Una omnipresente escultura de un Cristo agónico, con el rostro orientado hacia abajo, lacerado, con sus brazos volcados por detrás de una quebrada cruz, dejando al descubierto su fisurada anatomÃa, domina, por encima de la cabeza de los mortales, esta irable puesta en escena de la ópera de Giuseppe Verdi, Don Carlo, sujeta a constantes reescrituras desde la fecha misma de su estreno, un once de marzo de 1867, en el teatro "la Opera" de ParÃs, a partir de una invitación que le fuera sugerida al reconocido compositor, con motivo de la Exposición Universal que tenÃa lugar ese año. 3qr1k
Tras la presentación de la ópera La Traviata en versión sa, alejado temporariamente de su labor en el Parlamento de TurÃn, el compositor de Un ballo in maschera, La forza del destino, dadas a conocer en el perÃodo 185951, en Roma y en San Petersburgo, simultáneamente, se aboca a una pieza, que movida por su espÃritu libertario, mira hacia Don Carlos, Infante de España, de Friedrich Schiller, publicada en 1787 y que pasará a ser recreada en el libreto firmado por Camille Du Locle y Joseph Mery; quien fallece a los pocos meses de esta representación, la primera que compone el maestro de Macbeth y Rigoletto, para la escena drmática del paÃs vecino.
Bajo la destacada dirección de Nelson Coccalotto, en lo que define igualmente a la puesta en escena y al fascinante trabajo de iluminación, Don Carlo logró en la noche del pasado sábado, a lo largo de sus tres horas, la continuidad de un desafÃo artÃstico; luego de que el mismo director presentara el año pasado su particular puesta de Il Trovatore, la ópera de Verdi, ambientada, también, en torno a conflictos que se juegan en el entorno social y polÃtico de la cultura española. Ambas óperas de Verdi, estrenada la segunda en Roma en enero del '53, ponen en movimiento sus grandes temas y son consideradas por la crÃtica como aquellas que más definen una compleja estructura dramática y las que colocan a sus intérpretes en un cambiante registro de expresiones dramáticas.
En el transcurrir de los cuatro actos, en la que reconocemos diferentes espacios escenográficos, desde los más iluminados hasta lo más lóbregos, la figurasÃmbolo de ese Cristo se mantiene de frente a nosotros, planteándonos interrogantes desde esos diferentes perfiles que van modelando los procedimientos lumÃnicos. Las perspectivas geométricas, los cambiantes pasajes en su crescendo dramático, de filos trágicos, nos permiten vivir situaciones de tensión que se generan en los espacios cerrados del Monasterio de San Just y de regocijo idÃlico y amistoso como los que transcurren en sus jardines.
En esta ópera, pocas veces representada por las dificultades que ofrece, los conflictos nos remiten a la España de fines del siglo XVI, época en la que gobierna despóticamente Felipe II, quien tiene como aliada a la Inquisición frente al avance de las ideas protestante del Reino de Flandes, se libra un enfrentamiento entre los de una familia, los amores perseguidos y una intriga que aguijonea a sus personajes, empujada por los celos y rivalidades. En la vasta trayectoria de Verdi, Don Carlo representó para el ala progresista sa, cuando el momento de su estreno, la continuidad de la voz del gran maestro de los Románticos, VÃctor Hugo, ya que lo que se confronta es esa eterna lucha entre los que oprimen y los que aspiran a alcanzar un estado de libertad. No olvidemos que el mismo Verdi ya habÃa estrenado Ernani en Venecia en noviembre de 1844, sobre la pieza teatral homónima de su irado autor, cuyo conflicto dramático, en torno a la figura de un proscripto y desterrado, perteneciente a la nobleza, trascurre en Aquisgrán y Zaragoza.
La escenificación de esta olvidada ópera de Verdi me llevó a explorar, desde su profunda concepción escénica, otros lugares. Y fue entonces que ya, desde la representación de la primera escena, ante los breves intervalos, decidà dejar la posición frontal de un lugar equidistante de la platea baja, para ponerme de pie y detrás, cerca de donde operaban los técnicos, quienes iban logrando esos notables efectos lumÃnicos y ambientales; para ir desplazándome por los diferentes pisos en cada uno de los momentos en que bajaba el telón, hasta llegar al mismo paraÃso, viendo desde allà la siniestra y oscura boca de un infierno, diseñado y abierto para los llamados infieles; tras esa terrible complicidad entre el poder real y la acción de esa iglesia, que todo lo ejecuta, en nombre de un Dios.
Poco antes de que se levantara el telón, su director, quien se mostró cercano al público por su calidez y humildad, recordó a su maestro Carlo Bergonzi, a quien dedicó esta función. Este gran intérprete verdiano nacido en Parma en 1924 falleció un dÃa después de la puesta de Don Carlo en Rosario. Y fue precisamente Bergonzi, quien en agosto del '55 representó por primera vez al personaje de Don Carlo en el Teatro Colón. Ahora en esta puesta, el mismo personaje estuvo a cargo de Fernando Chabale, quien junto a Don Rodrigo, el Marqués de Posa, ahora en la voz de Leonardo López Linares, escenifican momentos de irable composición dramática, en los que expresan, manifiestan y sellan su sentimiento de amistad, proyectado hacia un tiempo de justicia. Junto a ellos, la actriz, la cantante, Haydee Dabusti, la prometida de Don Carlo, la esposa del padre del mismo, Filipo II, en su rol de Elisabetta, nos brindan una relevante recreación que recupera las claves estéticas de una reconstrucción clásica de esta ópera; pero atravesada por elementos que resignifican a la misma. Una escenografÃa que transmite en primer plano el oficio y la vocación de docentes y alumnos de la Escuela de Bellas Artes, de nuestra Facultad de Humanidades y Artes.
Ese Cristo herido de muerte, que deja al descubierto su frágil estructura, que acerca sus rasgos más humanos, se puede pensar como lugar de encuentro de los temas verdianos. Y junto a él, en torno a él, este vaivén que desoculta las grandes pasiones, las más siniestras conductas, la bruta fuerza de los poderosos, como asimismo los más dignos y libertarios sentimientos humanos.
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