âAhmet, Ahmet, por qué me has abandonado...â, musito desde mi balcón. 6l6s3x
Retomo mis aventuras otomanas: Ahmet, candidato a Mr. Leather Internacional 2011 en el Folsom Europe que me habÃa contratado como jurado, me invitó a Estambul, donde, yo pensaba, me integrarÃa a su harem (en carácter de qué, yo no lo sabÃa, porque ignoraba que esas instituciones sobrevivÃan a las prohibiciones de Atatürk, el gran modernizador turco).
Llegada la comitiva a la que me integré al jet privado de mi sultanejo, con quien habÃa imaginado ya mil y una noches de placer, me encontré confinadx a una camarita donde se me ofrecieron tés humeantes y olorosos que bien pronto me sumieron en profundo sueño. Desperté horas después, sin haberme enterado del aterrizaje en el aeropuerto de Sabiha ni de mi traslado a las secretas dependencias donde me encontré, casi desnudx (salvo por un albornoz de seda). El Rohypnol que habÃan puesto en mi infusión (reconozco muy bien sus efectos) comenzaba a abandonarme. Al rato, dos gigantes otomanos se presentaron a mi puerta y me condujeron a través de un laberinto de pasillos hasta el hammam del palacio de mi sultanillo. Me imaginé que allà estarÃa esperándome Ahmet, la bestia turca, para vaciarse enteramente dentro de mÃ. No fue asÃ: me sometieron a un minucioso tratamiento de hidratación, masaje, depilación completa, me aceitaron, azotaron mis carnes con varillas de saúco, me exfoliaron con cepillos y esponjas del mar Muerto y trabajaron cada entretela de mi cuerpo con una sabidurÃa milenaria preparándome, asà lo imaginaba, para la cámara nupcial. No fue asÃ: de vuelta en mi aposento (casi una celda, aunque bien acondicionada con tapetes y almohadones), me esperaba el secretario de Ahmet para explicarme mis funciones en palacio: encargarme de enseñar a las siete concubinas de Ahmet cómo satisfacer sus deseos.
¿Maestrx de conchudas, yo, que pensaba que todavÃa tenÃa todo que aprender de la sabidurÃa sexual sarracena? ¡De ningún modo! âQuiero hablar con Ahmetâ, dije mordiéndome los labios. Abdul rió y se pasó la lengua por su bigotazo: âDe ningún modoâ. Y me hizo un gesto con su dedo Ãndice para subrayar la negación.
Ahmet, que más de una vez en sus viajes habÃa probado la insuperable felación latina, recorrÃa el mundo para contratar entrenadorxs para sus concubinas.
Amenacé con denunciarlos, me declaré vÃctima de una de las tantas estafas turcas de las que me habÃan advertido mis amigxs alemanxs y, asustados por la cantidad de veces que dije la palabra âtráficoâ, me dejaron ir depositándome en el Havas que une el aeropuerto con el centro de Estambul. Sin una lira turca ni un jetón para moverme, y sin pasaje para volverme a BerlÃn, mis dÃas en Constantinopla amenazaban ser un espanto tras otro.
Pero mi sexto sentido me condujo muy pronto a la zona roja de la ciudad y en la callecita Küçük Bayram, del barrio de Beyoglu, conseguà que me comisionaran una ventana en el segundo piso, desde donde, me dijeron, podÃa atraer clientes emitiendo el clásico ruido con el que se llama a los caballos, haciendo chasquear la lengua contra el paladar.
Si tenÃa que poner a trabajar mis pericias amatorias preferÃa hacerlo por mi propia causa y no en favor de esas taradas del harem, que aparentemente nunca aprendieron para qué servÃan sus bocas.
Por suerte los vuelos a BerlÃn son bien baratos, asà que en unos dÃas conseguiré volver a mi rutina. âAhmet, Ahmet, por qué me has abandonadoâ, musito mientras cae el sol sobre la torre de Gálata y me preparo para mi habitual cena ligera a base de yogur turco.
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