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1982: el año de la Guerra de las Malvinas, del Mundial de España y del SIDA. El VIH como epidemia que afecta a los homosexuales, pero que también se expande sembrando la paranoia mundial como una amenaza fantasmal, de origen difuso y efectos concretos, que se pueden sentir. O intuir. Ese mismo 1982, en Nueva York, un Alejandro Kuropatwa de sólo 25 años realizó esta serie de fotografÃas con imágenes desenfocadas en las que su mirada parece intuir algo: estas primeras imágenes que ahora se exponen en Vasari, en el marco del Festival de la Luz, tranquilamente podrÃan haber sido también las últimas de un artista que de arranque se atrevÃa escaparles a las convenciones técnicas más básicas (de hecho, él mismo volvió a usar ese mismo recurso en 1990, fascinado: âMe salieron mal y me encantóâ, dijo). Estas imágenes de figuras y rostros esfumados entre los que aparece el suyo, y que con el tiempo él mismo tituló como Fuera de foco, en su momento no fueron aceptadas por la Parson School of Design, donde el joven Kuropatwa por entonces obtenÃa el Master of Fine Arts con especialización en fotografÃa, aunque sà funcionaron como inquietante carta de presentación cuando en 1985 volvió a Buenos Aires y las expuso en Estudio Giesso.
Kuropatwa ya empieza a destacarse por su labor como fotógrafo profesional de moda, pero se anima a salirse de foco de sà mismo, dispuesto a empezar a convertirse en uno de los artistas emblemáticos de su tiempo, y también a encontrar una identidad tan versátil como valiente. No es casual que Kuro confesara haber llegado a la fotografÃa seducido por Los ojos de Laura Mars, inquietante film de Irvin Kerschner que narra la historia de una fotógrafa de moda (en la piel y los ojos de Faye Dunaway) que a través de su cámara presagia asesinatos. Estamos en 1982 y este fotógrafo simpatiquÃsimo estudia de dÃa, vive la vida loca de noche y, a veces, hace las compras con el saxo del Gato Barbieri como música de fondo. Kuropatwa ha asumido su identidad homosexual y se siente a la vez liberado y poseÃdo por una lust for life que lo lleva a fantasmear por discotecas y centros culturales underground en búsqueda de la alegrÃa perdida, en una Nueva York que tiene mucho de fantasÃa mÃtica. Son tiempos signados por una euforia y unos excesos improbables en la dictadura argentina, pero que tienen su reverso duro y cruel: aún faltan varios años para tener el diagnóstico de su enfermedad, ese âsÃndrome de inmunodeficiencia adquiridaâ que, según dicen por entonces las malas lenguas, también puede afectar a los que no son homosexuales: según los rumores que se escuchan entonces hasta la picadura de un mosquito puede ser letal; hasta un simple beso puede infectar con esta peste rosa que además parece no tener cura alguna.
âEn Buenos Aires, la gente creÃa que Nueva York era discoteca, discoteca, discoteca, pero ya para 1981 era ambulancia, ambulancia, ambulanciaâ, declara Alejandro años después, ya aquÃ, en 1985, de regreso para sumarse como referente y protagonista de una escena cultural en la que, tras la dictadura, se respiran otros aires. Quien no está ocupado naciendo lo está muriendo, y es innegable que Alejandro (uno de los fotógrafos argentinos más importantes del siglo XX) supo tomar fuerzas, una y otra vez, de su propia enfermedad para curarse (o redimirse) a puro flash. Por su amistad con Charly GarcÃa y su carisma pronto se convirtió en el exquisito retratista de nuestros por entonces pocos (pero buenos) rockeros. Desde Batato Barea hasta Luciano Pavarotti, todos tuvieron su retrato de Kuropatwa, que también le encuentra el aura a los cosméticos VÃa Valrossa, trabajo familiar que le permite seguir desarrollando su dandismo: âAlejandro se tragó la vida de un solo sorbo hasta que la vida le dio un cachetazoâ, comentó Tommy Pashkus sobre su gran amigo, que ya en 1996 en la muestra Cocktail se anima a fotografiar las pÃldoras con las que trata su enfermedad como si fueran piedras preciosas.
Y para él lo son. Supo publicar una solicitada en el diario interpelando al gobierno: âLa gente con SIDA tendrÃa que tener la misma oportunidad que yoâ, reclamaba, y pasaba asà de la autorreferencia y de su propio cuerpo enfermo a la crÃtica social y, para el contexto, pedagógica. Algo curioso teniendo en cuenta su actitud, entre infantil, despreocupada y caprichosa, pero siempre capaz de sintonizar con quien estuviera enfrente. Invitado en 1988 a Almorzando con Mirtha Legrand, Kuropatwa confesó que cuando se enteró de que estaba infectado su reacción fue invitar a su asistente a tomar un whisky al bar Los Angelitos: y es que el VIH, las arrugas de las divas de la más alta (y rancia) alcurnia, el dinero viejo, la banda presidencial de Bernardino Rivadavia, unas flores o unos frutos, para él sólo eran claves, oportunidades únicas para compartir una experiencia estética. Y a pesar de las predecibles crÃticas por su âfrivolidadâ, también una experiencia ética: su capacidad de reinvención y de no perder la alegrÃa ante un destino trágico que al fin de cuentas todos compartimos forman parte de la leyenda de Alejandro Kuropatwa como personaje demandante, graciosÃsimo, fantasioso y punzante. Nuestro âTruman Capote del flashâ (Fernando Noy dixit). Lejos del soft focus de la fotografÃa pictorialista, el efecto de estas imágenes que aun fuera de foco conservan cierta belleza clásica en su composición responden a una búsqueda, un intento quizá, de atrapar la esencia misma de la fotografÃa: poder captar un instante en el mismo momento en que se extingue.
Fuera de foco se puede visitar de lunes a viernes, de 11 a 20, en GalerÃa Vasari (Esmeralda 1357). Gratis.
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