Hay una chica. Hay un cuadro. La chica está en la sala de espera del oculista. Una sala blanca, inmaculada. Sillas, revistas viejas, alguna maceta con un potus. Y en la pared, un poster: la reproducción de un cuadro de Rothko. Rojo, tan profundo que es casi negro. La chica mira. Piensa quién habrá sido el primer médico que puso una pintura impresionista en su sala de espera y notó los efectos benéficos en sus pacientes. Mira. Y entonces se le aparece una voz posible para contar esa relación vital, fÃsica, con una obra de arte, que viene escribiendo y reescribiendo hace tiempo. Hay una chica y hay un cuadro: en esa suerte de ping-pong entre ambos, asà dice MarÃa Gainza que se le ocurrió el âcuento-capÃtuloâ que dio el puntapié inicial a El nervio óptico (Mansalva), su flamante primera novela. be64
Una novela que es también autobiografÃa, crónica social, reseña de arte, diario Ãntimo, aguafuerte porteña, guÃa de museos: variables heterogéneas que podrÃan acunarse en el vaivén de las comillas que aprietan al término âficciónâ. Porque como los textos sobre arte que MarÃa Gainza viene publicando en diversos medios aquà y en el exterior desde hace más de una década âdonde logra multiplicar significados linkeando a las artes visuales con todo un mundo de referencias que pueden citar tanto a Chejov como a Sonic Youth, y teorizar tanto sobre los pintores del siglo XV como sobre el surfâ, El nervio óptico es un artefacto hÃbrido, de múltiples entradas como consecuencia de ese cruce entre chica y cuadro en un ida y vuelta de sentidos que se otorgan mutuamente, y que se traslada entre la ârealidadâ y la âficciónâ. Aunque esa dicotomÃa no exista para la autora (y tampoco para su protagonista): âNo veo las cosas en términos de ficción o no ficciónâ, dice Gainza. âPara mà cualquier cosa escrita, desde los consejos de la caja de cereales al Diario de los Goncourt, todo es bolazo, todo es cuento.â
En ese sentido, ¿cómo te definirÃas, si eso es posible? ¿Como crÃtica de arte o como escritora?
âComo otra cosa que no sé si tiene nombre. Yo creo que vivo siempre entre dos mundos. Antes lo padecÃa, creÃa que era un defecto, una falta de especialización. Ahora creo puede llegar a ser una ventaja. CrÃtica en el sentido estricto de la palabra no soy. Si le preguntás a un crÃtico de academia qué piensa de lo que hago, seguro que hace una mueca. Tampoco me creo una escritora: soy más bien una mujer que tipea muy rápido y con los ojos cerrados porque mi mamá, que no tenÃa mucha confianza en mi futuro, me mandó de muy chica a la academia Pitman. EscribÃa sobre arte, pero lo que me salÃa tenÃa más que ver con la forma en que esa obra rebotaba dentro de mi cabeza; nunca me salÃa el texto crÃtico o me salÃa muy deshilachado. A mà lo que más me gusta en la vida son los libros, pero la pintura le sigue muy de cerca, hay dÃas que van cabeza a cabeza. Pero para escribir me resulta siempre más lindo escribir sobre objetos mudos.
En El nervio óptico las obras de arte son el corazón delator de cada capÃtulo, son esos âobjetos mudosâ que le hablan a la narradora ây al lectorâ de otras cosas: el rescate emotivo de una escena de caza de Alfred de Dreux colgada en el Museo de Arte Decorativo âese que alguna vez fue un palacete familiar de la protagonistaâ o un cuadro âmenorâ de Henri Rousseau en el Museo de Bellas Artes sirven de disparador y espejo para hablar de la muerte y el paso del tiempo y la banalidad, las neurosis de clase, el spleen moderno transformado en pánico a volar. Y de la obra de arte como algo vital incluso para la cotidianeidad, incluso para el bienestar fÃsico: âCada vez que miro Mar borrascoso âdice la narradora sobre esa marina de Courbet, uno de sus cuadros favoritosâ, algo se comprime dentro de mÃ, es una sensación entre el pecho y la tráquea, como una ligera mordedura. He llegado a respetar esa puntada, a prestarle atención, porque mi cuerpo alcanza conclusiones antes que mi mente. Más tarde, rezagado, llega a escena mi intelecto con su incompleto kit de herramientasâ. Esa reacción corporal frente a la obra de arte, esa certeza de que no necesitamos diseccionarla en busca de su sentido, porque por sà sola más que decir puede hacer âcomo sostiene Gainza en uno de sus escritos sobre artistas argentinos reunidos en Textos escogidos 2003-2010 (Capital Intelectual), su primer libro publicadoâ es central en el texto. En cada capÃtulo, ese ping-pong entre una obra de arte colgada en un museo de Buenos Aires, un episodio de la vida de esa chica a la que se la tragó el personaje de âzurdita paquetaâ âcomo le dice su madreâ y la historia del artista en cuestión se imbrican mientras ella corre a refugiarse en los museos âcomo la gente en la guerra corrÃa a los refugios antibombasâ, escribe Gainza.
En uno de los capÃtulos hacés una comparación entre la clase alta y el mundo del arte: igual de endogámico y devorador. Sin embargo, el mundo del arte, ese mundo privado que la protagonista encuentra, la salva de alguna manera de seguir en el mismo cÃrculo del infierno.
âLo que la salva es la obra de arte, no el mundo del arte. La salva poder ir a visitar esos cuadros: todas las obras sobre las que habla el libro están en colecciones permanentes de museos públicos. Asà como el mayor placer está en la relectura, para la protagonista toda la felicidad de poder frecuentar regularmente los museos reside en poder reencontrar las obras amadas en el mismo lugar.
¿A vos te pasa lo mismo, o convivÃs con obras de arte?
âEn mi casa estoy llena de libros, pero no cuelgo pinturas. Ni siquiera una chiquita, nada. Para mÃ, las pinturas cuanto más lejos, mejor. Por eso me gusta que existan los museos. Los cuadros son demasiado intrusivos, demasiado reales, para tenerlos en tu casa. A mà me gusta que sean una cosa mental, guardarlos en algún cuartito de la cabeza y dejarlos salir sólo de tanto en tanto. A las pinturas hay que ponerles coto; si no, se te instalan, copan todo, y no se van más.
Entre la protagonista de El nervio óptico y los personajes secundarios âla madre, el marido, los amigos, los recuerdos propios y ajenosâ hay una distancia que los difumina para hacer aparecer en primer plano a los verdaderos personajes secundarios, que entran a través de los cuadros: son los mismos artistas cuya vida puntea la de la protagonista, que tiembla cuando paga la entrada al Museo de Bellas Artes y le informan que los treinta y dos cuadros de Courbet âMar borrascoso incluidoâ están en restauración o se fascina al creer encontrar su exacta imagen reflejada en La chica sentada, de Augusto Schiavino. â¿No son todas las buenas obras pequeños espejos?â, se pregunta. â¿Acaso una buena obra no transforma la pregunta qué está pasando en qué me está pasando? ¿No es toda teorÃa también autobiográfica?â Ese tal vez sea el blanco donde apunta y tira El nervio óptico, mientras desfilan esos cuadros capaces de ser el doble de riesgo de esa chica de alcurnia rancia que se llama como la autora âen un juego que otra vez desarma la âficciónââ y que con las astillas de los muebles patricios del mundo que le tocó, escribe, algún dÃa construirá su casa.
¿Cómo llegaste a darle al libro esta estructura entre la reseña de arte y la novela?
âSiempre que visitaba museos me iba con la sensación de que los textos de sala y los folletos estaban muertos. Eran textos grises que hablaban con mucha jerga y no lograban explicarle al espectador por qué ese pedazo de tela podÃa llegar a ser algo importante. Alguna vez pensé que mi trabajo ideal serÃa poder reescribir todos los textos de museos de Buenos Aires. Como nadie me iba a ofrecer ese puesto, mi plan B fue escribir una guÃa privada. QuerÃa hablar de mis cuadros favoritos, que no necesariamente son los mejores. Asà empezó el libro, como una guÃa caprichosa de museos.
Los cuadros que aparecen en cada capÃtulo atraviesan artistas y épocas muy diferentes. ¿Qué te âllamabaâ particularmente de ellos para que los eligieras?
âMuchas son obras con las que aprendà a mirar pintura de joven, son mi educación sentimental. En la elección de los cuadros no quise fingir buen gusto (el buen gusto, como decÃa Dave Hickey, entendido como el sedimento estético de la experiencia de otro) ni hacerme la excéntrica o la moderna. Traté de evitar la sofisticación porque eso hubiera sido algo impostado: cuando uno empieza a mirar pintura, empieza por lo básico, por lo obvio. Sólo más tarde empezás a rizar el rizo. Traté de buscar pinturas básicas, hasta convencionales te dirÃa.
Pero tampoco son obras tan básicas. Y la protagonista no es una novata...
âEn cierto sentido sÃ. Courbet, Cándido López, El Greco, son los artistas con lo que uno aprende los primeros palotes de la historia del arte. Lo que yo querÃa era hacer una biografÃa en pinturas. Y por eso las obras elegidas tenÃan que mostrar la educación sentimental de la protagonista, tenÃan que ser los cuadros con los que ella habÃa aprendido a mirar y a los que, a medida que crecÃa, volvÃa de tanto en tanto. Frente a esas pinturas ella vuelve a hacer foco aún cuando en su vida todo se vea un poco borroso.
El revés de esa felicidad de la protagonista exhala melancolÃa, y ese sentimiento impregna toda la novela. ¿Fue premeditado o te encontraste luego con ese tono?
âNo planeé mucho de antemano. Gran parte del libro final apareció mientras escribÃa otra cosa que yo pensaba que iba a ser el libro, pero terminó siendo la hojarasca. El libro en ese sentido es pura reescritura. Mirándolo desde acá, ahora que está publicado, a veces pienso que es una historia sobre la tristeza. Hace poco me di cuenta de que ninguno de los personajes muere por enfermedad, los que mueren, mueren porque están tristes y no logran hacer nada con eso. No lo pueden transformar en otra cosa. La chica del libro se da cuenta de eso al final y lo revierte. Lo gracioso es que ella se dio cuenta antes que yo.
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