Veinte hectáreas de folklore boliviano y casi diez mil puestos de mercaderÃa no podÃan ser ignorados mucho tiempo más. Mientras los diarios y noticieros llenan espacios con allanamientos y muertes, otros decidieron abordar de una manera distinta ese espacio casi onÃrico, casi ficcional, siempre al borde del colapso: La Salada. 2t1u4l
Uno fue Sebastián Hacher con Sangre Salada, un libro que narra los melodramas familiares y las luchas de poder dentro de lo que el lugar común llama la âferia ilegal más grande del mundoâ y los datos concretos (el mercado del Alto en Bolivia, por ejemplo) desmienten. Nacho Girón, por su parte, prefirió hacer foco en la investigación sin dejar de lado las herramientas del non fiction en su libro La Salada. Ambos autores eligieron el formato de la crónica y se sumergieron en los pasillos de las cuatro sucursales que forman la totalidad de la Feria (Punta Mogote, Ocean, Urkupiña y La Ribera) para salir un par de años después con las manos llenas de material fresco, nunca antes explorado. Lo que empezó como un territorio de piletas populares en estado de abandono ubicadas en Lomas de Zamora terminó siendo un lugar caótico y multitudinario donde los micros que llegan del interior circulan casi rozando los puestos de venta, los puesteros ponen sus productos sobre las vÃas del tren y las calles internas siguen sin asfaltar. Y aunque naturalmente todo esto se fue levantando sobre un margen, lejos de la Capital, parece haber llegado la hora de trasladar la periferia al centro a través de estos libros. Si a principios del siglo XX Borges creaba âlas orillasâ como un espacio imaginario que se oponÃa a la ciudad moderna en plena transformación, algo de esa matriz se mantuvo en la construcción de la Feria como territorio narrativo. Claro que ahà donde la mirada borgeana encontraba cualidades estéticas y metafÃsicas, los narradores actuales encontraron... bueno, otras cosas. La idea, de todas formas, fue esquivar los clichés de la pobreza como sello del conurbano bonaerense. Lejos de los perros sarnosos, los techos de chapa y la basura por doquier, La Salada aparece como un terreno de abundancia. Hay una posibilidad real de crecimiento económico para cualquiera que pise estas tierras. Aquà circula plata y, en mayor o menor escala, nadie sale con las manos vacÃas. âSi vos estás en la lona y te preparás cincuenta sandwiches de milanesa, vas a La Salada y los vendés todosâ, plantea Hacher, que ya supo explorar la cultura popular con su libro Gauchito Gil, una serie de retratos y fotos de este santo pagano. Girón, actual columnista televisivo, coincide, pero es un poco más cauto: âEl que se lleva mucho dinero es el que posee y regentea espacios de venta. El hombre común, el puestero, sigue siendo un tipo de laburo que seguramente mejoró su condición social, pero que no recauda $600.000 mensuales como un que posee ciento y pico de puestosâ.
Aunque no hay regulación del Gobierno, sà hay leyes internas que rigen para todos (bueno, casi) por igual. Ahà donde el Estado está ausente surgen normas de sociabilidad propias con sus respectivos códigos de honor. Los compadritos orilleros que resolvÃan sus asuntos con el duelo a cuchillo se reencarnan en los feriantes bolivianos que montan su propio sistema organizativo, importado de la cultura andina: el pasanaku. Se trata de un método de ahorro solidario. Los participantes ponen una suma fija de dinero todas las semanas, se sortean las posiciones y en cada turno uno de ellos se lleva el pozo total. Si no falla, es porque lo juegan siempre entre dueños de puestos que se conocen entre sÃ. âEs la mejor forma de invertir âle explicaron los puesteros a Sebastiánâ. Nadie se puede salir del juego: si te salÃs, la comunidad te da la espalda y ni siquiera podés venir acá.â Pero no todo es color de rosa: también hay cabecillas y choques de poder que se resuelven a través de prácticas mafiosas y salvajes. âHay un excesivo personalismo detrás del negocio de La Salada âplantea Girónâ. Si bien hay 30.000 puestos, los caciques del conurbano que realmente tienen poder de decisión se cuentan con los dedos de una mano. En las veinte hectáreas de ferias se permiten, por acción u omisión, que convivan laburantes sacrificados con policÃas corruptos, ladrones o pungas. Y aunque tienen poca presión por parte de los gobernantes, los es de La Salada hacen la vista gorda a sus aspectos más oscurosâ. Léase: la ropa falsificada, los talleres esclavos, la policÃa que se filtra únicamente bajo la forma de diezmo para mantener los puestos. Todo tan naturalizado, que a nadie le dio miedo contarlo.
No se trataba simplemente de meterse ahà para âcontar desde adentroâ. El verdadero desafÃo era darles voz a quienes, hasta ahora, sólo habÃan sido hablados por otros: la antropologÃa, la sociologÃa, cientos de escritos sobre economÃas informales e inmigración. ¿Y ellos qué? Nobleza obliga, hubo un antecedente: en 2008, la pelÃcula Hacerme feriante de Julián DâAngiolillo mostraba por primera vez sin prejuicios ni recortes tendenciosos un dÃa en la vida de un hombre que truchaba CD para vender dentro de la Feria. Nada más, y nada menos. Se proyectó en La Salada y, en una fiesta metatextual, hoy se venden copias en el mismo lugar en que se filmó la pelÃcula. Es cierto que impacta ese plano tomado desde arriba, miles de personas corriendo con sus carros a la hora en que se abren las puertas del predio. Pero la imagen tiene un lÃmite que la narrativa supera: además de la historia de las piletas donde la gente iba a curar sus males, además de José Luis Gozalo y sus grupos de bailanta en los comienzos de Ocean, además de las versiones acerca de cómo fue creciendo este espacio sin filtro ni control, hay dos mitos fundacionales que, hasta hace poco, sólo habÃan corrido de boca en boca. Uno habla de Gonzalo Rojas Paz, una especie de Robin Hood boliviano que organizó a sus compadres, instaló la piedra fundacional y se erigió como jefe de Urkupiña. Cuando se negó a pagarle un millón de dólares a la policÃa, dicen, terminó preso, ultrajado y muerto en la cárcel de Devoto. Hoy, quien pase por la entrada del lugar puede ver una foto suya con smoking y resignificar esa imagen que en otro momento hubiera rozado lo bizarro. El otro mito, mucho más reciente, tiene por protagonista a Jorge Castillo: el cabecilla argentino de Punta Mogote. Tanto Girón como Hacher se entrevistaron con él y lo construyen como personaje. Con sus claroscuros, con sus desplantes, con toda su malicia, incluso, con algunas cuotas de ternura.
En cuanto al lugar mismo de la narración, ahà donde Girón buscaba âun compromiso con la verdad y un trabajo descriptivo profundoâ, Hacher prefirió no hacer una denuncia ni aportar datos a la Justicia sobre las prácticas ilegales, como la falsificación. âSimplemente busqué contar cómo se tejió la trama de una feria que sacó a miles de personas de la miseria y que creció con reglas propias âexplica, cansado de que lo hostiguen para que critique la lógica interna de La Saladaâ. QuerÃa mostrar un espacio y tratar de entenderlo. Lo mismo hice con los distintos personajes: traté de no tener una mirada maniquea sino trabajar sus matices.â Les cambió los nombres a quienes aparecÃan de manera involuntaria, pero no hubo un intercambio de información suculenta por anonimato. âEn realidad, esos testimonios fueron los que menos me sirvieron. Me decÃan que querÃan cambiar sus nombres nada más que porque querÃan hablar mal de alguien.â Y si, a diferencia de su colega, Hacher ahonda en los melodramas familiares, no es sólo por avidez narrativa, aunque también. Lo que hay que entender es que detrás de estos increÃbles culebrones de telenovela (un marido que tiene un hijo con su nuera, por ejemplo) se esconde la verdadera trama de poder de la Feria. âYo le pregunté a esa mujer, dueña de un estacionamiento de más de 300 autos, si habÃa perdonado al marido, por qué seguÃa con él âcuenta Hacherâ. âQue lo perdone Diosâ, me dijo ella. Si se quedaba con él, era porque no habÃa otra forma de mantener el estacionamiento que teniendo a ese ropero de soporte y a los hijos en los puntos clave.â
Como sea, La Salada dejó de estar invisibilizada y empezó a filtrarse en el paisaje urbano. Hoy se multiplica en muchos y distintos niveles. âConcentra todo lo bueno y lo malo del gen nacional âplantea Girónâ. Chorrea Argentina por donde se la mire: capacidad emprendedora, creatividad con dos pesos en el bolsillo, sacrificio laboral, esfuerzo, buenas intenciones, pero también avaricia, gestiones endebles, visión a corto plazo, corrupción y la convicción de que âtodo se puede arreglarâ.â Es cuestión de aguzar la vista: La Salada está en la mercaderÃa de los vendedores ambulantes que suben a los colectivos a ofrecer medias, en la ropa de los outlets importada de Brasil y de China o en las âSaladitasâ que se ven a lo largo de Capital Federal: mercados que reproducen a pequeña escala el modelo de Lomas de Zamora. Pero además, los espectadores pasivos de todo lo que sucede en ese terreno fuimos aceptando la lógica discursiva de los medios que, desde hace un tiempo, repiten datos a mansalva. En pocos meses, La Salada pasó de tener diez mil puestos, a treinta mil, a ser la feria ilegal más grande del mundo, sin que nadie identificara con claridad las fuentes de tales estadÃsticas. A los feriantes, las versiones parecen divertirles. Es más: les juegan a favor. Quién mejor que ellos, reyes de la copia, para saber que el original no importa. Asà como la imitación de la marca ya tiene un valor en sà misma (âel que compra sabe que es un producto alternativo, sabe lo que está comprando, no hay engaño ni competencia deslealâ), los discursos distorsionados crean una realidad paralela que se superpone a lo real. A veces los feriantes inventan cosas en las entrevistas y eso se repite hasta transformarse en una suerte de información oficial, como la vez en que Castillo declaró que se habÃa vendido un puesto a cien mil dólares y los analistas elaboraron hipótesis sobre la pujanza de este mercado informal donde el metro cuadrado salÃa más que en las zonas más caras de la Capital. En la Feria todos se rieron de la ocurrencia. Pero lo hicieron con complicidad, como sabiendo que, a la larga, original y copia terminan por confundirse. El juego de la falsificación discursiva logró imponerse y ahÃ, tal vez, radique el mayor triunfo de La Salada. Como si la verdad ya no importara. Como si la crónica fuera un primer paso y, de repente, estuviera muy pero muy cerca de volverse literatura.
© 2000-2022 pagina12-ar.informativomineiro.com|República Argentina|Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.