Muchas, muchÃsimas veces pensé qué hacer con ese tesoro que estaba ahÃ, en una biblioteca del escritorio de mi casa, durmiendo una siesta de meses y años. TenÃa claro que podÃa ser muy torpe de mi parte no darle un adecuado destino a nada menos que un importante texto inédito de una gran figura de la música popular mundial, pero cada vez que se me ocurrÃa recuperarlo, sacarlo a la luz, trabajarlo para que fuese un libro âtal como lo habÃa soñado su autorâ, me inmovilizaba la idea de que, como en verdad tenÃa sólo una parte, porque era un texto inconcluso, nunca llegarÃa al todo. 715l6a
El tesoro eran unas decenas de carillas tipiadas a máquinas por Atahualpa Yupanqui con lo que iba a ser su libro de memorias. Un proyecto con tÃtulo y todo: en la primera página, el hombre habÃa escrito en mayúsculas, con el cuidado y la pulcritud de la gente de antes, Atahualpa Yupanqui - Este largo camino, y abajo, entre paréntesis, Memorias. El texto estaba corregido. Sobre algunos tramos de lo que habÃa escrito con la máquina, habÃa tachones y cambios de palabras hechos con lapicera. Era evidente que era un material pensado, releÃdo y cuidado... y que era insuficiente para ser, asÃ, solito, un libro. (Hoy sé que fue escrito por Yupanqui a fines de los â70, cuando estaba pisando los 70 años, y también sé que nadie, ni su hijo siquiera, sabe por qué lo abandonó a poco de comenzar).
Lo cierto es que no sabÃa qué hacer con él, hasta que apareció Bob Dylan. Su libro Chronicles Vol. 1, ¡las memorias de Dylan!, que suponÃa que iba a contarlo todo, de punta a punta, obviamente con más detalle que todos los otros (mil) libros que se han publicado sobre su vida y su obra. Pero Crónicas tenÃa solo partes, no el todo. O sea, Dylan, el maestro, habÃa elegido no solo la austeridad sino también la fragmentación para echar luz sobre algunos episodios de su historia, y con eso nos dijo el resto. Su Vol. 1 tiene cinco capÃtulos. Los dos primeros cuentan su llegada a Nueva York en 1961, cuando anhelaba introducirse en el mundillo folk del Greenwich Village, imantado por la figura de Woody Guthrie. Y después, como en âTangled Up In Blueâ y en tantas otras canciones suyas, desarma el relato cronológico: en el tercer capÃtulo nos abre las puertas de su refugio en Woodstock en los dÃas en que intentaba sacarse de encima el rótulo de profeta generacional y hacÃa un disco modesto como New Morning; en el cuarto se detiene en el momento en que llega a tierra luego del naufragio de los â80 y se encuentra con Daniel Lanois para hacer Oh Mercy, y en el quinto retorna, de un plumazo, a su primer tiempo en la Gran Manzana, en aquel preciso instante en que la nieve del invierno comienza a derretirse y él, joven apasionado, respira hondo porque tiene en el bolsillo de su saco un contrato discográfico, el primero. Eso es todo.
Entonces ese libro me sacó presión. Gracias a Dylan entendà que sólo tenÃa que ponerme a transcribir, sin querer abarcarlo todo, y que al final del recorrido, si habÃa caminado adecuadamente, tendrÃa un libro. Y ése es éste.
Accedà a estos escritos hace ocho años. Una tarde del verano del 2000 estaba en la casa de Cerro Colorado, escribiendo mi primer libro sobre Yupanqui, Cartas a Nenette, cuando el Coya, el hijo de Atahualpa, llegó con unos papeles que habÃa reencontrado. Eran nada menos que el comienzo de las Memorias que su padre habÃa empezado a escribir y un dÃa abandonó. En ese momento me los dio.
A mediados del año pasado, viendo que se acercaba el centenario del nacimiento de Yupanqui (el aniversario preciso fue el 31 de enero pasado), pensé que era tiempo de empezar a trabajar en ese material. Fue entonces cuando pensé en Chronicles. Y lo que terminé haciendo fue transcribir el texto que estaba escrito, y sumarle a eso recuerdos que Yupanqui no tipeó sino que habló para autoentrevistas, reportajes y monólogos que quedaron grabados y nunca se publicaron.
El tempo, el tono y el estilo de lo que está en el libro son de Yupanqui por donde se lo mire. Todo eso lo fijó con esos primeros escritos suyos que llegaron a mis manos. El resto, o sea lo que me contó, hablando, lo escribà siguiendo esas pautas.
Aspiro a que el lector no pueda advertir hasta dónde escribió Yupanqui y desde dónde yo empecé a escribir sus cosas habladas.
¿Y qué tiene el libro? Lo que se anuncia. Recuerdos de Atahualpa Yupanqui que cuentan su paso por el mundo.
Los primeros hablan de su infancia y su adolescencia, algo de lo que poco se sabÃa. Su tiempo en Pergamino, donde nació y vivió hasta los siete años, su paso por JunÃn, donde aprendió sus primeras cositas en la guitarra. Luego, su primera juventud, sus viajes iniciáticos, ese momento que se hizo leyenda, esos años en los que caminó el paÃs de verdad, casi como un trotamundos en su propia tierra, conociendo paisajes, gente y coplas populares.
Después hay de todo un poco (gracias, Bob). Sus pensamientos sobre la guitarra y el caballo, descripciones de lugares y personajes, recuerdos de cruces personales con figuras de la cultura mundial, conocidos como Pablo Neruda, Federico GarcÃa Lorca y Nicolás Guillén, o no tan conocidos como José BergamÃn o Domingo Zerpa.
Y el final también me lo dio Yupanqui como por una casualidad que yo sé que no fue tal. En una de las cajas donde el Coya guardó las cinco mil cartas de su papá a su mamá en los 50 años que compartieron âeso es lo que compilé en Cartas a Nenetteâ, encontré varios manuscritos que no eran cartas ni poemas ni letras de canciones. Uno de ellos era una autodescripción: Yupanqui por Yupanqui, de puño y letra. Recuerdo perfectamente con qué entusiasmo leà eso por primera vez, un mediodÃa al borde del rÃo Los Tártagos, en el Cerro. âSoy un argentino, cantor de artes olvidadas, que se desvela caminando por el mundo para que los pueblos de la tierra no olviden el mensaje sereno y fraternal de los hombres de mi patria.â Hermoso. âAmo la naturaleza. Amo a Juan Sebastián Bach. Amo al árbol, al viento y al caballo. Y abrigo un anhelo, para mà profundo y soñado. El de sumarme un dÃa a la legión de los Anónimos, sin nombre, sin imagen, sin historia personal. Sólo un canto de amor y de paz que el viento lleva hacia un mundo de hermanos.â
Ese texto lo guardé bien guardado para usarlo algún dÃa en un lugar adecuado a su belleza. Y ahora lo puse al final del libro.
El cierre de las Memorias, ése era el lugar, don Ata.
Pepe Podestá, Pepino el 88, un verdadero gaucho, uruguayo él, fue el hombre que difundió el MartÃn Fierro a través de sus refranes y regalando libros, como se hacÃa en un tiempo. Por ejemplo alguien compraba una lata de aceite de cinco litros que venÃa para el campo, porque no se podÃa comprar la pequeña latita sino que se compraba la quincena, se iba un sulky con dos jarganas, con dos álgaras, dos bolsas, y del almacén se llevaba cinco litros de aceite y ocho kilos de yerba, y de regalo un ejemplar del MartÃn Fierro.
En aquel tiempo, era un compromiso de regalar que tenÃan tal vez los editores. Eso en todo el paÃs, de Córdoba y Tucumán a la pampa, nuestra pampa. Una cosa ejemplar y hermosa. No habÃa el interés de vender sino de difundir la poesÃa popular. Gracias a eso se difundió tanto el MartÃn Fierro, que todo el mundo conocÃa a manera de moraleja, de refrán, de consejos o de protestas. Era una buena condición ésa.
El hombre de la montaña es supersticioso porque la montaña le va creando voces, le devuelve voces que no esperaba. El hombre del sur habla fuerte. En Chascomús, en Pringles o en Bragado, un paisano entra a un boliche y pide: âChe, gallego, servime una ginebra, querésâ. En cambio, en el norte dicen: âMe da un vinito, señorâ. Bajito, porque si grita, el eco lo asusta. El del sur pega el grito, parece que ordenara de a caballo nomás.
El indio montañés, o sea paisano-paisano de la montaña, tiene una serie de miedos que no puede dominar. Por ejemplo, el sol pasa a las diez de la mañana. Cuando sube y pasa la montaña, es un precioso dÃa de sol, pero a las cinco de la tarde pasa el Oeste, se esconde detrás de la última cumbre y se va. ¿Adónde se va? ¿Adónde va a morir? El indio montañés no lo ve, sabe que el sol se apaga y se va, y que la tarde se pone triste y se hace la noche. Igual la luna. Sale en un momento, la ve pasar hermosa y después se va a morir cuando ha pasado la cumbre.
Tanto vivir entre piedras,
yo creà que conversaban.
Voces no he sentido nunca,
pero el alma no me engaña.
Algún algo han de tener
aunque parezcan calladas.
No en vano ha llenado Dios
de secretos la montaña.
Algo se dicen las piedras.
A mà no me engaña el alma.
Temblor, sombra o qué sé yo,
igual que si conversaran.
Ah, si pudiera algún dÃa
vivir asÃ, sin palabras.
El gaucho sabe del silencio. El señor Castellanos que vivÃa en Ballesteros, Córdoba, me dijo: âEl hombre no se callaba, no se callaba, y yo tenÃa unas ganas de conocerlo... Pero no se callabaâ.
Castellanos esperaba que se callara, que hiciera un gesto, que le aceptara un cigarro para ver cómo lo prendÃa y qué pensaba.
Siempre he pensado en el silencio. Una vez casi me volvà loco buscando un silencio, buscando un tono que sea la representación del silencio en la guitarra. Primero buscaba en la bordona, pero esa cuerda no me decÃa mucho desde el punto de vista melódico. ¿Será un tono o dos tonos juntos, o una melodÃa, cómo será? Después busqué en la quinta y en la cuarta, en las otras cuerdas no, porque son muy hablantinas. Busqué algo que la gente diga: âEso es como el silencioâ. Hice la âVidala del silencioâ, la toqué bien gravemente, la toqué muchas veces, la toco siempre. Pero solamente para mà es la vidala del silencio, nunca oà a alguien que dijera âcierto, ahà hay algo del silencioâ.
Caminé aquel Buenos Aires anterior al año â30. Escuché, desde la vereda de la angosta calle Corrientes, a casi todas las orquestas de la capital. Caminaba la noche por todos los barrios buscando trabajo, estableciendo relaciones con cantores y guitarristas, con periodistas, con provincianos nobles y también con otra clase de gente: conocà la amistad y la ayuda de rateros, de ladrones de tranvÃas, de carteristas, de gente âcalaveraâ.
HacÃa menos de una semana que estaba en la gran ciudad cuando conocà el calabozo de una comisarÃa. Yo ganaba mi vida tocando la guitarra, sin cantar, en los boliches de Avellaneda, de Puente Alsina, de Boedo y Chiclana, del Bajo Belgrano. Dondequiera que me daban permiso, me sentaba entre parroquianos, obreros, gente de paso de las tabernas sin importancia, y tocaba la guitarra. No esperaba ni exigÃa silencio. Sólo tocaba, y siempre en forma confidencial, sin bulla en el instrumento, sin brillantez alguna. De treinta personas, seis me alcanzaban una moneda. Y cuando me ofrecÃan un trago de algo, yo, que en aquellos años no bebÃa nada de alcohol, pedÃa un vaso de leche. Era mi alimento, mi solo alimento.
Usaba una pequeña guitarra desprotegida. No tenÃa estuche o cofre para guardarla. Una noche, en la calle Corrientes que crujÃa como terremoto cuando pasaba un verde tranvÃa Lacroze (que muchas veces me sirvió de dormitorio a cinco centavos el viaje âde obreroâ), llegué hasta la pieza de un amigo y le confié la guitarra por esa noche solamente. TenÃa un pedazo de queso y un vaso de leche, y con el peso restante hice un gasto extraordinario: me fui al teatro de la calle Esmeralda a escuchar a Carlos Gardel, que habÃa llegado de Europa. Disfruté enormemente durante casi dos horas.
Yo, que nunca fui tanguero, que jamás aprendà a tocar un pedacito de tango, recibà con fuerte emoción la voz de Gardel, su acento, su forma de marcar las palabras, su temperamento, su simpatÃa desbordante, su calidad de artista nacido para producir, en ese género, la más pura belleza popular.
Como decÃa mi amigo Reguera, âengordé de emoción escuchando cantarâ. Me paré a medianoche en la vereda de âLos 36 billaresâ. Llegaba hasta la calle el rumor de los bandoneones del bar vecino. Eran Aieta, o Minotto, o los hermanos Scarpino, o Vardaro-Pugliese.
Un rato después, con amigos de caras emocionadas y felices, pasaba con paso lento don Carlos Gardel. Todos lo saludaban al pasar. Gardel era como Buenos Aires después de haberse confesado, con penas y nostalgias, con rabias y amores. El alma de la ciudad cabÃa en él, honrosamente. Yo me habÃa quedado sin un centavo, estaba cansado pero feliz, conmovido, agradecido de la noche. HabÃa ganado la noche. Nada perturbaba mi mundo sensible. ¡Qué noche memorable!
Caminando por la calle Lavalle, llegué hasta el teatro Colón. Frente a él, la plaza Lavalle. Me senté a descansar, a ordenar mis adentros. Y sin darme cuenta, me quedé dormido. No sé cuánto rato le concedà al sueño. Pero una mano firme me tocó el hombro. Era un policÃa, y creo que serÃan ya las tres de la madrugada. El hombre me pidió documentos. Se los mostré. Me los devolvió enseguida, diciéndome: âAcompáñameâ. Y me llevó a la seccional tercera de la PolicÃa. Allà expliqué los asuntos de mis pobres trabajos y justifiqué, con el billete del teatro, las horas anteriores. Pero me tuvieron hasta el mediodÃa siguiente. Me dejaron libre con un consejo serio: âAquà no queremos vagosâ.
Salà lleno de vergüenza y rescaté mi guitarra de la pieza de Páez, hombre de la noche, que dormÃa como un lirón. Y me fui a los barrios, buscando tabernas para ganarme la vida.
Mi padre llegaba y muchas veces le ha dicho a la mamá algo como âqué dÃa bravo de calor, hacÃa tiempo que no bebÃa como hoyâ.
â¿Mucho?â, le preguntaba ella con toda tranquilidad, porque sabÃa quién era, sabÃa qué hombre habÃa en casa.
âSÃ, mucho, casi siete sifones.â Casi siete sifones, se tomaba siete sifones de soda y era una barbaridad de beber. Y lo decÃa no con gracia sino con naturalidad. Era su manera de ser.
DecÃa: âLa fuerza está en el alma, no en la botellaâ. Una linda frase y a la vez un buen consejo para mucha gente.
También tenÃa actitudes un poco agresivas. Insolentes. Alguna vez, en la estación de tren en la que trabajaba, le dijeron: â¿Aquà hay libros de quejas?â âSÃ, señorâ, contestó.
âDémelo.â Se lo dijo con groserÃa, con torpeza. El señor pidió imperiosamente: âPáseme el libro, pásemelo yaâ.
Y él le dijo: âCómo noâ. Estaba en la ventanilla, donde se entregan los boletos. Entonces abre un cajón y saca un revólver Smith & Wesson y se lo entrega. Y le dice: âTome, quéjeseâ. Se lo dio y bajó la cabeza.
Luego le decÃa a mi madre: âHice como que escribÃa, porque no quise ver paâ qué lado tiraba el hombre. Y cuando levanté la cabeza, medio minuto después, no estaba más el hombre. Estaba el revólver y el hombre se habÃa idoâ.
En el tiempo en que hice mi casa del Cerro, estaba en una lucha de resistencia antifascista, asà que me costaba ganarme la vida. La hice con mi familia a mano, y con un amigo que me fiaba, Lindolfo Bayán. Tejas, ladrillos, dos mil quinientas piedras. Todo fiado. âPague cuando puedaâ, me habÃa dicho.
Mi orden de trabajo estaba muy limitado. Siempre encontraba un no redondo. O dudas. âVéame en quince dÃas, vamos a ver qué hacemos, qué se puede hacer.â Y pasaba el tiempo y mi pobreza era grande. Ahà nació mi hijo.
Pagué la casa de a poco. A los que me ayudaron, les debo mi gratitud. Y era gente que no me conocÃa mucho. Hombres como Jesús Luna. Como Samuel RamÃrez.
Más de una vez, cuando amenazaban con quemarme la casa, aquà la familia ha visto un cigarrillo en medio del monte, a las tres o cuatro de la mañana, y no era alguien por atropellar, sino Samuel RamÃrez con algún amigo cuidando mi casa, porque yo estaba preso.
Nunca me lo dijeron, yo lo supe por una señora, meses después. El nunca me dijo âera yoâ. Ni lo va a decir. Porque es un criollo, un paisano. Lo que decÃa mi padre: âPaisano es el que tiene paÃs adentroâ. Ese hombre tiene paÃs adentro. Con recato, con pudor, con coraje para vivir una pobreza linda y libre. Eso es hermoso. Y ejemplo.
Era yo un muchachito, introvertido, pobre y solitario, cuando comencé a firmar ingenuos versos con este nombre que hoy me lleva por el mundo, sacrificadamente, que me aleja de la pampa y después me la entrega, sagrada y alta, como un cáliz en el rito.
Yupanqui: âhas de contarâ, ânarrarásâ. Tal la sentencia de los Amautas en la lengua granÃtica del Ande. AsÃ, la lectura de tales tradiciones auspició mis vigilias de adolescente.
Pero, ¿qué podÃa yo narrar a los quince años, si el universo tendÃa sus fronteras a seis leguas justas de la puerta de mis padres? ¿Cómo entender la enorme dimensión de una voz que reclama los arduos trabajos, paciente aprendizaje con ancianos de cobrizo rostro, meditar bajo misteriosas constelaciones, usar en las montañas una piedra como almohada, tañer una flauta de caña sin lastimar al silencio, oÃr una guitarra donde la tierra guarde sus secretas leyendas?
AsÃ, mientras caminaba la Patria aprendiendo a entenderla, me di a la difÃcil tarea de honrarme cantándola.
AsÃ, pasé cincuenta años rastreando, en danzas y melodÃas, el dolor y la gracia de los pueblos.
âHas de contar...â âNarrarás...â
Recién ahora, en el otoño de mi existencia, con muy largos caminos andados, con muchas noches sin poncho, puedo asumir el Destino de este nombre que me lleva con él, mundo afuera y mundo adentro. Recién ahora, pausadamente y con amor sereno, puedo decir: âHabÃa una vez...â. Y empezar a contar.
La guitarra me llevó por el mundo. Una vez llegué cerca de los Cárpatos, a HungrÃa. Llegué a Budapest, invitado por el Ministerio de Artes y Letras, porque allá se habÃan enterado de mi deseo de escuchar y de aprender algo sobre los violinistas zÃngaros, tan famosos en la infancia de tantos muchachos de mi generación. Todos los adolescentes querÃamos saber sobre las czardas y los romances, pero sobre todo los violinistas. Me acicateaba la curiosidad por saber qué habÃa en la música popular húngara, de gitanos, sabiendo que el ochenta por ciento de los húngaros, sobre todo la gente de raza gitana, tocaba violÃn. Yo pensaba cómo tratarÃan ellos la cosa popular, qué dirÃan del caballo, cuántas canciones tendrÃan sobre caballos, sobre cabalgatas, sobre las noches en las serranÃas, en sus llanuras, en su Danubio, qué dirÃan de la Transilvania de los caballos, de la tradición de los jinetes. Eso me llevó por allÃ, a gestionar, a preguntar cosas a la gente.
Para eso me ayudaron algunos poetas. Por ejemplo, un francés, Paul Eluard.
Asà llegué a Budapest, donde encontré la cordialidad y la amplitud del doctor Chabault Givense, que no era médico ni abogado ni veterinario, sino doctor en música. Nada menos. Un hombre que conocÃa profundamente la música del universo. Todo lo sabÃa. Su enorme biblioteca era música.
Me acerqué a su casa y me recibió cordialmente. Me dijo: âTú te dedicas a la cosa antiguaâ y yo le dije: âHasta donde conozco... Porque no conozco lo muy antiguo, no soy ni siquiera un serio aprendiz de música, soy un tocador de guitarra del campo. Pretendo ser del campo, me gusta serlo, lo siento. Asà soy y asà me presentoâ. Entonces me pidió que tocara algo que creyera que era antiguo y que me gustara.
Ahà me acordé de la âPastoral indiaâ que habÃa aprendido el maestro Carlos Vega de un pastor de catorce años en Jujuy. El chico dejaba a sus llamas a buen cuidado, se sentaba en la puerta del corral y hacÃa sonar su quena. Durante dos minutos, hacÃa sonar una rara melodÃa que el profesor Vega anotó toda y para no interrumpir al chico su condición de solitario que se protegÃa con la música, no le preguntó nada. Ni el nombre de esa música. Entonces Vega le puso âPastoral indiaâ, porque el chico era un pastor de llamas. Yo la aprendÃ, luego de que Carlos Vega me corrigiera bastante, y llevaba con mucho orgullo esos tres minutos de música desolada de Los Andes. Y con conciencia de que no estaba equivocando a nadie, la toqué ante el maestro Chabault Givense. Varias veces. Hasta que me dijo que la tocara hasta donde me dijera, y habré tocado diez, doce compases, y me detuvo. Fue hasta su biblioteca, recogió su Ãndice, buscó y encontró un tema. Me preguntó cuándo habÃa encontrado esa música y yo le dije: âHace unos quince años, más o menos, que la conozco, me la pasó el maestro Carlos Vegaâ. Y él me dijo: âTe voy a dar algo que tengo desde hace muchos añosâ. Y buscó su tema, lo puso en el piano: âEste tema está escogido en las montañas de los Cárpatos, de Austria-HungrÃaâ. Era un pequeño romance llamado âMadre, no me mandes a la guerraâ, casi exactamente igual a la âPastoralâ. La pentatónica estaba presente, los tonos enteros, los cinco tonos enteros de la escala pentatónica andina que creÃamos orgullosamente americana, quechua, y nada más que de acá. Y no, era universal.
Me dijo Chabault Givense: âEsto, la pentatónica, viene del TÃbet. Por algo Béla Bartok se fue con su maestro, el director de su Conservatorio, a pie lleno y de pobrezas a encontrar la raÃz de la pentatónicaâ. Y estaba en Transilvania, me dijo, cuando encontró canciones pentatónicas de ese folklore que son igualitas a las canciones de Bolivia, Salta y Jujuy.
Son seis canciones. Las grabaciones fueron patrocinadas por la agrupación tradicionalista El Mangruyo, de Rosario, y los tres discos de 78 rpm que las incluyeron, en 1936, llevaban el sello Odeón Mangruyo. TodavÃa faltaba para que Atahualpa Yupanqui, prohibido por el peronismo, debiera exiliarse. Y no era el tiempo, aún, de que esas seis canciones se convirtieran en mito. En rigor, más allá de lo inhallables que resultaban estas tomas en particular, hoy rescatadas en el exquisito cd que acompaña el libro con sus memorias, es muy poco lo que se puede escuchar de Yupanqui: el álbum doble editado por Lantower, con grabaciones de su primera época, el que publicó Melopea con solos de guitarra, los volúmenes que en su momento editó Página/12 con sus grabaciones sas y algunos discos con âgrandes éxitosâ. La fama de su nombre y el peso de su leyenda contrastan con lo desconocido de su obra. Entre estas seis canciones hay una, sobre todo, el estilo âMangruyandoâ, que pone en escena, en todo caso, el porqué de la fama y la leyenda. Allà no está ni lo más aparente ni lo más bastardeado. No está su voz cascada desde siempre ni la inteligencia de una poesÃa de elaboradÃsima sencillez. AllÃ, Yupanqui apenas toca la guitarra. Toca con esa claridad para delinear la melodÃa y el acompañamiento, con esa perfecta delimitación de planos, y ese sonido ây ese vibrato caracterÃsticoâ que tal vez delate su paso por el violÃn y que atraviesa toda su obra. El espesor de esas lÃneas puras, la comunicatividad y la delicadeza del fraseo, son sorprendentes. âEn un tiempo, antes de ser guitarra, antes de que la madera fuera ahuecada, la guitarra fue simplemente un trozo de un árbol. Integró el cuerpo de un árbol determinado, un abeto azul, un jacarandá. Y ese árbol no era solitario, no estaba solo en una colina, sino que formaba parte de una pequeña selva, de eso que llamamos monteâ, comienza Yupanqui su capÃtulo dedicado a ese instrumento. Y si nadie pudo tocar la guitarra como él, aun después de haberlo escuchado y de que su manera de tocar se incorporara al folklore de lo que sus cultores llamaron âfolkloreâ, hay que pensar que en 1936 ni siquiera existÃa una referencia brindada por él mismo. Yupanqui entendÃa su sonido y lo buscaba donde nadie antes lo habÃa hecho. En ese árbol del que la guitarra habÃa formado parte, Yupanqui reconocÃa la vecindad âde otros de todo tipo y especieâ. AllÃ, decÃa, âvivÃa la guitarra antes de ser guitarraâ. Y concluÃa: âEse pedazo de madera integrante de la selva tiene que haber recibido un gorjeo de algún ave... Toda la selva recibió el cántico de pájaros a lo largo de los años... El cántico del ave ha sido siempre el elemento. Y a la madera se le ha recontrapenetrado ese cánticoâ. PodrÃa pensarse que, sencillamente, Yupanqui sabÃa de la existencia de ese elemento y sabÃa cómo encontrarlo.
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