MarÃa oyó las risas apagadas que provenÃan del corro más alejado e indignada caminó hacia el fondo para decirles a los irrespetuosos que si no podÃan mantener la boca cerrada, entonces se retiraran, faltaba más. 5n72q
Pero preciosa -le dijo uno de los que aún reÃan picados por la caña y el calor de enero , cálmese, no pierda usted también la cabeza.
Un coro de risas estalló en el patio y la muchacha se alejó más molesta aún, decidida hasta de llamar a la policÃa si nadie podÃa controlar a esos borrachos de porquerÃa.
Esos borrachos, como los llamaba no sin justicia la mujer, habÃan sido si no los mejores amigos, los compinches de toda una vida de Ramón, vida que esa noche despedÃan y velaban en el patio más oscuro del barrio Mburucuyá. Y a ella le indignaba que se rompieran las normas protocolares de cualquier velorio, incluso el de éste en el que le sostenÃan los cirios a un guacho tan grande. Porque la muerte, sea quien sea el muerto, es una cosa muy seria, decÃa a quien quisiera escucharla.
MarÃa habÃa detestado a Ramón desde la primera vez que lo vio, una tarde de octubre de hace 10 años, cuando llegaron al barrio él y Eladia, la viuda que ahora lloraba aparatosamente a los pies del féretro. Eladia era tan delicada, tan indefensa a la violencia de Ramón y la banda de borrachos de sus amigos, que MarÃa inmediatamente la adoptó como si fuese una hija -como una hija enferma del corazón o de los nervios, decÃa la propia MarÃa a las comadres de la cuadra-, aunque las amigas fuesen de la misma edad.
Ahora MarÃa se habÃa olvidado de los borrachos porque en el fondo de la casa se habÃa puesto a ladrar y aullar desaforadamente el galgo raquÃtico que acompañaba a Ramón cuando a éste se le daba por salir de caza por el monte. Precisamente al finado lo encontraron decapitado en un galponcito del fondo en el que solÃa encerrarse las noches previas a una cacerÃa para preparar las armas y vaya uno a saber qué más. De la cabeza ni noticias. Lo reconocieron por la ropa y por el San La Muerte carcelario que llevaba tatuado en el pecho.
Mirá como lo llora, che -le dijo Eladia que, ahora sola, descansaba ojos y garganta. A ése ni los perros lo lloran de verdad, le respondió MarÃa. Andá a callarlo, por favor, me pone muy nerviosa, le pidió Eladia.
Como si fuera tan fácil, pensó MarÃa mientras en la cocina buscaba algún pedazo de carne que lograra calmar al animal, nerviosa deberÃas haberte puesto cuando le negabas a la policÃa cómo te fajaba el hijo de puta ése.
Sobre la mesa estaba el enorme cuchillo, tan limpio, brillante, tentador. Lo contempló hipnotizada por el resplandor de la hoja y la inercia del pasado reciente. HabrÃa que callarlo como lo callaron al dueño, pensó MarÃa y salió de la cocina con un gran trozo de carne en las manos.
En el patio ahora el barullo era aún mayor: los amigos de Ramón reÃan y peleaban por un lugar en la estrecha medianera que separaba el patio de Eladia con los fondos de la casa de MarÃa.
¡Qué pasa en mi casa; a ver, ustedes, manga de turros, qué pasa en mi casa! -gritó la mujer.
Uno de los borrachines, el más gordo y por lo tanto el menos capacitado para treparse a una pared, razón por la cual esperaba a un lado que la jarana terminara, le explicó que habÃan decidido soltar al perro para que se dejara de molestar con sus ladridos, y que apenas le habÃan quitado la cadena habÃa saltado el muro y ahora estaba en el patio vecino actuando como un loco, desparramándose sobre el piso como cuando hay carroña y despellejándose las garras en el pozo que intentaba sobre aquél suelo reseco y pedregoso.
MarÃa, sin pensarlo dos veces, tomó el revólver que asomaba en la cintura de uno de los borrachines trepados al tapial y con más agilidad que la que habÃa demostrado el perro, subió a la pared medianera y disparó a la sombra que, imaginó, serÃa el animal.
Pero qué hace, mujer -le gritó el borrachÃn desarmado, y de un manotazo le sacó el revólver de las manos.
MarÃa temblaba de los nervios. Me estaba arruinando el jardÃn -dijo- ahogada en lágrimas y con el rostro trémulo, aunque sin llanto.
El perro se escapó -dijo uno- andaba con algo en la boca.
Hay sangre en el patio -dijo otro- parece que le dio.
MarÃa volvió a la casa y se encerró en el baño donde todavÃa estaban las cosas del finado: la crema para afeitar, una maquinita para gilletes, un peine negro de bolsillo con rastro de caspa. Se miró al espejo y, a los ojos, se dijo con odio que esa estúpida temblorosa y llorona no era ella; respiró profundo, se refrescó la cara con agua y, cuando por fin se compuso, regresó a la capilla ardiente para acompañar a la viudita.
Los pocos presentes en el velorio se habÃan concentrado en el patio del fondo; algunos contaban a otros lo que habÃa ocurrido poco antes con el perro; un grupo más chico se apiñaba en torno de MarÃa, que aún estaba pálida y lagrimeaba, parecÃa sufriente por la pérdida; otro grupo más pequeño atendÃa a Eladia, que al ver que perdÃa protagonismo se habÃa echado a llorar de nuevo y más fuerte que MarÃa.
Todos permanecÃan de espaldas a la puerta, de ahà que ninguno de ellos se percatara de la entrada del galgo de Ramón, que avanzó medio a los tumbos arrastrando un bulto del tamaño de una pelota; caminaba débil pero con cuidado y sostenÃa delicadamente entre los dientes la carga cubierta de tierra y guijarros. El perro se echó a los pies del féretro, soltó el bulto y lo limpió con una lengua sumisa y leal.
"¿Voy a buscar agua fresca?", dijo uno de los que atendÃa a la amiga de la viuda; con su paso al costado abrió un hueco en la pared de camisas sucias y sacos zurcidos. De pronto se encontró con la cabeza de Ramón que la miraba a los ojos. La miraba, sÃ. Eladia juró que la miraba a los ojos. Y que hasta parecÃa que querÃa hablarle.
Era cerca de la medianoche; los gritos de las mujeres se oyeron a más de diez cuadras a la redonda; todavÃa las viejas comentan, sentadas a la puerta de sus casas, aquella calurosa noche de los alaridos que les atragantó el tereré, esa voz estridente y como de ultratumba que le echaba la culpa a MarÃa, que insistÃa en que todo habÃa sido idea de MarÃa.
Todo por MarÃa.
MarÃa.
Las viejas se persignaban y repetÃan como posesas: sin pecado concebida.
© 2000-2022 pagina12-ar.informativomineiro.com|República Argentina|Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.