Mi psiquiatra sentenció paranoia y un cierto grado de histeria. Pero qué saben los psiquiatras de nada. Qué saben si no están nunca donde nosotros, los que somos juzgados. Ellos escuchan lo que nos empujan a decirles; ellos sacan sus conclusiones; ellos dicen paranoia y cierto grado de histeria. Pero ellos no ven con nuestros ojos, ni oyen con nuestros oÃdos ni sienten con nuestros corazones. Ellos buscan en el diccionario de locuras el nombre de aquello que creen amoldable a nuestro relato y dictan sentencia: paranoia, histerismo. Para ellos loor y gloria, para nosotros los sedantes, los cuartos almohadillados. 374c54
Le he dicho a mi psiquiatra: me seguÃa desde hacÃa semanas; estaba detrás de mà en las filas del banco, del cine, la veÃa en la panaderÃa, en el colectivo, en el centro de la ciudad, donde fingÃa atender a las ofertas de vidriera. La vi en lo alto de la tribuna el domingo que asistà a la cancha. La vi detenerse en la cuadra de mi casa, mirar hacia mi cuarto, y luego retirarse para regresar al dÃa siguiente, a la hora en que yo salÃa rumbo a mi empleo; y me seguÃa. Me seguÃa, allà estaba, siempre estaba. Mmm, mmmm, hacÃa mi psiquiatra y garabateaba palabras ilegibles en su anotador de tapas negras. Luego mordÃa el lápiz y me miraba con desidia, como si no le importasen un cuerno las cosas que le decÃa. ¿Por qué yo seguÃa hablando, entonces? Era esa indiferencia, precisamente, lo que me impelÃa a relatar cada una de las cosas que vi, que oà que sentà durante aquellas semanas, el infierno. De modo que seguÃa y el mmm mmm ahá ahá y escribÃa y me miraba y el reloj de la sala sonaba con el tic tac más potente que jamás haya oÃdo en ningún lado.
Detrás del psiquiatra habÃa una ventana por la cual entraba de lleno el sol. La luz me daba en la cara, y mi psiquiatra era la sombra de un hombre murmurando incongruencias mientras yo sufrÃa y me aturdÃa con ese puto reloj de la sala. Alguien alguna vez deberÃa decir lo que aturden el tic tac de los relojes en los consultorios de los psiquiatras. Ni qué hablar de esas estúpidas pelotitas de acero colgadas como medias reses en la ganchera de un frigorÃfico y que, tic tic tic tic, mantienen un movimiento y un tic tic tic continuo descorazonador.
Son fantasmas, querÃa decirme mi psiquiatra. Pero sólo nosotros, los que somos capaces de verlos, sabemos que son bien reales. Y peligrosos. Al acecho.
Es un psiquiatra, mi psiquiatra, y adopta esa estúpida pose de los psicoanalistas. Si yo hubiese querido que alguien analizara mi psiquis, pues entonces habrÃa visitado a uno de los adoradores de San Freud y su amantÃsimo hijo pródigo, Monsieur Lacan. Es más, si hubiese estado en mi poder la elección, tampoco habrÃa recurrido a uno de estos loqueritos de morondanga que con un par de Prozacs en los bolsillos se creen capaces de solucionar los problemas del mundo. No, de ningún modo me hubiese resignado a tener que oÃr sentencias como paranoia y un cierto grado de histerismo.
Fue ella quien me dijo, más bien me ordenó: tenés que ir a un psiquiatra, porque yo no existo más que en tu imaginación, querido. Pero cómo que no existÃs, le repliqué, cómo que no estás ahà donde yo veo que estás, y que no decÃs lo que yo te oigo decir. No, querido, me respondió, yo no existo, no estoy, no hablo, no nada. Me querés volver loco, le dije, cómo que no me hablás si me estás diciendo que no hablás, y cómo que no estás si ahà te veo tomándote mi cerveza. Son todas fantasÃas, querido, yo no estoy ni hablo ni bebo ni nada. Mirá, turra, le dije, me importa muy poco que estés o no estés, que hablés o no hablés, pero me hincha soberanamente las pelotas que me digas querido cada dos palabras, te parecés a una de cuyo nombre no me quiero acordar. Bien, bien, pichoncito de Cervantes, queridito, ya ves que soy nada más que una fantasÃa. Y da gracias a ese Dios que vos decÃs que no existe que no sea una voz de esas que obligan a matar ancianitas, si no en gran despelote te estarÃas metiendo. Asà que vos decÃs que existe Dios, vos, que no estás ni hablás ni nada, le dije, saliéndome por la tangente, como siempre hago cuando en una discusión llevo las de perder. Yo no dije que exista, me respondió con esa voz imprecisa que tienen los que dicen no estar ahÃ, hablándote, yo dije que vos decÃs que no existe, lo cual no significa nada ni de tu parte ni de la mÃa. ¿Pero existe o no existe? insistÃ, viendo que por ese win la defensa le hacÃa agua. Y al fin de cuentas qué te importa si existe o no, de todos modos ya estás loco, y lo que sea que creas, está equivocado, querido. Cómo que estoy loco, turra, cómo que estoy loco. Seguà hablando conmigo, nomás, y vas a terminar con un chaleco de fuerza. Andá a cagar. No seas grosero, querido, y buscate un buen psiquiatra, de lo contrario te voy a seguir molestando por el resto de tu vida, es una promesa.
¿TenÃa otra alternativa? Por eso recurrà al psiquiatra, para que ella me viera ingresar y me dejara en paz. Pero todavÃa sigue ahÃ, agazapada entre la gente cuando camino por el centro, en el fondo de los pasillos, en el último mingitorio de los baños de la oficina (yo no sé cómo nadie se da cuenta de que es una mujer disfrazada); una vez la vi transfigurada en un gato que me espiaba desde la terraza vecina. Sus disfraces son muy convincentes, pero a mà no me engaña; sé que es ella. Estaba ahÃ, en la sala de espera del psiquiatra, el dÃa que lo fui a consultar, ¿quién me mandó a decirle nada de todo este asunto? Paranoia y un cierto grado de histeria, maldito hijo de puta. Qué saben esos de lo que uno ve y siente, de lo que es verdadero o no lo es. Qué saben. PodrÃa haberle contado cualquier cosa, podrÃa haberle dicho que me sentÃa deprimido, que tenÃa ganas de morirme de una buena vez, y entonces me hubiese recetado sus pastillitas y santo remedio. Pero no, maldito estúpido bocón, tuve que ir y soltarle la verdad. Es un problema muy grave, no sé mentir. No me sale, aunque quiera. Tartamudeo, digo incoherencias, salta a la vista que lo que digo es una mentira, por eso siempre termino diciendo la verdad, aunque nadie quiera oÃrla. Tus pies son espantosos y huelen mal, le digo a una chica que se desviste para acostarse conmigo, y la chica se viste y se va, la chica de mis sueños. Tu vieja debe haber sido muy graciosa porque tu cara es un chiste, le digo al ropero que custodia la puerta del boliche, y no va que me cierra la boca de una patada que esa sà no es joda. Ok, ok, los pies de la chica eran un espanto y olÃan mal, la cara del tipo era para cagarse de risa, ¿pero quién me manda a decirles nada?
Paranoia y un cierto grado de histeria. Listo. Firmado, sellado, archivado. Qué saben esos tipos.
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