Queen fue un grupo memorable que vino al paÃs cuando estaba en el pico máximo de su rendimiento. No como pasó con los Doors âque en realidad fueron los Doos, ya que sólo estaban dos originalesâ y otras tantas bandas que arribaron en el crepúsculo. 6772m
Siempre me gustaron los tÃtulos de los discos de Queen: Una noche en la ópera o Un dÃa en las carreras, por ejemplo. En función de estos tÃtulos es que quiero contar una nueva aventura para ver si algún grupo de rock argento la encuentra interesante como para denominar un álbum. Se llamarÃa Un dÃa en la cancha y me gustarÃa que el grupo de rock no fuera un engendro del tipo de Los Piojos âcon ese falsete barrial berreta insufribleâ sino algo más glamoroso, cercano a Mars Volta, ya agrandando la apuesta. La cosa empezó asÃ: jugaban Vélez, de local, y mi club del alma, San Lorenzo de Almagro. Mi viejo me habÃa estado avisando toda la semana que pensaba seriamente en viajar a Liniers para dar el presente a pesar de que se consideraba a éste un partido riesgoso âhabÃan matado a un hincha de Vélez en el partido de idaâ y en una cancha alejada y que siempre fue hostil para el Ciclón. Como mi viejo tiene 80 años y me daba miedo dejarlo ir solo, le dije que lo iba a acompañar, pero que, por seguridad, no llevara ni banderas ni corbatas ni nada con los colores del campeón. Me dijo que me quedara tranquilo. Quedamos a las dos en la estación de Caballito, para tomar el expreso del Oeste que nos iba a dejar en Liniers. Como estaba haciendo tiempo y llegaba antes, me metà en una librerÃa y conseguà por 15 pesos un libro de Sándor Márai. Hasta ese entonces nunca habÃa ido con un libro a la cancha, pero esto iba a ser lo de menos. Mi viejo apareció en la estación Ãntegramente vestido con un equipo de gimnasia del club. Empezamos a discutir y amagué por primera vez en la tarde en no ir al partido. El se empecinó y a regañadientes entré en el tren repleto que nos llevaba, tal vez, a una muerte segura. Cuando llegamos a la cancha, quedamos encerrados entre un a la cancha âque tardaban en habilitarâ y las vÃas del tren. A los costados, los caballos nerviosos de la policÃa nos empujaban hacia el centro. Vino mi segundo intento de irme. Pero mi viejo me dijo que ya entrábamos, que faltaba poco, que aguantáramos. Cuando se abrieron las puertas, en el cacheo, un policÃa me dijo amablemente que escondiera el libro bajo mi campera, porque si no los controles me lo iban a sacar. Mi viejo, que venÃa atrás, le gritó: â¡Qué le querés sacar el libro al pibe! ¡No ves que no hace nada!â. Le pedà al policÃa que por favor lo detuviera, que se lo llevara porque me estaba quemando la cabeza desde temprano. Esto le causó gracia y nos dejó pasar. Ya en la cancha, nos subimos bien alto en la popular y mientras pasaban los minutos para que empezara el partido, la tribuna se fue llenando hasta que no cabÃa ni un alfiler. ParecÃamos un dibujo de Escher, cada cuerpo era la continuidad del otro. Estratégicamente, yo estaba parado frente a un paraavalancha y mi viejo estaba debajo de mÃ, al alcance de un manotazo. SeguÃa entrando más y más gente y me agarró claustrofobia. Le dije a mi viejo que me iba. TenÃa sudadas las manos y el pecho, me faltaba el aire. Mi viejo, ya convertido en un mandril de ochenta años con el culo rojo, me gritó: âEsperá, esperá, ya no entra nadie más. ¡Mirá que si hoy ganamos quedamos punteros, eh!â. Estábamos a presión, casi no tocábamos el piso con los pies. Entonces escucho que alguien, detrás de mÃ, dice: â¡Ahà viene la hinchada!â. Casi me vuelvo loco. Por una de las puertas de abajo hacÃa su irrupción la gloriosa de Boedo con banderas y pitos y paraguas. Por una cuestión fÃsica, la gente que sobraba empezó a salir disparada como si fueran jabones que se escapaban de las manos. Se iban contra el alambrado como fuegos artificiales. Piuff, piuff. Me agarré del paraavalanchas y agarré a mi viejo. Logramos resistir la presión. Empezó el partido. Fue cero a cero el primer tiempo y casi todo el segundo. Yo rezaba para que saliéramos asÃ, ya que un gol nuestro era garantÃa de una avalancha letal. Cuando faltaban dos minutos, Romeo la embocó y vino el momento tan temido. Estalló la tribuna y como si alguien hubiera apretado el botón de un inodoro de gente, mi viejo se perdió en el maremágnum. Quise manotearlo pero la ola se lo habÃa llevado. Quedé paralizado. Pero de golpe el movimiento sÃsmico de cuerpos, respetando una ley algebraica de flujo y reflujo, lo traÃa de vuelta. Frente a mi estupor, ahà estaba, viniendo hacia mà a la cabeza de la ola de monos, con algo en la mano. ¡Era un alfajor que se habÃa encontrado en el camino! âAgarrá, agarráâ, me decÃa pasándomelo, como hace Dios con Miguel Angel en los techos de la Capilla Sixtina.
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