Bety. Recordarlo me llevó un tiempo. Cuando terminé de escribir este relato en lugar de su nombre habÃa lÃneas de puntos. Su nombre, en realidad, no lo conozco. Me doy cuenta recién ahora que quiero hablar sobre ella, sobre nosotros; las noches y los dÃas en Madrid, esa época. Beatriz, Betiana, Betina: todas ellas podrÃan ser Bety. O ninguna. Empiezo por aquÃ, por ella: nombrarla era lo que le faltaba a esta historia para estar completa. 6d6vt
Los fines de semana, yo trabajaba como moza en un bar de pijos. El negocio pertenecÃa a dos rosarinos que habÃan emigrado a España para dedicarse al modelaje pero fracasaron. Uno era rubio y usaba una melena tipo He Man. El otro era morocho y por las mañanas se desempeñaba como guardavidas en una pileta. Se habÃa casado con una madrileña y tenÃan una hija española. El rubio forzaba el acento y le salÃa un castizo caribeño andaluz, una mezcla de todas las tonadas que habrÃa escuchado en las pelÃculas dobladas, ¿sáaabes? DecÃa asÃ, arrastrando la "a" y la lengua como una babosa. TenÃa la cara toda estirada. ParecÃa un Ken derretido y vuelto a alisar. Para la época en que comencé a trabajar ahÃ, el negocio estaba establecido y ellos no hacÃan más que abrir, cerrar y acodarse a la barra durante toda la noche. El fin de semana se dividÃan: el morocho cubrÃa los sábados y el otro los domingos. No sé en qué momento Bety comenzó a venir al bar junto con Moisés, otro de los empleados. El y yo llegábamos temprano, preparábamos el local antes de la apertura. Bety no se hacÃa notar. Bajaba directamente al sótano y no se la veÃa en toda la noche. Yo trabajaba en el salón, abajo iba sólo para ponerme el uniforme y, excepcionalmente, para buscar algún producto en la despensa. Me preguntaba qué harÃa tantas horas en ese sótano. A veces la sorprendÃa sentada sobre uno de los freezers ojeando una revista. Cuando me veÃa, se ponÃa nerviosa y la cerraba de golpe. Era menuda, se sentaba siempre arriba de las heladeras con las piernas cruzadas suspendidas en el aire y las manos sobre las rodillas. Yo me imaginaba que ella y Moisés debÃan aprovechar esos ratos de intimidad en el subsuelo para toquetearse entre las conservas y las máquinas de cortar fiambre.
El trabajaba doce horas todos los dÃas salvo los fines de semana que hacÃa medio turno. DÃa libre no tenÃa. Sus tareas eran limpiar, acomodar, reponer mercaderÃas y ayudar en la cocina. Pelar, cortar y freÃr papas, hornear empanadas, rellenar arrollados de dulce de leche, preparar ensaladas. Todas sus funciones, salvo la limpieza antes de abrir, las realizaba en el sótano. Los dueños le habÃan indicado no subir mientras el bar estaba abierto. De Bety no habÃa hablado nunca hasta que un dÃa apareció con ella y la presentó como su señora. La mujer contó que hacÃa poco habÃa llegado a Madrid y que Moisés la habÃa traÃdo desde Ecuador con los ahorros de tres años. TenÃan una hija de once que habÃa quedado a cargo de los abuelos. SofÃa se llamaba la nena. Eso lo recuerdo bien. Durante las primeras semanas, cada vez que la nombraba se le ponÃan los ojos vidriosos. Eran unos ojos escondidos al fondo de unos hoyos profundos y angostos. Las lágrimas quedaban contenidas allÃ. Un estanque en los ojos tenÃa.
Al principio venÃa solamente los domingos. Le hacÃa compañÃa a Moisés y, de vez en cuando, lo ayudaba con el trabajo. Era el dÃa en que él salÃa temprano y podÃan irse juntos. Por otra parte, Bety decÃa que no tenÃa otro sitio adonde ir. Al poco tiempo frecuentaba el bar también los sábados. Para ella era más complicado porque servÃamos copas y a veces terminábamos de madrugada. Moisés le insistÃa en que volviese a casa sola, antes de que pasara el último metro, pero ella preferÃa esperarlo. TenÃa una obsesión con el metro. DecÃa que no lo entendÃa. Que era como un ovillo enredado, una maraña. ¿Cómo desentrañar el itinerario desde un punto hacia otro? Desplegaba sobre la barra un plano tamaño bolsillo y trazaba trayectos con los dedos siguiendo las lÃneas de colores. Me indicaba cruces y caminos incomprensibles. ConocÃa poco la ciudad. La proyectaba en la red del metro, imaginaba recorridos.
- Si tuviera que venir desde Sol hasta aquÃ, tendrÃa que tomar la lÃnea dos, la roja; hacer conexión con la nueve en PrÃncipe de Vergara y seguir hasta Colombia.
- ¿Qué dirección? - le preguntaba yo, poniéndola a prueba.
Me miraba desconcertada y volvÃa a mirar el mapa.
- ¿Para qué lado irÃas? Todas las lÃneas tienen dos direcciones, van y vienen.
Buscaba, dibujaba el recorrido sobre la lÃnea con la yema del dedo Ãndice.
- LÃnea dos, dirección Ventas; lÃnea cuatro, dirección Herrera Oria.
- No te olvides. Si no, te vas a ir para el otro lado.
DecÃa que practicaba. Cuando hablaba por teléfono con SofÃa le explicaba diferentes posibilidades para ir desde el aeropuerto hasta la casa donde paraban. Pronto te traeremos mi niña, ya verás cómo es aquÃ. Anotaba los trayectos en servilletas de papel y se las metÃa en el bolsillo del jean que usaba súper ajustado.
Viajar en búho
Moisés y Bety se iban un rato antes del cierre. Yo me quedaba hasta el final con el rubio o el morocho. Cada noche Marcos venÃa a buscarme. Llegaba temprano y se sentaba en un rincón entre la barra y la pared. AparecÃa con bufanda, guantes, gorro de lana, todo lo que pudiera ponerse encima. Quedaban al descubierto sólo los ojos y la nariz. No estábamos acostumbrados al frÃo seco de Madrid. Se nos metÃa como agujas a través de la piel. Yo le servÃa empanadas, pinchos calientes y, de postre, arrollado de dulce de leche y café. A veces, en lugar de café le cargaba el pocillo de Baileys. No nos permitÃan consumir los licores, pero el color era igual al de un cortado, nadie podÃa notarlo salvo oliéndolo. Le pasaba la comida espaciadamente cuando el dueño de turno estaba en otra cosa. Ellos se daban cuenta y miraban fijo, haciéndose ver, de manera que nos diera pudor y parásemos. Pero a nosotros pudor no nos daba. Nos cuidábamos en los detalles pero sin demasiada intriga. Marcos apoyaba su taza y un libro sobre la barra y leÃa hasta que mi turno terminase.
Alquilábamos un departamento en Lavapiés, un barrio de viejos y de inmigrantes. Era un piso de tamaño medio dividido en dos partes: al frente, la peluquerÃa de la propietaria y detrás, una habitación amplia, una cocina minúscula, una pequeña sala de estar y un baño. Del balcón de nuestra habitación colgaba un cartel al que le faltaban algunas letras: Paloma. PeluquerÃa de señoras. Durante la semana compartÃamos el espacio con ella. Mientras el salón de peinados estaba abierto nos movÃamos en la habitación. Pasábamos a la cocina y al baño lo mÃnimo indispensable. Después de las siete de la tarde y de domingos a lunes, también podÃamos usar la sala de estar. Allà habÃa un televisor viejo colocado en un gran modular lleno de vÃrgenes, estampitas, fotos de Paloma con dos muchachos y fotos de uno de los muchachos rodeadas de velas y rosarios. Además habÃa dos sillones de caña y una mesa ratona con revistas de chismes que yo leÃa los domingos. Con Paloma nos cruzábamos poco. Prácticamente no la conocÃamos aunque habitábamos en la trastienda de su vida.
En una ocasión visitamos su casa. En realidad, no fue una visita sino una pasada a raÃz de un contratiempo. Un viernes, al cerrar la peluquerÃa, habÃa trabado la puerta principal con un cerrojo del cual no tenÃamos llave. Tuvimos que llamarla desde una cabina. Se disculpó por la distracción y nos pidió que pasásemos a buscar la llave que nos faltaba. La casa de Paloma no tenÃa nada que ver con su peluquerÃa de Lavapiés. Era un departamento moderno, estilo ochentoso, con varias paredes espejadas, adornos puntudos y brillosos, muebles rectilÃneos tapizados con paños chillones y, por todas partes, más fotos de ella y los muchachos. HabÃa otro santuario, ubicado en una mesa redonda. Un gran portarretratos con la foto del joven, rodeado de santos, flores y una vela encendida. A Paloma se la notaba nerviosa, no incómoda, sino excitada, exultante. Daba la impresión de que no acostumbraba recibir gente allÃ. No pudimos disimular la mirada sobre la mesita. Ella se dio cuenta y nos contó que se trataba de su hijo mayor que habÃa muerto en un accidente de moto. Nos dijo que rezaba por su alma cada dÃa y que él estaba siempre con ella. Del otro chico que aparecÃa en las fotos no habló.
Después volvimos a la dinámica habitual: la veÃamos poco y casi no conversábamos. Seguimos viviendo como antes, entre las imágenes del hijo muerto y las velas consumidas que quedaban al final de cada jornada.
Un dÃa antes de dejar Madrid, mientras hacÃamos las valijas para volver a Argentina, le contó a Marcos sobre el otro hijo. No se hablaban desde hacÃa varios años. Paloma lloraba y pedÃa consejos. Estábamos los tres de pie en el metro y medio de la cocina. Pero ella le hablaba a él, llorando y mirándolo a los ojos. Yo me quedé en silencio. No quise irrumpir en esa intimidad. Mientras la escuchaba pensaba que las distancias no se hacen de espacio sino de tiempo. Pensé en nosotros siendo felices en la pieza detrás del cartel mientras ella peinaba a las señoras y no se le escapaba una pizca de dolor. En ese momento no me daba cuenta, pero ahora creo que fue lo más parecido que me pasó a vivir en una pelÃcula de Almodóvar. No por la historia, sino por los tonos. Las historias están todas contadas, la diferencia reside en los colores, las texturas, la luz y la sombra, los puntos y las comas, la cadencia, el maquillaje.
Maraña
Un domingo Moisés apareció sin Bety, tres horas después de nuestro horario de entrada. El rubio debe haberlo llamado por lo menos diez veces a su móvil pero atendÃa directamente el contestador. También llamó al morocho y lo puso al tanto. Estaba como loco. Seguro que en ese rato tenÃa una minita y usaba el bar como coartada. Me dejó sola y me pidió que le avisara en cuanto Moisés llegase. Me dio bronca que me dejara con todo el trabajo pero enseguida me relajé y aproveché. Descorché un Rioja de los buenos y puse música al palo. Me servà pinchos de jamón serrano y de salmón y agarré el teléfono. El tiempo lo tenÃa bien calculado, sabÃa cuándo tenÃa que empezar para resolver lo básico. Por lo demás, el rubio llegaba siempre tarde. Con Moisés desaparecido existÃa la posibilidad de que se dignara a venir para abrir pero a esa altura me daba igual. Llamé a mis viejos y a mis amigas en Argentina. También lo llamé a Marcos. Le dije que viniera a tomarse un vinito. Cuando llegó ya estaban mis dos jefes y Moisés. HabÃan bajado los tres al sótano para conversar en privado. Desde la escalera se escuchaba todo. Le hablaban de responsabilidad y de la cantidad de gente que necesitaba el trabajo. Ãl se excusó diciendo que estaba descompuesto. El dÃa anterior habÃa festejado su cumpleaños y algo debÃa haberle caÃdo mal. Además les recordó que hacÃa más de un mes venÃa pidiendo un dÃa libre. Yo creo que se animó porque estaba borrachÃsimo. Le respondieron que lo tenÃan presente y que todavÃa no se habÃa dado la oportunidad. Moisés apenas podÃa sostenerse en pie. Se les iba con todo el cuerpo encima. ParecÃa que en cualquier momento le ponÃa una trompada a alguno de los dos.
Marcos bajó un par de peldaños. Estaba preparado por si habÃa que igualar el número en la pelea.
- El vinito lo dejamos para otro dÃa.
- Obvio. Me colgué en el Seven, por eso me demoré. Mirá lo que conseguÃ.
Sacó del bolsillo un libro: Las partÃculas elementales de Michel Houellebecq.
- Para vos me dijo.
Yo lo metà en el bolsillo del delantal entre las propinas y el destapador. En ese momento no podÃa bajar y guardarlo en la mochila.
A Moisés lo mandaron de vuelta a su casa. No estaba en condiciones de trabajar. Lo apretaron un poco para mantenerlo a raya pero de ahà la cosa no pasó. Manejaban el lÃmite. En el fondo, se cuidaban de ser denunciados por contratar empleados en negro. Moisés se daba cuenta y de a poco se hacÃa valer. Sin embargo, él también se cuidaba de pisar el borde: ningún inmigrante sin papeles gana denunciando su situación.
Cuando llegó los bolivianos ya dormÃan. La pieza estaba a oscuras. Se tiró en la cama sin desvestirse y durmió hasta el otro dÃa. Recién advirtió la ausencia de Bety al despertar. Trató de rememorar la última vez que la habÃa visto. Se le aparecÃa de espaldas. el la tomaba de la cintura y dejaba caer su peso sobre ella. Le hundÃa el mentón en el cuello. No veÃa nada más que su pelo oscuro. En ese punto la imagen tornaba completamente a negro. Era la noche de su cumpleaños.
Bety habÃa intentado despertarlo incluso mojándole las mejillas con agua frÃa pero el tipo estaba inconsciente. No se asustó porque ya lo habÃa visto asà otras veces y sabÃa que con sueño se le pasaba. Le preocupaban los patrones, los problemas que pudiera traerle faltar al trabajo sin aviso. Moisés habÃa perdido el móvil y no habÃan anotado el número en ninguna otra parte. Decidió que, en su lugar, irÃa ella. ExplicarÃa que Moisés estaba enfermo y que no habÃan tenido cómo comunicarse.
Ahora cree que fue un error. Salir sola, internarse en el metro, cada paso que dio. TenÃa todo apuntado: caminar 2 a la derecha, 1 a la izquierda. Metro tetuán: lÃnea 1. Dirección plaza de castilla, conexión lÃnea 9. Tres estaciones. Bajar.
Sentada en un banco sobre el andén revisa las notas y repasa las lÃneas en el plano de Metro Madrid. No comprende en qué se equivocó. Empieza a planear todo de nuevo, otro recorrido desde donde se encuentra. Siente que le falta el aire. Se le ocurre subir y seguir a pie. El frÃo de la calle le produce una sensación de alivio pasajero, un shock térmico que la seda durante algunos minutos. No sabe dónde está. Ni siquiera cuenta con un plano de Madrid. Pedir ayuda le da miedo. Piensa que mostrarse sola y perdida la convierte en presa fácil para los aprovechadores. Aprovechadores es una categorÃa que usa con frecuencia, un mote genérico que engloba a ladrones, violadores, asesinos, arribistas, estafadores, viciosos. En esta ciudad no confÃa en nadie.
No está dispuesta a caminar sin rumbo, de noche y con ese frÃo. Baja de nuevo a los túneles del metro. Cuando quiere sacar otro boleto se da cuenta que no tiene más dinero. El que maneja la plata es Moisés. Por seguridad, ella nunca anda con dinero encima. Se sienta nuevamente y se dedica observar el movimiento de la estación, el andar de los pasajeros, las caras de domingo. Adivina a dónde van, de dónde vienen, si pasean o van de visita, si están de curro. Deja de contar el tiempo y tramar recorridos. En cierto momento la estación queda desierta. Puede que sea sólo por un instante. Tiene que actuar rápido: le tiembla el cuerpo, cree que no va a poder, que se va a caer y se le van a enredar las piernas en el grillete, que van a empezar a llegar los pasajeros y se la van a quedar mirando hasta que un policÃa la saque y le pida los documentos. Nada de esto ocurre. Se apoya con firmeza sobre los laterales y salta flexionando las rodillas por encima del grillete. Aterriza torpemente del otro lado y corre. Al atravesar el pasaje al andén dos policÃas vienen caminando en sentido opuesto. Frena de golpe y trata de disimular mirando el cartel indicador de horarios. Está agitada, durante la corrida dejó entrar el aire frÃo de golpe en los pulmones. Le duele cuando respira.
Sube al vagón sin tener muy claro hacia dónde va. Está tan nerviosa que mira el plano sin verlo. El horario de entrada de Moisés pasó hace rato y ella sigue dando vueltas bajo tierra. Baja en una estación cualquiera para poder concentrarse en el mapa. Lo estudió decenas de veces. Puede hacerlo. Puede corregir el rumbo. Se sienta en una de las escaleras de salida. Nota que ya es de noche. Sobre una de las paredes del túnel, un gentÃo hace cola a ambos lados de una puerta de chapa. La puerta es del mismo color que los muros y tiene varios graffitis. Si no fuera por la gente apostada a su alrededor, pasarÃa inadvertida. Parecen personas de la calle. Todos andan cargados con paquetes, bolsos y cacharros. Ella escuchó que en Madrid hay varios dormideros públicos para los sin techo, sobre todo en invierno. Piensa que detrás de esa puerta quizás haya un refugio. Pasa los dedos por el plano, dibuja compulsivamente algún camino que la lleve a casa. Al quedarse quieta siente la ropa húmeda debajo del abrigo. Se abraza las piernas flexionadas haciéndose bolita, sopla hacia el centro del cuerpo para darse calor. Los músculos se distienden de a poco, siente una ligera placidez, un sueño leve que llega. (...)
*La versión completa de este relato integra el libro de cuentos Maraña, Natalia Massei (Baltasara Editora, 2014)
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