iraba a mi profesora de francés. Y no por sus escasos encantos ni su simpatÃa a cuentagotas. Más bien era por su obstinado empeño en acercarnos el mundo galo a nosotros, un grupo de adolescentes más preocupados por la última tapa de Teté Coustarot como Miss Siete DÃas, y por una joven de larguÃsima cabellera que promocionaba en TV un jabón de tocador con un â¡Shock!â provocador. Eran los â70. Y se trataba de Susana Giménez, la misma que entonces se presentaba en un maratón de rock en La Plata âpor faltazo de Liliana Caldiniâ y con la mueca del jabón volvÃa locos a todos. En la secundaria, la clase de francés formaba, junto con la de actividades prácticas, la de dibujo y la de música, la trÃada de materias más aborrecidas. Y no por el odio sepulcral que despertaban temibles bodrios como geografÃa, botánica y trigonometrÃa, sino por una especie de desidia y desdén alpedista. Sencillamente, se consideraban prescindibles en grado sumo. 3n2z5l
Sin ánimo de llevarles la contraria ni pertenecer al aborrecido club de los nerds, no compartÃa estas cuestiones con mis amigos. En particular durante la clase de francés, su libro y sus personajes: la
inefable familia Vincent. Una especie de antÃpoda de los Simpson de hoy, que viajaban y hasta tenÃan palabras de elogio para los subtes porteños y sus murales, a los que veÃan âplus coquettesâ y más bellos que los de ParÃs (¡?¡). Exagerada o no, la digresión puede perdonarse, tratándose de los cuarenta años que nos separan de entonces a hoy. Los Vincent también visitaron RÃo de Janeiro y el exótico trópico, en tours que tenÃan algo de Tintin, y tal vez de ahà mi gusto por ellos.
Tanto éstos como otros libros de enseñanza de francés, en su mayorÃa eran editados en Buenos Aires. Una actividad editora que ya habÃa comenzado promediando la década de 1850. Más precisamente, dentro de un área circunscripta a unas quince cuadras alrededor de la Plaza de Mayo. Estos manuales, al pasar y no tanto, en sus lecciones introducÃan personajes, lugares, costumbres, edificios y otras notas de color local, en un intento de contextualización que, por su liviandad, a veces caÃa en curiosas confusiones. Una de ellas podemos ver en el manual de J. Despel Le Francais au Collage, para alumnos de segundo año secundario, editado aquà en 1941. Llegué al ejemplar casi por casualidad, a partir de una amiga, la artista Ana Noya, quien lo encontró en una antigua librerÃa, cautivada âsobre todoâ por las ilustraciones de la pequeña edición. Y también por el boleto de 10 cts. de la vieja CompañÃa Omnibus Brockway que inesperadamente halló en su interior. El artÃculo que descubrió su hermana, la arquitecta Celina Noya âdel Museo del Agua y de la Historia Sanitaria de AySAâ tampoco fue menor. Se trata de âLâhabitationâ, un texto que resume en veinte renglones la historia de la habitación humana, trazando un periplo que harÃa palidecer al mismo Viollet Le Duc.
¿Están preparados? Allà vamos: los primeros hombres vivÃan en cavernas que les disputaron a las fieras. Más tarde en miserables chozas, hechas con pieles, en pueblos lacustres sobre rÃos, y en grandes árboles, como sucedÃa en Africa Central. En el campo habitaban ranchos, mientras que los soldados durante la guerra viven en tiendas de campaña y en tiempos de paz en enormes cuarteles. Los ricos habitan castillos lujosos y suntuosos âhotelsâ. Los palacios eran las magnÃficas residencias de prÃncipes y reyes.
Monsieur Despel, o su agente local, para ejemplificar este último caso, no encontraron mejor obra que el monumental Palacio de las Aguas Corrientes de avenida Córdoba. Sin sospechar que, lejos de aristocráticos vecinos, en su interior cobijaba 72 millones de litros para abastecer de agua a la ciudad.
© 2000-2022 pagina12-ar.informativomineiro.com|República Argentina|Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.