Hacia los dieciocho años habÃa leÃdo unos diez libros, entre los que se destacaban Un capitán de 15 años, el dibujo de la tapa se parecÃa al principito de Saint-Exupéry que todavÃa desconocÃa; uno de Conan Doyle, El Challenger âimagino la frustración del traductor frente a la constatación que ninguna expresión española funcionarÃa como equivalente a challengerâ, que era un poco un Jurassic Park para monomanÃacos de los pterodáctilos âyo adquirà esa manÃa automáticamenteâ, y el Decameron, versión reducidÃsima, edición del Readerâs Digest, amarillo viejo, sucio, como si hubiera estado escondido por décadas como pornografÃa âsuposición que confirmaba el cuento en el que un cura tenÃa que âmeter el diablo en el infiernoâ ubicado en la entrepierna de una señorita. Pero mi lectura principal, constante, habÃa sido el Diccionario Enciclopédico Salvat. La enciclopedia Fauna (completa, doce tomos), también de Salvat (un tigre en la tapa del tomo uno), estaba alojada al lado del Diccionario, pero el único artÃculo que leà fue el del fitoplancton, que es lo más chiquito que hay en el mar. Después de la escuela, antes de dormir, el domingo a la mañana, cualquier momento era bueno para deslizar un tomo del Diccionario, habitante de honor de mi habitación de niño. Ni siquiera tenÃa demasiadas ilustraciones, y ni siquiera estaba completo: llegaba hasta la palabra âpecaâ. Yo tenÃa sólo 9 de los 12 tomos, mis viejos habÃan comprado hasta el noveno en el supermercado Disco y el décimo no lo compraron, les pareció caro o no tenÃan plata (más o menos esto es lo que me dijo mi mamá cuando le pedà explicaciones), quizá cuando apareció el undécimo ni se plantearon la posibilidad, porque como no tenÃan el décimo, de qué servÃa tener el undécimo. Los nueve tomos eran, y lo digo sin ningún esfuerzo de memoria: âa-arreâ, âarre-buruâ, âburu-coquiâ, âcoqui-elecâ, âelec-fraiâ, âfrai-hughâ, âhugo-listâ, âlist-munâ, âmuñe-pecaâ. El que más me gustaba era âmuñe-pecaâ por su sonoridad y porque era el último. Todos me gustaban, aunque saber que no estaban los últimos tomos era un agujero permanente, algo insoportable. 3n2s47
Es hacia los dieciocho años que tomé conciencia âen una tarde con lluvia, en una librerÃa de barrioâ de todo lo que habÃa para leer, además de mi diccionario. Los nombres de los autores se me aparecÃan cargados de misticismo, Kant, Lugones, Alighieri, nombres familiares, desconocidos, en la composición inaccesible de los estantes de la librerÃa, estaban ahà significando su llamado. Estar frente al Mundo por primera vez, frente al Hombre, frente a la Historia, y lo peor (lo peor) no saber cómo dar el primer paso, desear frenéticamente apropiarme del todo, pero teniendo la certeza de que existÃa un cierto recorrido minucioso del que nadie me habÃa hablado, del que no tenÃa noción. Me compré, sudando, el Ser y Tiempo de Heidegger, que me imaginaba como albergando una totalización del Universo âtodavÃa ignoraba la Enciclopedia Británicaâ.
En realidad esa tarde se inscribe en una lÃnea de angustias. Para el diccionario, la angustia es âun malestar psÃquico y fÃsico, nacido de un sentimiento de inminencia de peligro, caracterizado por un temor difuso que puede ir desde la inquietud al pánico y por sensaciones dolorosas epigástricas o larÃngeasâ. Y también âdesde Kierkegaard y el existencialismo: inquietud metafÃsica nacida de la reflexión sobre la existenciaâ. En latÃn clásico la palabra angustia significaba sobre todo âestrechezâ o âespacio estrechoâ. Yo la asocio a un animal que me acosa. Por lo demás, todas estas acepciones se aplican al pie de la letra. Con una salvedad sobre el sentimiento de inminencia de peligro: eso, lo temido, siempre está, es. Una lÃnea de angustias, recta, intensa, constante, inevitable, que cobró su sentido definitivo ese dÃa, a mis dieciocho años, en la librerÃa. En todo caso es una hipótesis: la hipótesis de que todo se me reveló un dÃa, romántica. Otra posibilidad es que ese dÃa haya efectivamente llegado y transcurrido de esa manera, pero que la angustia se haya gestado lentamente durante todos los años anteriores, por ejemplo, a partir del truncamiento del Diccionario Salvat (faltaba todo âtodoâ lo que venÃa después de âpecaâ). La tercera hipótesis es que nunca haya habido otra cosa más que esa angustia y que ese dÃa sólo se me haya hecho evidente. La cuarta hipótesis es que ese dÃa sólo se instaurara en simbólico post hoc, que en los hechos sólo se me haya presentado una molestia por no saber qué libro elegir en la librerÃa. Voy a asumir que todas las hipótesis son verdaderas simultáneamente. Ese dÃa llegó y algo pasó, esa tarde, después, antes, la angustia se presentó. El lugar estrecho estaba ahÃ. Y a pesar de las variadas vicisitudes que fueron pasando, cada nuevo libro que cae en mis manos, lo abro en medio de una imploración silenciosa por que el monstruo termine por irse.
Un dÃa, hace unos años, encontré los tres tomos que faltaban en una librerÃa de viejo de la calle Corrientes. Yo ya tenÃa mis propios diccionarios completos, diccionarios de sinónimos y antónimos, de colocaciones, diccionarios etimológicos, de nombres propios, diccionarios bilingües y monolingües en no menos de diez lenguas, ya les habÃa comprado numerosos diccionarios a mis hijos, ya me habÃa vuelto incluso doctor en lingüÃstica y enseñaba ya esa materia en una universidad de un paÃs lejano, pero ese dÃa encontré en una librerÃa de Buenos Aires los tres últimos tomos del Diccionario Enciclopédico Salvat, los que venÃan después de âpecaâ. Los tuve en mis manos âsentà el olor, que habÃa olvidado, del plástico transparente que envolvÃa a cada volumen recién comprado, sentà en el cuerpo (en la piel, en los pulmones) el placer que sentÃa cuando traÃan el tomo del mes ¿corrÃa a recibirlo?, ¿me lo traÃan a mà o simplemente lo traÃan para el futuro, para cuando hiciera falta que los chicos usaran un diccionario?, ¿quién lo traÃa?, ¿mi papá cuando volvÃa del trabajo?, ¿mi abuela?, ¿mi mamá cuando yo estaba en la escuela?, ¿mi mamá me llevaba a comprarlo?, ¿cuándo pasó todo esto? Miré los pares bisilábicos de los lomos para incorporarlos a la serie, para ver cómo se relacionaban con el resto âse relacionaban mal: eran verdaderos intrusos. Supe que no los iba a comprar. Ya no habÃa placer en tenerlos.
* Alfredo M. Lescano es lingüista.
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