A Pichón Bucelli, que sabe de estas cosas 3f2d8
Los inviernos de entonces eran largos, lluviosos, con el intenso frÃo que arreciaba en las casas sin ninguna comodidad, dejaba tristeza y soledad en la intemperie de los campos.
Los perros se arremolinaban en los galpones y en lo posible acercaban sus cuerpos empapados, sus hocicos frÃos, cerca de los fogones o las cocinas económicas. Acurrucados, miraban llover con sus ojos tristes con su pizca de impotencia indiferente. Tal vez algún potrillo saltara, ágil, y no exento de alegrÃa, con su joven pasión llena de juguetona vitalidad en el mismo centro de la llovizna..
Pero era una excepción que cortaba la tarde con algo de acontecimiento, de cosa absolutamente inesperada, pero a no dudar era sumamente grata su manifestación.
Claro que las otras estaciones tenÃan también su encanto que en principio no traÃan un poco de tristeza.
El otoño, el otoño en el campo por ejemplo. El que iba vistiendo de ocres los árboles es decir no sólo los que solitariamente circundaban los caminos, sino los montes que rodeaban las antiguas casas con su patio pletórico de mandarinos, naranjos, sin que faltara el limonero orgulloso, con dispendio de ocres y amarillos.
El camino que cruzaba el paso a nivel más alto, es decir el que pasaba por la capillita de Carmelo Mosso, Beto Delmachio y llegaba hasta la tupida alfombra de retamas de Mingo Giuliano, frente a aquellas casuarinas y esos fresnos con sus hojas que mutaban del ocre al color ferroso, allà donde don Juan Dalllosta doblada con su arado al que uncÃa ocho percherones blancos y blancas eran las gaviotas, que lo seguÃan toda la mañana en procura de su festÃn de isocas también blancas, gusanillos y lombrices, alimento de esa voracidad que compartÃan chorlitos y bandurrias.
En el camino que viene de Beravebú y termina de Marquicih, justo en el cruce del que lleva a Colonia Terrasón se produjo un accidente allá por el año cincuenta. Un camión que traÃa un equipo de fútbol del pueblo y su hinchada, volcó, con tanta mala suerte que aplastó con una de sus barandas el cuello de un muchacho quien murió en el acto. Era uno de los hermanos del mismÃsimo Mingo Giuliano, según me han dicho siempre los más antiguos o memoriosos.
Voy a eludir la primavera en aquellos campos de la infancia. ¿Por qué? Tal vez por demasiado obvio o porque podré tratar el tema más adelante.
Pero sà voy a entrar en el verano. El verano de Haroldo Conti que sentÃa su presencia como si fuera humana. El verano de los poetas, que me precedieron en el pueblo, el Flaco Enrique Naly y Mauricio Trenti. Y el verano mÃo, por qué no.
En fin, como escribió Cesare Pavese: "el hermoso verano."
El verano del sol como una gran lámina de acero que aplastaba el mundo con esa magnificencia de oros sobre los tamariscos, las retamas y las enredaderas trepadoras, el vuelo libre de las abejas con su silencio detenido, el agrupamiento sobre toda flor silvestre y que en su vuelo dirigido chocaban con el errático andar de las mariposas que incendiaban todo, que bailoteaban blancas, amarillas, y alguna de alas negras sobre el alfalfar con sus florcitas blancas como botoncitos de dicha, y también se metÃan en los patios, volando a media altura, chocaban con las tacuaritas y los tordos.
En el verano también cruzaban los callejones las avispas alargadas y los abejorros panzudos con su remolonear zumbón, con ese ruido que parecÃa coser con hilo grueso los flecos de los veranos más dorados para que el cielo no cayera sobre nosotros como una sopa hirviendo.
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