquismo generacional, el chamanismo new-age o la diatriba pasajera para trascender como pensador comprometido. La novela como género y especie ha dejado de ser el principal vehÃculo de ideas; y es más probable encontrar el rostro de un rocker mesiánico, una fashonista freak, un economista oracular o la efÃmeramente nueva encarnación de artefacto digital-cibernético portátil en las fachadas de publicaciones que se dedican a informar sobre el estado âbueno o malo o pésimoâ de las cosas.
Y, aun asÃ, los escritores de tanto en tanto siguen asomando la cabeza y yo fui el primero en celebrar la coincidencia cósmica y justicia poética de la noticia del fallecimiento de J. D. Salinger interrumpiendo la presentación/ transmisión en directo de la CNN del último iPad a cargo de Steve Jobs. Salinger, claro, fue âaunque no le haya gustadoâ portada de Time en 1961. Y ha pasado a la historia como ejemplar paradigma de lo que sucede âpensar en Hemingway como persona devorada por su propio personajeâ en un paÃs donde ser localmente famoso equivale a ser celebridad planetaria. Su deseo realizado de invisibilidad lo convirtió en fantasma omnipresente sentando base o ejemplo para otros a quienes las luces de neón les producen migrañas: Thomas Pynchon, Don DeLillo, Cormac McCarthy y Denis Johnson y Philip Roth âcomo J. M. Coetzee, Pascal Quignard, Henry Roth, Juan Rulfo, Juan Carlos Onetti, Milan Kundera, Julián Gracq, Haruki Murakami y Michel Houllebecqâ son o fueron, con mayor o menor dedicación, virtuales artistas del perfil bajo o el frente esquivo. Por opción propia o por, sencillamente, ser fóbicos a cámaras y grabadoras y sillas en rectangulares mesas redondas de festival. En el fondo, el misterio poco misterioso pasa por una opción personal y por la certeza de que las lentes y los flashes sà acaban robándote el alma y degradando la obra a un segundo plano. Durante años, en Argentina, pocos sentÃan necesidad de leer a Borges porque por ahà andaba Borges, todo el tiempo, haciendo de Borges en radios y televisores. Y, mejor, no olvidar lo que les sucedió a Fitzgerald y a Kerouac y a Capote, irreparablemente erosionados por los vientos de la leyenda de sus propias vidas. De todo eso, cabe pensar, huyó Salinger cuando sus fans comenzaron a cercarlo para comunicarle que habÃan conocido a Seymour Glass en un bar o habÃan ido al colegio con Holden Caulfield.
Hubo un tiempo, sin embargo, en que nadie pensaba en tomar decisiones semejantes: Emily Dickinson y Nathanael Hawthorne eran tÃmidos consumados; las hermanas Brontë comenzaron enmascaradas bajo alias masculinos; Jane Austen empezó firmando con el eufemÃstico By a Lady por condicionamiento social; y tuvo que pasar un tiempo para que algunos se preguntaron qué habÃa sido de Ambrose Bierce y quién habÃa sido Bruno Traven.
Ninguno de ellos, seguro (los curiosos pueden visitar esta galerÃa de productivos y de productos en http://www.time.com/time/archive /collections/0,21428,c_writers,00.shtml donde no figura ningún escritor en idioma español; recuerdo, en cambio, portadas de Newsweek con fotos de Gabriel GarcÃa Márquez y Alberto Fuguet) aparecerÃa hoy en Time del mismo modo en que, hasta donde sé, ningún escritor fue alguna vez Persona del Año para esta revista.
Y a no olvidarlo nunca, la vida pasa y la obra, si hay suerte, permanece: J. K. Rowling nunca posó para la portada de Time pero sà aparecieron allà un dibujo con el rostro engafado del niño hechicero el 20 de septiembre de 1999 y un puñado de niños disfrazados de Harry Potter el 23 de junio del 2003.
Y es que âmás allá del extremo y comercial ejemplo anterior; Molly Bloom no fue cover girl para que cada uno pueda imaginarla como mejor le parezcaâ de eso se trata y eso es lo que en realidad importa a la hora de la verdad: la creación de la criatura propia y su influjo sobre los que se crÃan con ella y crecen y creen en ella. Y, como advirtió Henry James, seguir trabajando en la oscuridad. El resto es vanidad de vanidades, polvo en el viento, ruido y furia, quince minutos de fama, penúltimo modelo y â-y sà dije sà quiero SÃâ que pase el que sigue.
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